Hace algunas semanas, puede que más, me levanté con la incómoda sensación de estar navegando contra corriente. La sensación en sí no era lo que me producía malestar, porque nunca me ha importado ni decir lo que pienso aunque no guste, ni pensar diferente a la mayoría. Lo que me producía esa incomodidad era el preguntarme, y así lo hice, si merecía la pena verter esa forma de pensar, mi forma de pensar, en redes y en mi blog. Si de alguna forma yo me estaba creyendo en posesión de una verdad que esgrimía a modo de lecciones y si tenía realmente algo que decir. Y, sobre todo, si a alguien le importaba. Recuerdo que al plantearlo, cómo no, en mi muro de facebook, María Suárez dijo algo así como “quizás a mí me guste”. También María José Vidal. Y me hicieron dudar. Pero, a pesar de ello, decidí callar. No por miedo, no por las represalias que de alguna forma, sutilmente, ya he empezado a sentir, sino porque estaba realmente cansada de mi hartazgo.
Pero, todos los días, sigo en silencio el rugido, a veces bramido, otras despropósito, otras ridiculez, a veces inteligencia, de las redes. La prensa. Las noticias. Pero, sobre todo, a algunos “compañeros” que siguen navegando contra corriente y hoy, por ejemplo, la sensación que me ha invadido es la de que les he abandonado. Yo sé que me dirían que no y hasta se reirán de mi ocurrencia. Pero de verdad, no saben cómo les admiro. Cada vez les insultan más.
Y ahora me voy a hace unas semanas en las que disfrutaba de un desayuno junto a alguien. Como creo que no está en las redes voy a omitir su nombre. Era un señor encantador muy lejos de ser como aparentaba, altanero, distante e inaccesible. En aquel desayuno, en Los Llanos de Aridane, me contaba anécdotas de un Madrid culto e intelectual y me hablaba de un escritor que comentó, en una reunión hablando de una mujer, que tenía unas piernas espectaculares y según me lo estaba contando (venía a cuento por la anécdota que contaba), me pidió perdón. ¿Perdón por qué? ¿Por decir que una mujer tenía unas piernas espectaculares? ¿Cómo me iba a molestar algo así? “Bueno, en los tiempos que corren uno no sabe con quién está hablando”.
Y leía ayer la noticia del despido de la directora de moda de Vanity Fair por racista. Su comentario en un desfile fue: no soy racista, pero es que todas las chinas las veo iguales y las negras y las blancas también. Alguien lo denunció, terriblemente indignado, y cientos de trolls, anónimos, incendiaron las redes de Beatriz Moreno amenazándola e insultándola. Me imagino el segundo de más que invirtió Beatriz en pensar que a su comentario debía añadirle eso de “no soy racista” para ser políticamente correcta. No le sirvió de nada. Porque ante esta Santa Inquisición que nos observa, nos culpabiliza sin mediar juicio, sin pruebas, poco le importan las coletillas que intentan ser políticamente correctas. Quieren sangre y el buen inquisidor, del latín `inquirere´, el que busca, no para hasta encontrarla.
Y me vuelvo a ir. Ahora lo hago a Río de Janeiro, a hace muchos años. Una noche en la que un amigo de mis padres nos llevó a ver una macumba. Una macumba de verdad, no la que preparan para los turistas. Era en una especie de iglesia en un edificio colonial de varias plantas. Nos subió a la primera y nos hizo escondernos detrás de unas columnas para no ser vistos. Desde allí, vimos cómo lo que empezó en silencio con unos señores vestidos de blanco fumando puros y bebiendo algo que luego escupían sobre las personas que estaban poseídas, se iba volviendo cada vez más caótico. La gente del lugar que asistía como público se iba contagiando del éxtasis demencial que los iba poseyendo a todos. Contorsiones, pataletas, gritos, desmayos y nuevas posesiones a cada exhalación de humo de los santeros. Y no olvidaré la explicación que dio mi padre a aquellas adolescentes que miraban asombradas e incrédulas lo que estaba pasando allí. “¿Sabéis cómo se llama esto niñas? Histeria colectiva. Se van contagiando unos a otros.”
Recordé a las Brujas de Salem. Juicios que se fueron multiplicando por todo el Condado de Essex y contagiándose a otros condados. Acusaciones que se hicieron masivas y que aprovecharon el pánico para solventar rencillas personales, envidias y frustraciones.
Y vuelvo a hoy. Recuerdo cuando recién llegada a Japón hablando con mis alumnos japoneses, les explicaba que al principio todos los japoneses me parecían iguales. No, mejor dicho, chinos, coreanos y japoneses me parecían todos iguales. Ellos se reían y me decían que a ellos todos los caucásicos les parecíamos iguales.
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