Postales

Ayer abrí el buzón y entre las cartas del banco, las únicas que llegan a prácticamente todas las casas, se escondía un pequeño sobre. Iba dirigido a mi hija que tiene quince años. Ilusionada, tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no abrirlo y aguantar hasta que ella llegase del colegio. Habían pasado varias horas y se me había olvidado. Fui a hacer compras y al volver, mientras le preguntaba sobre las novedades de su día, me acordé. Casi saltando me levanté corriendo y la fui a buscar. ¡Tienes una carta para ti! Me miró sorprendida y la cogió. Le dio la vuelta y vio el nombre: Isabel, ¿quién es Isabel?. ¡Mira bien! ¿No será tu compañera alemana con la que vas a hacer el intercambio? Y era de Isabel. Y era una felicitación de Navidad que llegaba desde Alemania. Se puso roja. Se le llenaban los ojos de lágrimas y una risa nerviosa se mezclaba con la emoción, verdadera emoción por recibir una carta.
Salimos corriendo a la calle a comprar una postal de Navidad. Mientras caminábamos, yo ahora más ilusionada que antes al ver a mi hija tan, tan emocionada ante algo tan simple, sencillo y bonito, le dije que íbamos a enviar también una postal a los abuelos:
– ¿Para qué mami? ¡Si vamos a llegar nosotras antes que la postal!
– Porque sí, ¡porque vamos a recuperar la tradición!
– ¿Qué tradición?
Y me di cuenta de que no sabía realmente de qué estaba hablando. No sabía que había un tiempo, no muy lejano, en el que, por estas fechas, los buzones se llenaban de sobres, de sobres de colores, algunos de ellos con purpurina, otros con música y cuya misión principal era hacernos llegar felicidad y buenos deseos. Sobres que colocábamos en la entrada o bajo el árbol de Navidad. Y disfrutó escogiéndola, escribiéndola, sin saber exactamente qué se escribía en una postal de Navidad y sin saber muy bien cómo se rellenaba el sobre, pero inundándola de colores, de pegatinas de Papá Noel y de renos. De felicidad.

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