Desde que mi hija tuvo uso de razón y con cada simple ejercicio que hacía de matemáticas, siempre le decía lo mismo: ¡eres un genio! ¡Un genio de las matemáticas! Y se lo creyó. Nunca les ha tenido miedo y yo se lo sigo diciendo, de vez en cuando, para que nunca lo olvide.
Yo siempre les tuve miedo. Con solo ver un número ya me echaba a temblar. Y suspendía. Literatura, historia, arte, filosofía, me encantaban, pero las matemáticas no. Y no porque fuese una persona de letras. No. Era porque me daban miedo. Ese miedo que paraliza y que en cualquier situación hace que nuestro cerebro se bloquee. Hasta que llegó él. Aitor. Era 3º de BUP. Había cambiado de instituto y llegaba con mucha ilusión. Me había librado de «La Blanco» una profesora a la que nunca se le debió permitir serlo. No sé cómo me llegó la historia de Aitor, bueno, supongo que me lo contaría algún compañero. Aitor donaba todo su sueldo a una congregación religiosa para ayudar a los más necesitados. Se quedaba con lo justo para vivir y creo que le proporcionaban alojamiento. Recuerdo cómo me impactó. Pero mi miedo a las matemáticas continuaba, a pesar de lo admirable que me pudiera parecer mi nuevo profesor.
Llegaba a la clase, serio pero amable, y explicaba. Eran límites y derivadas. El día que iba a entregar los resultados del primer examen, empezó diciendo: «quiero felicitar a uno de ustedes que ha hecho un examen impecable. Ha resuelto los veinte ejercicios correctamente y no solo eso, lo ha hecho con una limpieza impoluta.» Miré alrededor intentando imaginar cuál de mis compañeros era ese prodigio de las matemáticas. Y Aitor, con el examen en las manos, dijo: Guadalupe Martín Santana. Mientras lo recuerdo, mi corazón vuelve a latir con la misma fuerza que lo hizo en aquel instante. Me levanté temblando a coger mi examen en el que, en la esquina superior derecha, brillaba en letras rojas el sobresaliente más bonito que había visto nunca.
Sobresaliente en la primera evaluación. Y en la segunda, tercera y cuarta. Y llegó la quinta. Hipotenusas, distancia a un punto, hipérboles. Y volvió el miedo. Y saqué un cinco en el examen. Y Aitor, con el examen en la mano, dijo: Guadalupe, tienes que ir al examen final de recuperación. ¿Por qué si he aprobado? Porque para no tener que ir a septiembre con todo, tienes que sacar como mínimo un notable.
Recuerdo a mis compañeros indignados defendiéndome. Pero no sirvió de nada. Aitor no pensaba transigir. No importaba que la media de cuatro sobresalientes y un suficiente, diese sobresaliente. Estaba enfadado conmigo. Enfadado por mi cobardía. Por haberme creído que no podía con las hipotenusas. Me dijo que estaba seguro de que podía sacar un sobresaliente. Me dijo que cogiera la libreta y que hiciera todos los problemas. Que pensase. Que cogiera un lápiz y una goma.
Y lo hice. Y saqué sobresaliente. Y nunca más le tuve miedo a las matemáticas. Ni a las matemáticas, ni a nada, ni a nadie.
Gracias Aitor, profesor de matemáticas en el Seminario de Nuestra Señora de la Asunción de Oviedo.
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