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El infinito en un junco, de Irene Vallejo

“Tranquilidad, Montag. Dale a la gente concursos que puedan ganar recordando la letra de las canciones más populares, o los nombres de las capitales de Estado, o cuánto maíz produjo Iowa el año pasado. Atibórralos de datos no combustibles, lánzales encima tantos «hechos» que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información. Entonces, tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices, porque los hechos de esta naturaleza no cambian. No les des ninguna materia delicada como Filosofía o Sociología para que empiecen a atar cabos. Por ese camino se encuentra la melancolía.” (Fahrenheit 451,Ray Bradbury)

“Misteriosos grupos de hombres a caballo recorren los caminos de Grecia.” (El infinito en un junco, Irene Vallejo)

Así comienza uno de los libros más fascinantes que he leído desde hace muchísimo tiempo. Es curioso cómo llegamos a los libros. A veces vamos buscándolos y como ocurre cuando se buscan o fuerzan las cosas, ciertas cosas, como por ejemplo el amor, estas no llegan. Otras, doblamos la esquina adecuada, como decía George Michael en una de sus canciones más hermosas (A different corner), y nos damos de bruces con él. 

Lo mío no fue tan romántico. No doblé esa esquina. Simplemente cambié de canal. Y allí estaba Risto Mejide, sí, él, que me cae bien aunque quede mal reconocerlo, y al que considero muy inteligente (valor cada vez más en alza para mí), recomendando un libro con tanta pasión y tantas ganas, mucho antes de que a todos se les llenara la boca de elogios y de que el libro se agotara y recibiera tantos premios; cuando casi, casi, la escritora era aún desconocida para la mayoría. Y sentí el flechazo: El infinito en un junco.

Aun así, lo empecé con cierto temor. Más que temor, podría decir “inseguridad”. Volviendo al paralelismo inicial que hice con el amor: como cuando sientes el flechazo pero ya no tienes 15 años, sino cuarenta y pico, y no sabes si ha sido solo algo físico fruto de una envoltura fascinante pero sin más recorrido o si, tras el primer beso, querrás seguir pasando páginas.  

Y empecé. Y abrí un papiro de hace más de 5.000 años. Me senté a orillas del Nilo. En la Alejandría de Alejandro Magno. Los juncos se mecían suavemente y recordé una   leyenda, que leí hace mucho tiempo, del nacimiento de los juncos, “Pirí” en guaraní, y como se llamaba también una hermosa joven india de largos cabellos que había provocado la desgracia entre dos hermanos enfrentados por su belleza. Sintiéndose culpable, le pidió al dios de las aguas que la convirtiera en algo útil y por lo cual fuese recordada. El dios le hizo caso y envió al fantasma del agua que sumergió a Pirí en las profundidades del río. Mientras la hundía suavemente, sus flotantes cabellos se transformaban en plumosos penachos que cimbreaban en la punta de un flexible tallo. Y nació así una de las plantas acuáticas más bellas que existen, el junco.

Y seguí abriendo y cerrando mis labios, beso tras beso, palabra tras palabra, compartiendo con Cleopatra, Alejandro Magno, Faulkner, Auster, Cavafis, Gerald Durrell, por citar a algunos, mi amor y pasión por los libros. Y con todos los protagonistas que de alguna forma, como la joven de la leyenda guaraní, se convirtieron en juncos para ser recordados. Escribas, narradores orales, esclavos, bardos, espías, monjas, filósofos, maestros…

Comenzaba con un párrafo de Fahrenheit 451. Porque creo que ambos libros forman una hermosa pareja de amor y deben estar colocados muy cerca el uno del otro en nuestras estanterías. Y cuando llegue la noche y el Nilo se tiña de rojo, los juncos mecidos por el viento se enredarán, susurrándose palabras escritas en ellos como algunos amores, ad infinitum.