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Manuel M. Almeida

No recuerdo bien cuándo lo conocí. Sé que fue en una presentación de un libro. Yo acompañaba al escritor o estaba sentada en la mesa de presentación de algo y hablaba de mi aventura digital con ATTK, porque recuerdo que Manuel estaba entre el público y escuchaba con una atención, con tantísima atención, que me fijé en él precisamente por eso. Experto en el mundo digital, en blogs, en el manejo de redes y en muchísimas cosas más (escritor, periodista, músico, fotógrafo…), creo que por un lado le parecía buena idea lo que yo planteaba pero, al mismo tiempo, estaba un poco desconcertado. Se notaba que yo era nueva. Que cuando me habló en términos técnicos de todo ese mundo en la nube, en mi nube, en el que yo pretendía entrar “porque sí”, se dio cuenta de que todavía tenía mucho que aprender. Creo que era un gran observador. Digo creo, porque no puedo presumir de haberle conocido mucho, pero sí lo suficiente para saber que lo era. Porque era inteligente. Una de esas personas que me gusta encontrarme en el camino de la vida porque me van a enseñar. Y así lo hizo. Él no lo supo nunca. Pero me enseñó. Me enseñó cuando fundó Dragaria, un proyecto precioso que inició junto a Mayte Martín y Jesús Ibrahim Chamali. Tanto trabajo…como me explicó una vez. Me enseñó, cuando leía sus relatos (cómo me impactó la trayectoria de una uva que cae de un balcón, una simple uva, una noche de fin de año…). Me enseñó cuando me pidió que le hiciera su wikipedia. Sabía que yo había hecho ya varias y aunque él podía hacerla, y mejor que yo, conocedor de los entresijos de algo que parece muy sencillo pero que no lo es, la dejó en mis manos, como me dijo: porque sabía que ya me había ganado una reputación como editora de artículos y creadora de páginas en el “wiki-mundo”, y eso facilitaba mucho las cosas. “He observado…”, me dijo. Y nos pusimos a trabajar. Me iba enviando todo tipo de referencias, notas, enlaces, que yo debía configurar y estructurar para hacer de su página el lugar en el que condensar a Manuel M. Almeida. Y ahí fue, cuando me enseñó que se puede ir por el mundo en silencio. Creando, trabajando, obteniendo premios, reconocimientos, y más trabajo…y sentirse satisfecho sin hacer aspavientos. Me enseñó, cuando me dijo que quería reeditar Evanescencia en ATTK. Empecé a explicarle que la publicación digital no tenía la misma salida que el papel, que era.. “Guadalupe, no me interesa lo que estás diciendo, no quiero explicaciones…quiero estar en tu catálogo”. Con esa frase, con la convicción con la que lo dijo, me enseñó a confiar más en mí y en lo que estaba haciendo, porque él creía en ello. Pasamos toda la tarde hablando. Recuerdo haberle pedido disculpas por haber acaparado la conversación y no haberme callado y todavía guardo su wasup: “A mí me encanta más escuchar que hablar. Soy una esponja, aunque no me llame Bob”. Nos despedimos aquella tarde. Le estaba esperando su compañera de vida para ir a Agaete. La última foto que compartí con él fue precisamente la que le saqué a Rosi en la Feria del Libro de Telde, última vez que lo vi. Su último mensaje: gracias. Mi último mensaje para ti Manuel, gracias.

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La sombra de un libro

Me ha costado mucho empezar a escribir esto. Dos días después de su muerte, me levanté, cogí el Ipad e iba a escribir. Lo hacía sobre todo movida por un comentario que había leído en las redes y que me hizo daño. Me dolió. Me entristeció. Era sobre él y estaba supuestamente escrito desde el cariño. Y dejé de escribir. Decidí que quería esperar a leer lo que decían otros críticos literarios, otros escritores y otros periodistas, sobre Carlos Ruiz Safón ahora que se había ido.

Mi abuela, como casi todas las abuelas, era una mujer sabia. Y como casi todas las abuelas no había día que no hiciese referencia a un dicho popular, un refrán  o,  simplemente, una frase de su propia cosecha que, a pesar de haber escuchado cuando solo era una niña, me vienen muchas veces a la cabeza y la escucho como si fuera ayer. Intento recordar cómo decía esto, pero no me sale exactamente, aunque la idea era esta: parece que no hay muerto malo.

Y seguí leyendo. Carlos Ruiz Safón, además de haber muerto y entrar en esa categoría de la que hablaba mi abuela, era escritor  y además, de éxito. Y además, “no era de la tribu y luego el éxito ya no le dejó ingresar” (Eduardo Mendoza). Y  se mantuvo al margen de un mundo que le seguía resultando ajeno, quizá por esa altivez y distancia que marcaba a su paso entre multitudes, según alguno o, según otros muchos, escudo que adoptó  y detrás del cual se encontraba un hombre cordial, inteligente, ameno, divertido, muy humano. Y en realidad, yo no podría decir nada de Carlos Ruiz Safón porque no lo conocí. Yo solo conocí al escritor de un libro que en cuanto cayó en mis manos, no solté hasta terminarlo. Porque aun perteneciendo de alguna forma a este pequeño mundo en el que parece un pecado decir que sí, que he leído muchos bestsellers, los he leído. Muchos. Y no olvidaré nunca la emoción que sentí ante aquella puerta de madera labrada ennegrecida por el tiempo y lo que hubiera dado por tener la suerte de poder escoger un libro del cementerio de los libros olvidados. Seguiré buscando la sombra de todos los vientos, como prometí hacer hace diecinueve años, cuando te leía y me hacías seguir creyendo en la magia de los libros.

*Dibujo: Jin Taira

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Estos días

«Hace demasiado tiempo que nada se vive con sosiego, que la existencia cotidiana está contaminada de desquiciamiento, que casi todo es objeto de desmesura y exageración. Francamente, no creo que sea la mejor manera de pasar de un día a otro, y eso, nos guste o no, es lo que nos toca a los vivos, pasar serena y modestamente de un día a otro y atravesar las noches sin angustias extremas.» Javier Marías.
Releía esta mañana un artículo de Javier Marías, del que he de decir que siempre disfruto leyéndolo y con el que suelo estar, en líneas generales, muy de acuerdo, y lo leía después de haber leído una entrevista a Steven Pinker, catedrático de psicología cognitiva en la Universidad de Harvard  y los dos, con sus diferencias, hablaban básicamente de lo mismo: optimismo. Aunque Pinker prefiere llamarse posibilista.
Y hago mío el párrafo extractado más arriba. También estoy cansada del desquiciamiento, la desmesura y la exageración. Aunque confieso que yo también he caído, alguna que otra vez, en ese enfado colectivo, más bien, mi enfado era particular, a contracorriente del enfado colectivo pero que me llevaba a la misma respuesta. Desmedida. Contaminada.
Y nos estamos confundiendo echando toda la culpa a las redes sociales, como si nuestra vida no fuese más que ese reducto virtual. Es cierto que ocupa un lugar muy destacado y para unos más que para otros. Pero la «existencia cotidiana», la que tampoco debemos contaminar, es mucho más que eso. Es nuestro despertares. Nuestro camino al trabajo, lo tengas o no porque, incluso, el que no lo tiene camina todos los días hacia ėl. Es nuestro café con amigos. Es un baño en el mar. Es el sol entrando por la ventana. Es vivir la vida disfrutando de lo que tenemos. Es la noche, sin estridencias. Porque a veces olvidamos qué es lo que nos da serenidad. Lo que nos permite pasar, como dice Marías, modestamente de un día a otro.