Mayéutica

«Me llamo Guadalupe y soy mujer.»»Hola, me llamo Guadalupe y soy feminista».»Hola, me llamo Guadalupe y no soy feminista».»Hola, me llamo Guadalupe y quiero mis derechos pero no quiero entrar en una guerra con nadie. Ni con mujeres, ni con hombres.»
Y podría seguir presentándome de diferentes formas, pero sobre todo, quiero decir que soy Guadalupe y que quiero dar mi opinión, sin miedo. Y lo he tenido por primera vez, en las redes sociales, cuando mi opinión difiere de la gran mayoría.
Antes de las redes sociales, la daba en conversaciones con amigos. Recuerdo que desde jovencita, rodeada de hombres (niños o jóvenes en aquel momento), y posteriormente con las que elegí como amigas, siempre había una frase: «es que eres como un tío», «es que son igual que los tíos». Me paro a pensar qué significaba eso y no significaba otra cosa que: siempre fui libre, fuimos libres. Fuimos libres de vestir como queríamos. Fuimos libres de divertirnos como queríamos.Libres de hablar como queríamos y de opinar como nos diese la gana. Tan libres como lo eran nuestros amigos, los «tíos». Y las únicas que intentaron alguna vez coartar nuestra libertad, siempre fueron mujeres.
¿Éramos feministas? No lo sé. Lo que sí sé es que el movimiento feminista, el movimiento feminista gestado en el siglo XX y que sigue en la actualidad, matizo, algunos movimientos feministas (porque creo que ya no se puede hablar de un movimiento único), el feminismo de género, ese, no me representa. Una postura ideológica que incide solo en lo que reprime, discrimina o separa. No me siento cautiva de un sistema de injusticia y opresión.
¿Éramos «feministas de igualdad»? Sí. Lo somos. Luchamos, no, creemos y buscamos la igualdad moral, legal de hombres y mujeres. La dignidad, igualdad de oportunidades y libertad personal. La equidad.
Decía que antes daba mi opinión libremente en una mesa rodeada de amigos. Ahora, las opiniones se dan en las redes sociales. Redes sociales que pretenden parecerse, entendiendo la distancia, al gymnasium de Sócrates, al liceo de Aristóteles o a la academia de Platón. Y entendiendo también, que no somos filósofos, ni alumnos ansiosos de sabiduría. Más bien, en estas ágoras improvisadas, hay muchos sofistas que, como ellos, no pretenden enseñar la verdad pues, como ellos, no creen en ella, sino en el arte de la persuasión, de la apariencia que confiere autoridad y resulta útil para acceder al poder en una sociedad democrática como lo era la ateniense del siglo V a.C. y como lo es la nuestra. Un «no hay saber, sino un opinar«.
Las redes sociales han dado paso a la posibilidad de que cualquier persona «pueda ser libre» de verter cualquier opinión. Y esto se anunciaba como la gran ventaja frente a los medios de comunicación tradicionales que, estando en manos de los grupos de poder, controlan y manipulan la información. Ya no hay un «discurso único». Pero como decía, estas redes sociales se han llenado de sofistas que, al igual que ellos (valga la redundancia), son capaces de hacer fuerte el argumento más débil. Fuerza que se mide con el número de «me gusta», «me encanta» y retwiteos. Fuerza que también ha llevado aparejada, que los que captan menos «me gusta» porque sus opiniones no son afines con las de esta mayoría, vean coartada su libertad para pronunciarse en un sentido u otro y que, en muchas ocasiones, omitan hacerlo, por miedo al aislamiento o a la crítica que suele ser feroz.
No. No soy feminista de género. Tampoco soy sofista. Si quisiera etiquetarme, además de decir que soy Guadalupe, mujer (esta matización la hago porque Guadalupe es un nombre con género neutro), y feminista de la igualdad, diría que soy socrática. Que me encanta el enfrentamiento dialéctico. Que solo a través del diálogo racional en condiciones de simetría me siento libre de dar mi opinión. Que siguiendo la mayéutica de Sócrates, preguntando y preguntándome, contestando y volviendo a preguntar sobre la respuesta, contradiciéndome y afirmándome, he intentado liberarme de prejuicios. Que mis opiniones pueden ser acertadas o no, pero de lo que sí estoy segura es que para llegar a ellas he partido de la aceptación de mi ignorancia. Que todavía no sé si he llegado a mi alétheia, mi verdad, pero que sigo aprendiendo. Dialogando. Y libre.

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