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La amputación de las circunstancias

 

Según el antropólogo James Davies en su libro Sedados, el concepto y abordaje de la salud mental ha cambiado con la finalidad de satisfacer las exigencias del mercado. El sufrimiento ha sido mercantilizado, despojándolo de su significado y sentido. Así, el malestar ya no es cultural; no llama a la transformación, sino a la adaptación obediente. Este cambio de enfoque paradójicamente conduce a un notable empeoramiento del malestar. Básicamente el giro consiste en la creación de un nuevo tipo ideal: “una persona resiliente, optimista, individualista y, sobre todo, económicamente productiva» (James Davies). Es el tipo de sujeto que necesita la economía hoy. Como consecuencia, continua el autor, el abordaje de la salud mental también se ha modificado radicalmente, para así satisfacer las exigencias del mercado. En este nuevo enfoque el sufrimiento es achacado a unas mentes defectuosas que nada tienen que ver con las condiciones sociales, políticas, económicas y laborales. Será el nuevo mal a combatir y como consecuencia, la atención psicosanitaria se centra en la sedación, produciéndose un exceso de medicación.  Y además, en tanto que mercancía, será la motivación de muchas industrias (cosmética, nutrición, deporte, autoayuda…). Se inicia así desde 1980 aproximadamente un lavado de cerebro ideológico contrario a conclusiones de numerosos trabajos científicos: cuanta más medicación, mayor es el empeoramiento confirma el antropólogo Davies.

En este nuevo paradigma sociosanitario, el endeudamiento fruto del consumismo y la sobremedicación resultan ser soluciones cortoplacistas que encubren y enmascaran problemas estructurales profundos, que a largo plazo han generado más problemas de los que supuestamente debían resolver.

Dicha ideología mitológica expandida en gran medida por la industria sociosanitaria cimentada sobre la psicología positiva fundamentalmente, consiste en culpar al individuo de todos los males, promocionando su rol de chivo expiatorio, enmascarando así el gran malestar social generado por el neocapitalismo. De la famosa frase del filósofo Ortega y Gasset, se han extirpado las circunstancias y nos hemos quedado con el narcisismo vulnerable del «Yo soy yo». La culpa es del individuo y de su biología alterada por sus propios pensamientos. Estas «irregularidades» individuales son el origen y la causa de la deficiente salud mental. El mundo feliz que prometían el consumo y la farmacopea va desembocando en el abismo de la infelicidad, el aburrimiento, la depresión y la abulia, combinado todo ello con un relajamiento moral que desemboca en la perversión. Todo ello exime de responsabilidades a aquellas elites neoliberales que con sus medidas salvadoras deshumanizan y despolitizan al individuo, hoy objetivado y cosificado. Una ideología que, empecinadamente, se obstina «en reformular como dolencias, enfermedades o riesgos personales los problemas derivados de las penurias sociales neocapitalistas» (James Davies).

Dicho lavado de cerebro ha tenido tal calado que ha modificado la psique en todas sus dimensiones. La idea general vehiculada a través de las instituciones sociales es que una gestión emocional eficaz permitirá obtener el mejor rendimiento académico, laboral y científico, lo que se traducirá en rentabilidad económica gracias a la eficacia y competitividad.

Pero lo que constatamos en la realidad clínica es una involución psíquica; formas de patología regresivas como la depresión y el narcisismo, constatables fácilmente en comportamientos y actitudes visibles como la baja tolerancia a la frustración, el déficit de atención, la hiperactividad, la impulsividad, el déficit en el control de los impulsos, los pasajes al acto, la falta de empatía, el desapego…

Un individuo que a nivel laboral está descontento como consecuencia de la precarización, somatiza dicho malestar en toda clase de nuevos síndromes como el del quemado lo que genera numerosas bajas directamente relacionadas con el aumento de horas trabajadas, horas extraordinarias no remuneradas, ausencia de derechos, pérdida del poder adquisitivo, sobrecarga laboral compuesta de una serie interminable de metatrabajos que hacen perder de vista el sentido. La racionalidad economicista neoliberal, bajo este prisma, se vislumbra como un cúmulo de despropósitos sin sentido, cuyo resultado es la locura global reflejada en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM), en vertiginoso aumento (370 trastornos psiquiátricos basados en criterios acordados por votación de un grupo reducido de psiquiatras, en su mayoría -21 de 29- vinculados económicamente con la industria farmacéutica, incide James Davies). Por mucho que se expandan los servicios psicológicos a la atención primaria (un total de veinte psicólogos en las Islas Canarias), mientras no se hagan profundos cambios estructurales, la locura como solución al sinsentido economicista parece ser la única alternativa.

Por lo tanto se puede deducir que, de cara a mejorar la salud mental de la ciudadanía, conviene cuestionar normas y leyes, cada vez más numerosas y controladoras, que respaldan las ya manidas prácticas económicas neoliberales realmente locas, absurdas, violentas, enajenantes y desprovistas de sentido común: la irracionalidad en su más pura expresión. Mientras, el malestar en la cultura seguirá su curso. La realidad siempre acaba por imponerse por mucho negacionismo que intente inocularse con la ideología de la felicidad. Hasta entonces, la cultura del estoicismo que plantea el nuevo enfoque de la salud mental y su cháchara cientifista, no será sino un parche más que generará más problemas que soluciones. Quizás las auténticas revoluciones estén representadas actualmente por los botellones, los suicidios y las múltiples formas de violencia; una rebeldía amorfa y apolítica fruto del hastío y la desesperanza de una angosta esclavitud libre, voluntaria y consentida. Esta nueva filosofía del imperativo de vivir feliz, genera la despolitización de las raíces institucionales sociales y económicas que, a través de programas de intervención psicológica tan variopinta como ecléctica, intenta controlar el malestar. Su divulgación se desarrolla a través de toda una panoplia de programas y formaciones, verdaderos instrumentos políticos de (sobre)adaptación, eliminando así cualquier posibilidad de denuncia social. El mensaje es claro: somos los individuos, aislados del contexto y de las circunstancias, los causantes de nuestros problemas de salud mental fabricados por nuestros pensamientos y nuestras creencias.  Se trata entonces de modificar cognitiva y conductualmente las aflicciones y el sufrimiento, imponiendo una felicidad prêt-à-porter y tratando así de «eludir cualquier reflexión crítica sobre las dinámicas que configuran el mercado» (James Davies). Una de sus consecuencias es que se patologiza cualquier forma de disidencia o crítica a la ideología resiliente y de autoayuda, divulgada por gurús que venden el reinventarse y el autodesarrollo personal: «Usted puede si cree que puede» (Louise Hay). Y si no puede, es porque no quiere lo suficiente o le falta emprendeduría o necesita empoderarse. Tenemos la modalidad terapéutica grupal, ya sea en forma de terapia, de masterclass, de talleres, de convivencias … para así rentabilizar aún más el sufrimiento humano.

Lo más triste de todo es que prácticamente el abordaje de la salud mental ya sea farmacológico, en forma de coaching, formato terapia positiva o conductual o de autoayuda, no solo no ha podido demostrar su eficacia (en general por falta de estudios), sino que lo que se ha probado además es su iatrogenia. En otras palabras, estas terapéuticas hacen más mal que bien, puesto que no solo se han patologizado, cronificado y estigmatizado una multitud de síntomas del sufrimiento debido al malestar social creado, sino que además ha empeorado la salud mental de la población (James Davies). En cuanto a la medicalización, “Hay una absoluta falta de pruebas de su eficacia” nos dirá el autor. Se están tratando problemas claramente sociales derivados de políticas economicistas de manera psicológica. No son problemas psicológicos, son problemas psicosociales, es decir que afectan a la psique por la imposibilidad de acción y, en consecuencia, de gestión. El individuo no puede (so)portar sobre sus espaldas cargas que no son suyas y que en consecuencia no le corresponden.

Muchas y muchos pacientes acuden a consulta psicológica con problemas sociales derivados de la economización global de las relaciones personales y laborales. En muchos de esos casos, no son problemas estricta y rigurosamente psicológicos. Son consecuencias de las circunstancias. Como mucho, se podría calificarlos de problemas psicosociales, pero cuya solución en cualquier caso requeriría un cambio cualitativo de orden estructural, organizativo, político y económico. Así, muchos de los problemas que llegan a consulta tienen que ver con las no-relaciones, con la mercantilización y sexualización de las relaciones, con la imposibilidad de conciliar vida personal y laboral, con la sobrexplotación, con la enorme insatisfacción y el sinsentido laboral, con la falta de futuro y con la sobrecarga laboral. Malestares de origen social derivados de una economía y una política deshumanizantes. Poco se puede hacer al respecto salvo desmitificar, psicoeducar y paliar. Para muestra un botón. El otro día me llega un paciente con un malestar ansioso-depresivo porque su nuevo jefe no le deja cogerse las vacaciones acumuladas que por derecho le corresponden. La consecuencia ansiógena es no poder ver a sus padres aquejados ambos de enfermedades graves por las cuales uno de ellos podría fallecer en breve. Me resulta difícil entender cómo esta medida podría mejorar su motivación, rendimiento, eficacia y competitividad. Para más inri, este trabajador deberá hacer además de su trabajo que ya le desborda, el de su jefe que sí se permite ir de vacaciones. Ya el trabajador viene quejándose de desmotivación y cansancio extremo, al borde del burn out. En breve se verá obligado a coger una baja laboral pagada con nuestros impuestos y no por la empresa causante. No puede más; no tiene más vida que el trabajo al que viene dedicándole más de 12 horas diarias durante varios meses. Derivados de esta situación laboral, está teniendo problemas de salud física y emocional además de problemas de pareja y familiares.

El clima social y económico más general del capitalismo reciente ha permitido la expansión sin trabas de esta gestión altamente medicalizada, mercantilizada y politizada de nuestro sufrimiento emocional, a pesar de sus evidentes fracasos” (James Davies). Los resultados de numerosas investigaciones en el ámbito de la salud mental concluyen con un importante empeoramiento que se refleja en las cifras de suicidio, en las incapacitaciones, en las bajas, en el consumo de psicofármacos, en una mayor dependencia de la asistencia médica… Los resultados en el ámbito de la salud están muy rezagados con respecto a los logros en otros campos de la misma. A pesar del estrepitoso fracaso más que demostrado, paradójicamente se ha producido una expansión de esta forma de abordar la salud mental. Para entender esta irracionalidad, es imprescindible “considerar el entramado político y económico más amplio que ha hecho posible que una determinada ideología sobre el sufrimiento humano haya llegado a dominar nuestras vidas en el curso de los últimos treinta años” (James Davies).

 

 

 

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La privatización del estrés

 

La privatización es un mecanismo existente en economía mediante el cual una actividad deja de formar parte del ámbito público y pasa a manos de organizaciones privadas. Se trata de un proceso de conversión de activos de propiedad gubernamental a activos de propiedad privada. Teóricamente el objetivo es optimizar, en el sentido de hacer la actividad más competente, reduciendo costes y ampliando los beneficios.

El proceso de flexibilización laboral del personal empleado ha significado una precarización de la vida, reduciéndola a un servilismo próximo al de la esclavitud. La famosa “ética del trabajo” del capitalismo neoliberal, nos lo recuerda la filósofa Josefa Ros Velasco, es simplemente un eufemismo para referirse a una “amable y consentida explotación de los individuos mediante relaciones económicas en las que se intercambia un salario por fuerza de trabajo”. Aunque en estos últimos tiempos en los que vivimos, se ha producido un giro de tuerca más a la ya pervertida y totalitaria mentalidad mercantilista hasta llegar la autoexplotación. Tesis perfectamente bien desarrollada por otro filósofo contemporáneo Byung-Chul Han en su obra La sociedad del cansancio. Este filósofo coreano habla de una nueva subjetividad: “el sujeto del rendimiento”. Un emprendedor de sí mismo, preso de un infinito cansancio más conocido vulgarmente como síndrome del quemado o síndrome de desgaste ocupacional.

La privatización ha ido desregulando no solo la vida social sino también la laboral, erradicando los derechos, pero aumentando los deberes, las responsabilidades, las cuales han sido proyectadas al interior del individuo y la burocracia. La precarización de la vida laboral se ha hecho sentir en la dificultad para establecer rutinas. El trabajo puede empezar y terminar en cualquier momento. La responsabilidad de crear oportunidades laborales recae en la figura del trabajador, el cual debe estar en permanente estado de alerta. A esa sobrecarga laboral, tenemos que añadir las obligaciones materiales que nos ha traído la tecnocracia con sus numerosos imperativos, entre los cuales destacamos la exposición a estímulos continuados, unas redes sociales que hay que constantemente nutrir, una sobreexposición a la información hasta saturarnos y finalmente, un narcisismo creciente que nos aísla aún más si cabe. De toda esta situación se derivan múltiples formas de estrés, en gran parte debido al incremento masivo de la presión administrativa. El trabajo de hoy implica múltiples metatrabajos como el de la auditoria, la confección de registros, el inventario de objetivos y metas, así como la educación permanente o desarrollo profesional continuo. El teólogo inglés Philip Blond afirma que “la metodología de mercado genera una costosa y enorme burocracia de contadores, examinadores, inspectores, asesores y auditores, todos preocupados por garantizar calidad y ejercer control”. La precarización laboral se refleja en la desaparición de lugares y horarios de trabajo. En palabras del filósofo Mark Fisher “el trabajo nunca se termina y el trabajador debe estar siempre disponible”. Permanecer en una constante ocupación, y en consecuencia preocupación, se ha normalizado, imponiéndonos así además de la sobrecarga mental, la responsabilidad, por supuesto individual, de gestionarla. Efectivamente, hoy todo es culpa única y exclusivamente del individuo. Un ser lleno de positividad y potencial al servicio de un aumento infinito de la productividad, la eficacia y el rendimiento. En este contexto, la gente trabajadora trabaja más tiempo, más duramente por menos salario y en condiciones deterioradas, para rescates financieros de crisis gestionadas por una élite que está constantemente tramando el fin de lo público. Además, se nos ha persuadido para aceptar este deterioro de las condiciones laborales como un proceso natural, poniendo el foco del estrés dentro del individuo (ya sea en su química cerebral, ya sea en su historia personal y familiar). De esta forma la privatización del estrés se ha convertido en una de las dimensiones aceptadas a priori en un mundo despolitizado. Esta privatización del estrés, es decir, esta culpabilización del estrés causado por esta forma impuesta de gerencialismo, enferma a la gente que aún trabaja, necesitando así toda una panoplia de fármacos vendidos por la industria farmacéutica con la finalidad reponer. De esta forma las causas sociales y políticas del estrés generado por este sistema quedan ocultas bajo un descontento individualizado e interiorizado, aunque mitigado también por la ideología de la positividad y la tiranía de la felicidad además del consumismo.

La despolitización del estrés a través la psiquiatría y la psicología, generando toda una filosofía de autoayuda por la cual, los individuos son los amos de sus propios destinos. Ese pensamiento mágico supersticioso según el cual la pobreza, la falta de oportunidades o el desempleo son culpa de los individuos y no de las estructuras económicas, sociales y culturales desarrolladas en este siglo. Esta estrategia de manipulación conocida como responsabilización o “voluntarismo mágico”, consiste en una ideología dominante según la que cada sujeto puede ser lo que quiera: “querer es poder”. Gracias al asesoramiento (pseudo)terapéutico de gurús «influencers», las personas individualmente (creen que) pueden cambiar sus mundos y así evitar o subvertir el estrés. Puesto que es el individuo el que crea las oportunidades y las condiciones laborales. Es él quien libremente se somete al nuevo imperativo emprendedor.

El nuevo malestar en la cultura se manifiesta en patologías de corte narcisista, fruto de la competitividad, la intolerancia a la frustración y la omnipotencia de la ideología del “yes, you can” (tú puedes) tan proclamada por el positivismo psicologicista, facilitando así las descompensaciones de fragilidades egóticas. Asistimos, como lo señala la psiquiatra francesa Marie France Hirigoyen en su ensayo Les Narcisse, a un aumento de las patologías narcisistas fruto de una permisividad tanto en la educación como en los procesos de socialización, gracias a la cual se crean sujetos para obedecer, conforme a las nuevas normas sociales dominantes, cada vez más perversas y amorales. Tal y como nos lo subraya Byung-Chul Han en su ensayo La sociedad del cansancio, lo que realmente enferma es el imperativo del rendimiento “como nuevo mandato de la sociedad del trabajo tardomoderna”.

Los costes psíquicos y el deterioro de la salud mental se hacen omnipresentes. Como nos lo subraya la filósofa Velasco, existe una más que demostrada relación directa entre estrés personal y opresión social. Hablamos de padecimientos y enfermedades mentales como las depresiones, la ansiedad, el vacío existencial, las adicciones y la falta de sentido, entre otras. Son problemas auténticamente sociales que se han psicologizado, es decir, se han individualizado y la responsabilidad social ha sido colocada en el interior de cada sujeto.

Uno de los sectores en donde esta realidad se refleja con más contundencia es en el profesorado. La transformación de la educación según “los parámetros dictados por intereses económicos internacionales”, ha conducido a una “escuela-empresa”, convirtiendo la educación en un negocio. Para el profesorado, dicho cambio está significando un aumento de presión y de horas de trabajo, siguiendo así esa nueva gestión empresarial basada en el emprendimiento, en connivencia con la burda psicología positiva o el coaching. De esta manera, el éxito ahora recae sobre el profesorado quien, entre la burocracia y el espectáculo, deambula de proyecto en proyecto y de objetivo en objetivo. El resultado es una cantidad ingente de bajas por depresión, ansiedad, síndrome del quemado y otras variantes.

Otro sector altamente estresado que acude a consulta con frecuencia por “problemas laborales” tiene que ver con la banca. La desmesura de los objetivos y las tareas pone entre las cuerdas a trabajadores y trabajadoras, resultando imposible “cubrir el expediente”.

Esta nueva forma de “management” interiorizada además de generalizada perfila una nueva forma de sumisión, libremente coaccionada, de la masa trabajadora. Así, el fundamento del sujeto del rendimiento es la multitarea, generando patologías relacionadas con el déficit de atención, la hiperactividad, la depresión y la ansiedad. Podemos así concluir que la privatización del estrés es un sistema perfecto en cuanto a su eficiencia, ya que ha conseguido imponerse globalmente aunque genere el daño colateral de enfermar a la población trabajadora.

 

 

 

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Estilos de apego: formas diferentes de amar

 

Cansada de tanta confusión con respecto al tema de los apegos, me propongo aclarar y desmitificar ciertas afirmaciones que no tienen base científica y que conciernen al apego o el desapego en su defecto.

La primera idea que verteré en este documento procedente de la teoría del apego, es que el apego es sano. Dicha teoría se basa en el principio genético de la intimidad en las relaciones. Es decir, que el apego es una necesidad que se inscribe en nuestro código genético. No se trata de un capricho ni de una cuestión educacional o cultural. Según numerosos trabajos, el apego es algo que concierne al ser humano. Como nos lo recuerdan el neurólogo y psiquiatra Amir Levine y la psicóloga Rachel Hellen su libro Maneras de amar, “Estamos hechos para depender de una figura significativa”.

El psicoanalista inglés John Bowlby fue pionero en este tema del apego, y entre otras tesis, plantea que la selección natural favorece a las personas que crean vínculos de apego. Es más, que los individuos que confían solo en sí mismos y que carecen de personas significativas, evolutivamente hablando tenían mayores probabilidades de acabar siendo presas. Y vice-versa.

La necesidad de vincularse es tan importante que el cerebro posee un mecanismo biológico específico para este fin y se llama sistema de apego. Que son todo un conjunto de conductas y emociones que garantizan seguridad y protección, tanto y en cuanto permanezcamos junto a las personas queridas. Así pues, el apego forma parte de nuestra condición humana.

Uno de los principios básicos de la teoría del apego es que las personas somos dependientes en tanto en cuanto sus necesidades no son satisfechas. Y, por el contrario, cuando éstas son atendidas, es entonces cuando el ser humano puede desviar el foco de su atención hacia otros menesteres. Lo que se denomina la “paradoja de la dependencia”, que es: “cuanto más eficiente es la dependencia mutua de dos personas, más independientes y audaces se vuelven éstas”. En otras palabras, la dependencia, lejos de ser patológica, es sana. Pero vivimos inmersos en una cultura en donde se desdeña, ridiculiza, menosprecia y patologiza las necesidades básicas de intimidad, proximidad y dependencia por una obsesiva independencia y un obstinado desapego que genera muchísimo malestar porque en realidad es del orden de lo inhumano. Bowlby fue quien observó que los infantes, aún teniendo las necesidades nutricionales cubiertas, si carecían de figuras de apego, no se desarrollaban con normalidad, padeciendo retrasos físicos, intelectuales, emocionales y sociales. El psicoanalista René Spitz bautizó como “síndrome de hospitalismo” la depresión anaclítica propia de infantes en hospitales que, a pesar de recibir una atención dietética e higiénica, caían en un estado de aletargamiento, estupor y apatía pudiendo llegar hasta morir por privación de la afectividad materna.

La verdad biológica nos indica que la vinculación afectiva conforma una unidad que trasciende lo individual y subjetivo, que incluso puede ayudar a regular la presión sanguínea, el pulso, la respiración y los niveles hormonales en sangre, entre otras variables. En este sentido, “la dependencia es un hecho; no una opción o preferencia”.

La teoría del apego nos ayuda igualmente a comprender fenómenos como las rupturas amorosas, la infidelidad, entre otros, así como reacciones de protesta o activación del sistema de apego como la ansiedad de separación que tantos problemas psicológicos suelen generar. Porque, el apego infantil sienta las bases de lo que será el apego en la persona adulta. La necesidad de apego no es exclusiva de la infancia, sino que como Bowlby sostuvo “el apego constituye parte integrante de la conducta humana a lo largo de toda la vida”. Hay investigaciones centradas en los mecanismos por los cuales las relaciones íntimas y las redes sociales[1] amplias regulan nuestras reacciones emocionales. La cercanía física beneficia biológicamente al ser humano. La necesidad de compartir la vida con personas especiales y figuras de apego está grabada en los genes y nada tiene que ver con el amor propio o la autorealización. Una vez que mantenemos relaciones íntimas con personas, ya hay dependencia. Siempre la hay. Es una condición sine qua non. Paradójicamente, si queremos personas sanas, fuertes emocional y psicológicamente, debemos cultivar la dependencia, los vínculos y formas seguras de apego. Seremos más independientes cuanto mayor seguridad nos otorguen unas buenas y sanas relaciones de dependencia. La psicóloga estadounidense Mary Ainsworth nos recuerda que necesitamos una buena base de seguridad, esto es, un sentimiento de tranquilidad infundido por el sabernos respaldadas[2] por alguien confiable en caso de necesidad. La falta de una base segura de apego genera dificultades diversas como el desapego, la ansiedad, la depresión, una falta de sentido, el sentimiento de vacuidad…

Ahora bien, no todas las personas tienen la misma necesidad de intimidad ni la misma manera de vincularse. La manera de apegarse puede variar en una misma persona según los diferentes vínculos que establezca. Hay muchos factores que pueden influir en ello. Pero en lo que en general coincide la mayor parte de personas dedicadas a la investigación en estos dominios es la existencia de tres estilos de apego que condicionarán las relaciones afectivas: el estilo seguro, el ansioso y el evitante. En líneas generales, las personas con estilo de apego seguro se sienten a gusto en situaciones íntimas, siendo en general cálidas y cariñosas. Las personas con estilo de apego ansioso, anhelan la intimidad y tienden a obsesionarse con las relaciones y están en alerta ante cualquier señal que ponga en duda la correspondencia en el amor. Las personas con estilo de apego evitante, suelen ver la intimidad en términos de pérdida de la autonomía e independencia y por ello se esfuerzan en evitar el acercamiento. Cada estilo de apego tiene una forma diferente de concebir la intimidad, los conflictos, las relaciones sexuales, la comunicación y las expectativas, entre otras variables.

Cuando las necesidades básicas de apego no son atendidas, se experimenta una sensación crónica de inquietud, así como un estado de alerta que nos altera. Tener relaciones con personas incapaces de ofrecer una base segura de apego, reduce el bienestar emocional además de perjudicar la salud física y psíquica. Por ello en general, conviene relacionarse con personas con un estilo de apego similar. Los estilos ansioso y seguro combinan bastante bien, ya que las personas seguras proporcionan una base segura de apego que apacigua el estilo ansioso. En terapia de pareja es frecuente encontrar personas con estilos de apego incompatibles como el ansioso-evitante. En personas con estos estilos, la conflictividad relacional con la consecuente separación está garantizada.

 

 

 

[1] Este término no se refiere al mundo digital sino a la red física de apoyo social

[2] Las personas