Totalitarismo y tecnología
La tecnología tal y como se ha venido desarrollando y utilizando, nos hace retroceder a la sociedad de vigilancia descrita por el filósofo, historiador, sociólogo y psicólogo francés Jean Michel Foucault. Se trata de una sociedad dominada por un poder panóptico, de tipo tecnológico, en el cual “el control es total, pero no es sancionador o violento, sino uno que observa, que clasifica, que ordena y que, sobre todo, acaba siendo un poder amado” nos dirá el filósofo español Joan Carles Melich, en su ensayo La fragilidad del mundo. No obstante, en China sí lo es. Dicha colonización tecnológica, políticamente hablando, va tomando forma de un totalitarismo. En otras palabras, estamos asistiendo a una regresión totalitaria derivada de la tecnología.
Por partes.
El panóptico es un tipo de arquitectura carcelaria ideada por el filósofo y jurista inglés Jeremy Bentham en el siglo XVIII. Desde dicha estructura, se trataba de observar a todos los prisioneros sin que estos se supieran observados. El filósofo e historiador Michel Foucault ve en esta estructura toda una metáfora de una técnica de observación que trasciende prácticamente a todas las estructuras sociales del ser humano: escuela, fábrica, hospital, cuartel… Se trata de una manera de funcionar que consiste en ver sin ser visto. Una estrategia de vigilancia, poder y control que también se conoce como panoptismo. En este modelo disciplinario moderno, el poder no tiene rostro. Y los dos fundamentos de dicha estrategia son la imagen y la luz. Ahí tenemos las cámaras y los satélites. Las nuevas tecnologías de la información se convierten en complejos y poderosos aparatos de vigilancia panóptica nos dice Reginald Whitaker en su ensayo El fin de la privacidad. Y todo ello orientado hacia el comportamiento humano. De esta manera, se conforma un nuevo modelo de Estado: un Estado, por así decirlo, mundial con sus redes de inteligencia, de policía… para controlar la sociedad. Un Estado de vigilancia cuya mirada panóptica cobra fuerza desde comienzos de este milenio, particularmente a partir del 11 de septiembre del 2001. Para el crítico y ensayista húngaro Fölényu Làszló, el panóptico representa el “símbolo de la estructura de poder en la era moderna”.
Ahora bien, se trata de una estrategia de poder que requiere un sometimiento voluntario. Está voluntariedad va más allá. No se trata solamente de someterse sin ofrecer resistencia, sin la necesidad de un guardián. Sino que se trata de querer, de amar, de gozar y de placer: “la tecnología ha conseguido la complicidad extrema de sus súbditos: el goce y el amor al sistema” (Melich, ). No se obedece por miedo al castigo, sino que se acepta gustosa y placenteramente la vigilancia no ya por coacción, sino por convencimiento interno: “es lo que hay”, “ya todo funciona así”. Frases como estas las escuchamos desde el minuto en que realizamos la más mínima crítica. La gente está encantada de pagar desde los teléfonos inteligentes, de monitorear su casa al ritmo de la roomba o de la conga (nombres de tipos de bailes caribeños a maquinas), de monitorear sus pulsaciones o su sueño con un reloj y toda clase de aparatos, de realizar operaciones bancarias desde aplicaciones, de comprar online… La gente se comporta con la tecnología como un niño con juguete nuevo. Está encantada, seducida… y contagia esta nueva mentalidad que simboliza progreso, anestesiada de toda mirada crítica. Obedecemos por amor. Y como bien lo explica Joan Carles Melich, “Para que un sistema totalitario funcione sin obtener ningún tipo de oposición es necesario el amor”. En las formas políticas más clásicas descritas por Michel Foucault, se obedecía por coacción; por miedo al castigo. Pero ya hoy en día, con las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial, se obedece por placer además de por amor. La gente está encantada de ser vigilada, condicionada… Participa gustosamente en su propia vigilancia, porque como dicen algunos “no tengo nada que ocultar”. Agradecemos con likes a esta forma de dominación, control y vigilancia, a la cual nos sometemos con total abandono. Estamos ante “una nueva religión en la que el goce ocupa un lugar fundamental en su credo” (Mèlich, 2021).
Ya no vivimos en la sociedad del espectáculo descrita por el filósofo francés Guy Debord, en la cual las personas nos relacionamos en imágenes más que como realidades. La tecnología “es un sistema social que inaugura una forma de ser en el mundo” con unas características muy concretas entre las que destacan la utilidad y la vigilancia.
Este totalitarismo que bien podría calificarse de golpista puesto que suprime los gobiernos nacionales por los transnacionales y de manera ilegal, resulta infantilizante, a muchos niveles. A nivel lingüistico, en vez de enriquecernos, nos empobrece porque empobrece el pensamiento. Gran parte de este vuelve al pensamiento mágico propio del infante; se va perdiendo la ambiguedad y ambivalencia, propias del pensamiento humano; va apareciendo así una nueva lengua en la que se pierde el aspecto simbólico y representacional. Es como retroceder del período de las operaciones formales al período de las operaciones concretas; “Se ha eliminado la metáfora, se ha suprimido la interpretación”. Hay que ir suprimiendo las palabras “que no sean estrictamente necesarias”, en pro de una “economía del lenguaje”. Se ha vuelto una lengua “meramente sígnica, en la que todo significa solo lo que significa” (Mèlich, 2021). Ahora bien, tal y como nos lo precisaba ya hace más de un siglo el psicólogo ruso Lev Vygotsky, “sin lenguaje no hay pensamiento”. Amabas funciones se retroalimentan.
La transparencia tecnológica a la que hemos llegado es otro elemento fundamental de esta forma de totalitarismo, cuyo ideal se resume a una vida sin secretos; una vida sometida a “rituales de exposición” cuando no sobreexposición. Una vida en la que el yo privado se hace visible, la subjetividad debe textualizarse para externalizarse en los medios.
Lo peor de este panóptico digital es que los seres humanos… bueno, lo que queda de humano (que ya es poco), se creen libres, es decir, no son conscientes de su esclavitud y si lo son, han cedido su autoridad; van cediendo todos sus derechos de autoría en pro de una conexión constante… como un bebé constantemente aferrado a la teta de la que amamanta. Imposible destetar a este Narciso digital. “El sistema tecnológico impone la lógica de la exhibición total, de la afirmación sin límites, de la positividad extrema, de la desvergüenza” (Mèlich, 2021). Seguimos en el registro narcisista en el que lo digital seduce y euforiza. Un mundo en el cual los algoritmos escogen y deciden lo más conveniente para los seres humanos convertidos en bebés de teta en plena etapa del narcisismo primario; música, películas, restaurantes, compras, donde ir y viajar… La técnica ya no es un instrumento, sino toda una forma de vida (Anders, 1956). Y no podemos escudarnos en que todo dependen del uso que le demos a la técnica. No. La técnica no es neutral. La técnica nos dice cómo usarla y como aprender a convivir con ella. Y ello nos modifica. Y máxime hoy día en que no podemos desconectarnos de la tecnología. Se trata de un poder que pasa inadvertido; no se percibe como tal “opera en la penumbra” y lo peor es que está omnipresente, en todas partes. No es como un martillo o un destornillador o una excavadora; se va inscribiendo en nuestros cuerpos como una lógica simbólica, moral y política (Mèlich, 2021). “La tecnología no se usa, se vive” (Mèlich, 2021). No tenemos alternativa y por ello, Anders (2011) afirma que el mundo tecnológico es totalitario. No podemos salirnos de esa lógica. No tenemos exterioridad al sistema. No hay donde refugiarse ni exiliarse. La tecnología dibuja una nueva antropología, una nueva forma de ser y estar en el mundo, “evaluada y controlada por aplicaciones que nos orientan para que no podamos extraviarnos” (Mèlich, 2021). Y unos “expertos” que no sabemos quiénes son, pero están involucrados en la fabricación de dicha tecnología, nos han contado que esa forma de vida aumenta y mejora nuestra calidad de vida, aunque la realidad niegue constantemente esta visión “progre “y aparentemente vanguardista: este es ya el futuro que es la realidad actual y es imparable. Por no necesitar, no necesitamos ya ni memoria. Todas las respuestas nos serán dadas por la tecnología. Es la perfecta solución a todos nuestros problemas. No obstante, en este sistema totalitario digital, también está presente la alienación y la locura. El mundo real, humano, intersubjetivo desparece. Una desaparición que no se percibe como tal, sino a través del malestar psíquico general revelado no solo en antiguas formas patológicas, sino en nuevas. Cuanto mayor es el progreso tecnológico, mayor es el malestar.