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“A ti, que nunca me has conocido”

Todo lector, entendiendo como tal no solo al que lee, sino al que ama a los libros, el que se enamora de ellos con la misma pasión abrasadora, irracional, inexplicable como lo haría una niña de trece años, se ha preguntado alguna vez si los libros los buscamos o son ellos los que nos encuentran. Por qué hemos tardado tanto en llegar a un escritor, o si estos llegan cuando tienen que llegar. 

Stefan Zweig, llegó cuando quiso. Porque aquel día, en el que vagaba entre los pasillos de la librería de viejo, no buscaba nada concreto. Pero allí, entre lomos llamativos, engordados por miles de páginas  y el paso del tiempo, casi no podía distinguir las palabras escritas en uno que apenas llegaba al centímetro de grosor. En la elegancia de las ediciones de Acantilado, en negro y su número en la banda naranja, sobresalían en letras blancas el título y su autor: Carta de una desconocida, Stefan Zweig. 

Era my delgado, solo 66 páginas. Pero de naturaleza curiosa, a veces quizá en exceso, las cartas que llegan a mí escritas a alguien que no soy yo por alguien desconocido y que habría además vivido en otro tiempo y en otro lugar, siempre han sido para mí objeto de una desmedida curiosidad. Y esto, no era un libro, era una carta. A pesar de su encuadernación, sentí en mis manos cómo abría un sobre y cómo sujetaba entre mis dedos algo más de veinticinco folios.

Así me convertí en esa niña de trece años que se enamoró, como solo una niña de trece años puede hacerlo, de R., que vuelve a su casa de Viena el día de su cuarenta y un cumpleaños. Entre la correspondencia acumulada, encuentra un sobre abultado sin remitente, sin nada que indicase quién la había escrito ni de dónde provenía y en el primer folio, solo un encabezamiento: “A ti, que nunca me has conocido”.

Veinticinco folios (66 páginas) escritos con tal delicadeza, sencillez y elegancia que, mientras esa niña se enamoraba de ese escritor entregándole su vida sin que él supiese nunca de su existencia, a pesar de haberla amado sin amor, yo me enamoraba de la escritura de un escritor que había sido capaz de hacerme sentir con tanta fuerza, el inmenso dolor de un amor no correspondido y también, el odio que tan cerca está de él. 

¿Cuándo llegó Stefan Zweig a mi vida? El mismo día que al cerrar el libro sentí “como si, de repente, se hubiese abierto una puerta invisible y un golpe de aire frío hubiera penetrado desde el más allá en mi tranquila habitación”.

Recomendación: Carta de una desconocida, Stefan Zweig ( Acantilado, 2002)

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El infinito en un junco, de Irene Vallejo

“Tranquilidad, Montag. Dale a la gente concursos que puedan ganar recordando la letra de las canciones más populares, o los nombres de las capitales de Estado, o cuánto maíz produjo Iowa el año pasado. Atibórralos de datos no combustibles, lánzales encima tantos «hechos» que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información. Entonces, tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices, porque los hechos de esta naturaleza no cambian. No les des ninguna materia delicada como Filosofía o Sociología para que empiecen a atar cabos. Por ese camino se encuentra la melancolía.” (Fahrenheit 451,Ray Bradbury)

“Misteriosos grupos de hombres a caballo recorren los caminos de Grecia.” (El infinito en un junco, Irene Vallejo)

Así comienza uno de los libros más fascinantes que he leído desde hace muchísimo tiempo. Es curioso cómo llegamos a los libros. A veces vamos buscándolos y como ocurre cuando se buscan o fuerzan las cosas, ciertas cosas, como por ejemplo el amor, estas no llegan. Otras, doblamos la esquina adecuada, como decía George Michael en una de sus canciones más hermosas (A different corner), y nos damos de bruces con él. 

Lo mío no fue tan romántico. No doblé esa esquina. Simplemente cambié de canal. Y allí estaba Risto Mejide, sí, él, que me cae bien aunque quede mal reconocerlo, y al que considero muy inteligente (valor cada vez más en alza para mí), recomendando un libro con tanta pasión y tantas ganas, mucho antes de que a todos se les llenara la boca de elogios y de que el libro se agotara y recibiera tantos premios; cuando casi, casi, la escritora era aún desconocida para la mayoría. Y sentí el flechazo: El infinito en un junco.

Aun así, lo empecé con cierto temor. Más que temor, podría decir “inseguridad”. Volviendo al paralelismo inicial que hice con el amor: como cuando sientes el flechazo pero ya no tienes 15 años, sino cuarenta y pico, y no sabes si ha sido solo algo físico fruto de una envoltura fascinante pero sin más recorrido o si, tras el primer beso, querrás seguir pasando páginas.  

Y empecé. Y abrí un papiro de hace más de 5.000 años. Me senté a orillas del Nilo. En la Alejandría de Alejandro Magno. Los juncos se mecían suavemente y recordé una   leyenda, que leí hace mucho tiempo, del nacimiento de los juncos, “Pirí” en guaraní, y como se llamaba también una hermosa joven india de largos cabellos que había provocado la desgracia entre dos hermanos enfrentados por su belleza. Sintiéndose culpable, le pidió al dios de las aguas que la convirtiera en algo útil y por lo cual fuese recordada. El dios le hizo caso y envió al fantasma del agua que sumergió a Pirí en las profundidades del río. Mientras la hundía suavemente, sus flotantes cabellos se transformaban en plumosos penachos que cimbreaban en la punta de un flexible tallo. Y nació así una de las plantas acuáticas más bellas que existen, el junco.

Y seguí abriendo y cerrando mis labios, beso tras beso, palabra tras palabra, compartiendo con Cleopatra, Alejandro Magno, Faulkner, Auster, Cavafis, Gerald Durrell, por citar a algunos, mi amor y pasión por los libros. Y con todos los protagonistas que de alguna forma, como la joven de la leyenda guaraní, se convirtieron en juncos para ser recordados. Escribas, narradores orales, esclavos, bardos, espías, monjas, filósofos, maestros…

Comenzaba con un párrafo de Fahrenheit 451. Porque creo que ambos libros forman una hermosa pareja de amor y deben estar colocados muy cerca el uno del otro en nuestras estanterías. Y cuando llegue la noche y el Nilo se tiña de rojo, los juncos mecidos por el viento se enredarán, susurrándose palabras escritas en ellos como algunos amores, ad infinitum.

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Mamá gallina

Hace varios días que no escribo nada en mi blog. En realidad, no escribo nada en ningún sitio. Y es que no me resulta nada fácil. No es fácil para nadie.  No es un tiempo bonito. Miro alrededor buscando no la inspiración, que como sabemos o deberíamos saber todos, ésta llega trabajando. No. Miro hacia las estanterías de mi salón, mis estanterías-biblioteca, buscando una idea, un tema. Pienso en las miles de posibilidades que se esconden ahí. Cuentos de Japón, guías de viajes por hacer, una caja con un Mazinger Z de colección que solo sale de su habitáculo una vez cada tres, cuatro años y que para sacarlo tienes que ponerte guantes. Archivadores llenos de proyectos: La casa del viento, La casa del carpintero, La casa tubular, La casa Kim…Libros leídos, libros publicados y editados. Podría hablar de tantas cosas aprendidas en ellos… 

Las noticias suenan de fondo en una televisión que se ha convertido en una ventana a la desolación. En la radio se abre el debate sobre la palabra del año. Casi todos coinciden en que ésta debe ser “confinamiento”, experiencia compartida por millones de habitantes del mundo. Pero no está resultando fácil, de hecho el diccionario Oxford no puede decantarse solo por una. 

“Hoy pondré las luces de navidad en mi balcón”, pienso.

Y me llama mi amigo Alberto desde Japón. Feliz de que en Canarias “estamos mejor”. Allí también están bien a pesar de que sabe que las noticias que nos llegan aquí no nos cuentan lo mismo. Se lo confirmo. Pues no, parece que allí van bastante bien. Sí que le sorprende ver a muchos japoneses sin mascarilla. Allí no es obligatoria aunque sí debería llevarse en el metro y en lugares de aglomeración. Y yo le digo que a mí no hay día que deje de sorprenderme vernos a todos con mascarilla, “¡Que yo las compraba como souvenirs cuando me iba a visitar mi familia a Tokio y se las ponían para sacarse la foto en el metro!”. “Pues sí Guada, aquí ahora muchos no la llevan y es que aquí también hay negacionistas”. Y me cuenta que no va a poder venir a ver a su madre esta Navidad. Pero que habla con ella por FaceTime todos los días, su madre, que está cerca de los 90 y que hasta hace poco no apretaba ni un botón para nada, se había convertido durante el confinamiento en una experta en nuevas tecnologías. “Amor de madre”, me dice. Y nos reímos porque me cuenta que se emocionó al ver a través de mis publicaciones en Facebook que voy a buscar a mi hija a la salida de sus prácticas a la facultad. “Mamá gallina me llaman Alberto”. “Pues qué bonito que te llamen así”. 

“Hoy las pongo, las luces”. Y la vida sigue.