Hace veinte años hice un viaje a Grecia. Lo escogimos como lugar intermedio en el que encontrarnos. Atenas, Santorini, Creta, Rodas y Symi.
En Symi casi no había turistas. Estuvimos allí una semana. Para ir a la playa cogíamos el taxi-boat que nos llevaba a una cala de piedras al pie de uno de los acantilados que rodeaban la isla. Nos dejaba allí horas hasta que pasaba a recogernos. Era la única forma de llegar. Era un lugar mágico. Comíamos cualquier cosa, galletas, zumo, para llegar a la comida importante del día, la cena.
El lugar, muy poco turístico, aunque con necesidad de serlo para sobrevivir, tenía un pequeño paseo en el que se encontraban los pocos restaurantes que había. No sabíamos cuál escoger. Hasta que lo vimos. Y vimos el nombre en el toldo: Madame Butterfly. Había otras terrazas más alegres, con más gente, pero nos gustó ese. El que estaba vacío. Más que gustar, fue ese instinto que tengo de salvar todo lo que creo en peligro. Y Madame Butterfly estaba en peligro. Su dueño, al que pronto pusimos de nombre Gary Cooper por el parecido tan asombroso, la misma belleza, la misma elegancia, se acercó a atendernos. Escogí la mesa más cerca del paseo. Ensalada griega y brocheta de pollo. Día dos: ensalada griega y brocheta de pollo. Día tres: ensalada griega y brocheta de pollo…
Todos los días, después de la playa de piedras, íbamos al Madame Butterfly. Durante una semana nos sentábamos en la primera mesa y durante toda la cena, poníamos cara de estar comiendo uno de los manjares más deliciosos del mundo. Cada vez que veíamos pasar a algún turista despistado buscando dónde cenar, yo sonreía, reía y decía «ummmm, ¡está delicioso!» Y así, todas las cenas. No sé si Gary Cooper se daba cuenta de que con esa ensalada y esa brocheta queríamos salvarle. Queríamos salvar su ópera. La última noche recogió los platos vacíos de la mesa pero no trajo la cuenta. Trajo un plato de sandía. La sandía más triste en una isla preciosa del Dodecaneso.
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