El derecho a la imaginación

Me despierto antes de tiempo. Varias veces antes de tiempo. Lucho con las sábanas, con la almohada, me asomo a la ventana a ver llover. Abro mi iPad que había dejado en la pantalla de Facebook y desde el muro de la poeta Alicia Llarena me llegan las palabras de Diana Uribe: es un confinamiento del cuerpo, pero la mente no, la mente no tiene porqué confinarse. La mente es libre.  Y hablaba de Tolkien que defendía el derecho a la imaginación. “El derecho a la imaginación”. Y fue Tolkien, uno de los primeros que me enseñó a ejercitar ese derecho. Y Enid Blyton, y Emilio Salgari y Edmundo de Amicis. Y tantos, tantos otros. Y sigo ejercitándolo de tal forma que me siento más libre que antes. Me siento realmente afortunada porque no necesito más libertad que la que me dan los libros, pero no porque haya leído muchos estos días. Al contrario. Porque tengo tantas vidas leídas, tantos sueños leídos, tantos viajes leídos, tantos amores leídos, tanto dolor leído, tantas aventuras, tantos misterios, tantos besos leídos, que tengo en mi mente, la imaginación y la libertad necesarias para mil confinamientos.  La  imaginación es tan poderosa como derecho, que nos permite, incluso, imaginar la realidad. Y esto no consiste en disfrazarla, suavizarla, camuflarla. Imaginar la realidad, es una de las tareas más arduas que existen. Porque la realidad, muchas veces,  duele.  Pero como  diría Paul Auster: la realidad no existiría si no hubiera imaginación para verla. 

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