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Totalitarismo y tecnología

 

La tecnología tal y como se ha venido desarrollando y utilizando, nos hace retroceder a la sociedad de vigilancia descrita por el filósofo, historiador, sociólogo y psicólogo francés Jean Michel Foucault. Se trata de una sociedad dominada por un poder panóptico, de tipo tecnológico, en el cual “el control es total, pero no es sancionador o violento, sino uno que observa, que clasifica, que ordena y que, sobre todo, acaba siendo un poder amado” nos dirá el filósofo español Joan Carles Melich, en su ensayo La fragilidad del mundo. No obstante, en China sí lo es. Dicha colonización tecnológica, políticamente hablando, va tomando forma de un totalitarismo. En otras palabras, estamos asistiendo a una regresión totalitaria derivada de la tecnología.

Por partes.

El panóptico es un tipo de arquitectura carcelaria ideada por el filósofo y jurista inglés Jeremy Bentham en el siglo XVIII. Desde dicha estructura, se trataba de observar a todos los prisioneros sin que estos se supieran observados. El filósofo e historiador Michel Foucault ve en esta estructura toda una metáfora de una técnica de observación que trasciende prácticamente a todas las estructuras sociales del ser humano: escuela, fábrica, hospital, cuartel… Se trata de una manera de funcionar que consiste en ver sin ser visto. Una estrategia de vigilancia, poder y control que también se conoce como panoptismo. En este modelo disciplinario moderno, el poder no tiene rostro. Y los dos fundamentos de dicha estrategia son la imagen y la luz. Ahí tenemos las cámaras y los satélites. Las nuevas tecnologías de la información se convierten en complejos y poderosos aparatos de vigilancia panóptica nos dice Reginald Whitaker en su ensayo El fin de la privacidad. Y todo ello orientado hacia el comportamiento humano. De esta manera, se conforma un nuevo modelo de Estado: un Estado, por así decirlo, mundial con sus redes de inteligencia, de policía… para controlar la sociedad. Un Estado de vigilancia cuya mirada panóptica cobra fuerza desde comienzos de este milenio, particularmente a partir del 11 de septiembre del 2001. Para el crítico y ensayista húngaro Fölényu Làszló, el panóptico representa el “símbolo de la estructura de poder en la era moderna”.

Ahora bien, se trata de una estrategia de poder que requiere un sometimiento voluntario. Está voluntariedad va más allá. No se trata solamente de someterse sin ofrecer resistencia, sin la necesidad de un guardián. Sino que se trata de querer, de amar, de gozar y de placer: “la tecnología ha conseguido la complicidad extrema de sus súbditos: el goce y el amor al sistema” (Melich,    ). No se obedece por miedo al castigo, sino que se acepta gustosa y placenteramente la vigilancia no ya por coacción, sino por convencimiento interno: “es lo que hay”, “ya todo funciona así”. Frases como estas las escuchamos desde el minuto en que realizamos la más mínima crítica. La gente está encantada de pagar desde los teléfonos inteligentes, de monitorear su casa al ritmo de la roomba o de la conga (nombres de tipos de bailes caribeños a maquinas), de monitorear sus pulsaciones o su sueño con un reloj y toda clase de aparatos, de realizar operaciones bancarias desde aplicaciones, de comprar online… La gente se comporta con la tecnología como un niño con juguete nuevo. Está encantada, seducida… y contagia esta nueva mentalidad que simboliza progreso, anestesiada de toda mirada crítica. Obedecemos por amor. Y como bien lo explica Joan Carles Melich, “Para que un sistema totalitario funcione sin obtener ningún tipo de oposición es necesario el amor”. En las formas políticas más clásicas descritas por Michel Foucault, se obedecía por coacción; por miedo al castigo. Pero ya hoy en día, con las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial, se obedece por placer además de por amor. La gente está encantada de ser vigilada, condicionada… Participa gustosamente en su propia vigilancia, porque como dicen algunos “no tengo nada que ocultar”. Agradecemos con likes a esta forma de dominación, control y vigilancia, a la cual nos sometemos con total abandono. Estamos ante “una nueva religión en la que el goce ocupa un lugar fundamental en su credo” (Mèlich, 2021).

Ya no vivimos en la sociedad del espectáculo descrita por el filósofo francés Guy Debord, en la cual las personas nos relacionamos en imágenes más que como realidades. La tecnología “es un sistema social que inaugura una forma de ser en el mundo” con unas características muy concretas entre las que destacan la utilidad y la vigilancia.

Este totalitarismo que bien podría calificarse de golpista puesto que suprime los gobiernos nacionales por los transnacionales y de manera ilegal, resulta infantilizante, a muchos niveles. A nivel lingüistico, en vez de enriquecernos, nos empobrece porque empobrece el pensamiento. Gran parte de este vuelve al pensamiento mágico propio del infante; se va perdiendo la ambiguedad y ambivalencia, propias del pensamiento humano; va apareciendo así una nueva lengua en la que se pierde el aspecto simbólico y representacional. Es como retroceder del período de las operaciones formales al período de las operaciones concretas; “Se ha eliminado la metáfora, se ha suprimido la interpretación”. Hay que ir suprimiendo las palabras “que no sean estrictamente necesarias”, en pro de una “economía del lenguaje”. Se ha vuelto una lengua “meramente sígnica, en la que todo significa solo lo que significa” (Mèlich, 2021). Ahora bien, tal y como nos lo precisaba ya hace más de un siglo el psicólogo ruso Lev Vygotsky, “sin lenguaje no hay pensamiento”. Amabas funciones se retroalimentan.

La transparencia tecnológica a la que hemos llegado es otro elemento fundamental de esta forma de totalitarismo, cuyo ideal se resume a una vida sin secretos; una vida sometida a “rituales de exposición” cuando no sobreexposición. Una vida en la que el yo privado se hace visible, la subjetividad debe textualizarse para externalizarse en los medios.

Lo peor de este panóptico digital es que los seres humanos… bueno, lo que queda de humano (que ya es poco), se creen libres, es decir, no son conscientes de su esclavitud y si lo son, han cedido su autoridad; van cediendo todos sus derechos de autoría en pro de una conexión constante… como un bebé constantemente aferrado a la teta de la que amamanta. Imposible destetar a este Narciso digital. “El sistema tecnológico impone la lógica de la exhibición total, de la afirmación sin límites, de la positividad extrema, de la desvergüenza” (Mèlich, 2021). Seguimos en el registro narcisista en el que lo digital seduce y euforiza. Un mundo en el cual los algoritmos escogen y deciden lo más conveniente para los seres humanos convertidos en bebés de teta en plena etapa del narcisismo primario; música, películas, restaurantes, compras, donde ir y viajar… La técnica ya no es un instrumento, sino toda una forma de vida (Anders, 1956). Y no podemos escudarnos en que todo dependen del uso que le demos a la técnica. No. La técnica no es neutral. La técnica nos dice cómo usarla y como aprender a convivir con ella. Y ello nos modifica. Y máxime hoy día en que no podemos desconectarnos de la tecnología. Se trata de un poder que pasa inadvertido; no se percibe como tal “opera en la penumbra” y lo peor es que está omnipresente, en todas partes. No es como un martillo o un destornillador o una excavadora; se va inscribiendo en nuestros cuerpos como una lógica simbólica, moral y política (Mèlich, 2021). “La tecnología no se usa, se vive” (Mèlich, 2021). No tenemos alternativa y por ello, Anders (2011) afirma que el mundo tecnológico es totalitario. No podemos salirnos de esa lógica. No tenemos exterioridad al sistema. No hay donde refugiarse ni exiliarse. La tecnología dibuja una nueva antropología, una nueva forma de ser y estar en el mundo, “evaluada y controlada por aplicaciones que nos orientan para que no podamos extraviarnos” (Mèlich, 2021). Y unos “expertos” que no sabemos quiénes son, pero están involucrados en la fabricación de dicha tecnología, nos han contado que esa forma de vida aumenta y mejora nuestra calidad de vida, aunque la realidad niegue constantemente esta visión “progre “y aparentemente vanguardista: este es ya el futuro que es la realidad actual y es imparable. Por no necesitar, no necesitamos ya ni memoria. Todas las respuestas nos serán dadas por la tecnología. Es la perfecta solución a todos nuestros problemas. No obstante, en este sistema totalitario digital, también está presente la alienación y la locura. El mundo real, humano, intersubjetivo desparece. Una desaparición que no se percibe como tal, sino a través del malestar psíquico general revelado no solo en antiguas formas patológicas, sino en nuevas. Cuanto mayor es el progreso tecnológico, mayor es el malestar.

 

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Elogio de la dependencia

 

Uno de los mayores errores actuales difundidos y vulgarizados por la industria de autoayuda, actualmente cimentada en la teología economicista, es la visión de la dependencia como una patología, algo de lo que hay que tratar de curarse. Y es que, en un entorno neoliberal de corte competitivo e individualista en el que, como dice el sociólogo Hartmut Rosa en su libro La resonanciatodo debe ser conocido, dominado, conquistado y aprovechado”, el individuo debe ser fuerte, capaz, resolutivo y como no, independiente: “El que no depende, es fuerte, aprovecha al máximo los recursos, domina y controla su entorno, coge sin pedir permiso”, afirma el psicólogo Arun Mansukhani en su libro Condenados a entendernos. En este entorno, todo aquello que suene a debilidad y a vulnerabilidad como puede ser la dependencia, la interdependencia, el apoyo mutuo o la colaboración, será rechazado. En este contexto patológico, todo otro se convierte en rival potencial, lo que trastocará nuestra relación con las demás personas, además de la relación con nosotros mismos. Como bien lo expresa el filósofo Byung-Chul Han en su libro La sociedad del cansancio, llevamos nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestras relaciones al límite. Generamos una violencia neuronal de tal calado que el agotamiento, la fatiga y la sensación de asfixia, sus manifestaciones más evidentes, se concretan en patologías como el déficit de atención, el trastorno límite de personalidad o el síndrome del cansancio o fatiga crónica, entre otras. Llevamos la teología del rendimiento hasta sus últimas consecuencias: la muerte. Entretanto, enfermamos a consecuencia de expulsar lo diferente de nuestras vidas, para así mantenernos en una asepsia narcisista: el totalitarismo de lo idéntico, de lo unívoco. Es la única manera socialmente bien admitida de evitar una violenta reacción inmunitaria. Marcuse en su libro El hombre unidimensional hablará de una estructura totalitaria subyacente a las pseudodemocracias actuales, basada en la explotación del hombre por el hombre. El psicológo Kennet Gergen hablará del yo saturado. Nos hemos convertido en un proyecto en vías de ser optimizado constantemente; somos un objeto susceptible de ser mejorado en todo momento. Establecemos relaciones instrumentales con nuestro cuerpo, nuestra mente, nuestro cerebro, nuestros semejantes. Mejorarse compulsivamente se ha convertido en nuestro proyecto personal, y para ello debemos acumular capital; capital no solo económico sino personal e incluso erótico. Siempre más: más idiomas, mejor cuerpo, mejor trabajo, mejor casa…

No obstante, la sociabilidad es nuestra naturaleza y negarla a base de individualizar, mercantilizar, competir y rivalizar nos lleva a la barbarie, a la patología, al sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte. Dependemos de las demás personas; “la dependencia interpersonal es un rasgo esencial de nuestra naturaleza” nos recuerda Arun Mansukhani.

Contrariamente a la teología política del liberalismo, la ayuda y el apoyo mutuo, ya lo decía el geógrafo y naturalista Piotr Kropotkin en su obra El apoyo mutuo, tienen una importancia enorme en la economía de la naturaleza, “para el mantenimiento de la existencia de cada especie, su conservación y su desarrollo futuro”. La famosa frase del naturalista Herbert Spenser sobre la supervivencia del más apto que posteriormente fue utilizada por Darwin como la base teórica de la selección natural, se ha traducido erróneamente como la supervivencia del más fuerte. Sin embargo, sería mucho más exacto y acorde con la naturaleza humana si tradujésemos dicha expresión como la supervivencia de la persona más sociable, de la más empática, de la más confiable; en definitiva, de la persona que mejor sepa generar confianza e interdependencia o dependencia sana. La fuerza de nuestra especie viene justamente por su dependencia. El mayor peligro para el ser humano es la independencia emocional. La dependencia es el rasgo humano por excelencia. Una persona total y autárquicamente independiente, sin empatía y con dificultades para conectar con las demás personas es realmente una persona enferma, asocial y psicópata. No olvidemos que la falta de empatía se considera uno de los criterios más importantes para determinar la salud mental.

La dependencia no es ni sana ni insana: es inevitable. Es imposible no depender. Es la paradoja humana por excelencia. Ya el filósofo André Compte-Sponville decía que “vivir es depender”.

La felicidad, el bienestar físico y mental, la longevidad y la salud depende de nuestras relaciones, de nuestra dependencia a ellas. La soledad mata de la misma manera que lo hacen adicciones como el tabaquismo o el alcoholismo. El bienestar humano no depende ni del dinero ni del éxito ni de la competitividad ni de nada que tenga que ver con la economía neoliberal. Al contrario. Si nuestra sociedad está enferma es justamente porque se nos está desnaturalizando; se nos está aislando en un individualismo deshumanizante y bárbaro. Volver a contactar con la naturaleza no consiste en abrazar árboles, hacer senderismo, comer vegetales… consiste en volver a contactar con nuestra naturaleza dependiente, cooperativa, solidaria; crear lazos afectivos sólidos; vincularnos y contactarnos; apegarnos. Generar comunidad.

La ciencia lo ha demostrado con creces. La dependencia, la fusión, la simbiosis y la cooperación son la base de la vida. Los organismos unicelulares se fusionaron para dar nacimiento a las células eucariotas que constituyen “la base de los organismos multicelulares y complejos (…) somos individuos compuestos desde el principio. La interdependencia no es la excepción, es la norma” nos lo recuerda Arun Mansukhani. “La historia de la evolución es la historia de una dependencia cooperativa”.

Tres hechos biológicos nos determinan como especie social. Uno es la reproducción sexual, la cual nos obliga a interactuar. Un segundo hecho es nuestra prematuridad.  Somos una especie altricial, es decir, debido a la inmadurez en el nacimiento y nuestra consecuente incapacidad para cuidarnos, necesitamos que otras personas cuiden de nosotras, lo que requiere la formación de vínculos paternofiliales duraderos que a su vez sentarán las bases de otros futuros vínculos. La crianza es la base de la dependencia. Bajo esta dependencia se ha ido afinando “una exquisita maquinaria bioquímica, que, basada en la oxitocina y la vasopresina”, entre otros factores, han dado lugar a esos vínculos. Por último, la cualidad gregaria del ser humano, nos ha dado la fuerza de mantenernos a salvo de otros depredadores. Nuestra debilidad nos ha empujado hacia lo grupal como forma de defensa. “Nuestra fuerza reside en el grupo, en nuestra capacidad de cooperar”. La estrategia que ha asegurado nuestra supervivencia es la sociabilidad. “Nuestra acusada sociabilidad ha sido seleccionada por la evolución”. De esta forma, “la empatía y la confianza tienen un valor de supervivencia”. Por lo tanto, abandonarla constituye una amenaza real para la supervivencia del ser humano.

Uno de los factores que amenaza directamente dicha naturaleza interdependiente es el estrés psicológico crónico. Con ello “el envejecimiento celular se acelera”.  El psicólogo Arun Mansukhani afirma que, “la mayoría de los estresores que afectan a los seres humanos son de naturaleza interpersonal”. La gente acude a las consultas psicológicas por problemas en la calidad de sus relaciones, no por cuestiones económicas o hipotecarias. La gente sufre, enferma e incluso muere por las relaciones y por el estrés generado por la dificultad para establecer relaciones sanas, tanto consigo como con las demás personas.

Que la dependencia sea un rasgo fundamental de la naturaleza humana significa que ésta tendrá diferentes manifestaciones según el período evolutivo. En otras palabras, la dependencia cambia a lo largo de la vida. La dependencia progresará desde una dependencia vertical hasta una dependencia horizontal, pasando por una fase de autonomía. En este sentido, Arun Mansukhani entiende la autonomía y la dependencia (sana) como las dos caras de una misma moneda. Para tener una dependencia sana, un individuo debe ser plenamente autónomo. Aquellas personas que no hayan podido desarrollar la capacidad para ser autónomas, están abocadas a tener relaciones insanas, bien por exceso de dependencia, bien por defecto (contradependencia). Ambas son formas inmaduras de dependencia, es decir, que en la dependencia adulta perviven aspectos de la dependencia infantil. Este tipo de relaciones adultas no llegan a ser horizontales, sino verticales, bañadas por un problema de poder. En este caso la inmadurez hace referencia a la dificultad o incapacidad de desarrollar la intimidad emocional, debido a un reparto desigual entre el poder que es ejercido mayoritariamente por una de las partes.

 

 

 

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Sobre el miedo… apuntes

 

Como nos lo recuerda el filósofo Bernat Castany Prado en su libro Una filosofía del miedo, se trata de un concepto ambivalente pues “designa tanto un sistema de conocimiento y motivación como su desarreglo generalizado”. El uno se refiere al miedo normal y el otro al miedo patológico o phobos (de donde viene la palabra fobia). Resulta tan desagradable que queremos dejar de sentirlo de una vez por todas, al igual que el dolor o la tristeza, sin comprender que todas estas emociones y sensaciones constituyen un sistema de conocimiento, puesto que nos informa de un peligro o de un problema, así como de motivación porque nos mueve a solucionar y remediar aquello que nos perjudica.

No podemos eliminar todas estas emociones y sensaciones de nuestras vidas, como promulga la filosofía estoica y la teología cristiana, entre otras orientaciones, porque simplemente estaríamos poniendo en peligro nuestra vida y nuestra supervivencia. El miedo, al igual que el dolor y la tristeza, nos permite ubicar nuestras heridas y ponerles remedio, cambiando nuestra vida y nuestra sociedad ya que “buena parte de nuestra tristeza, tiene un origen político”.

Ahora bien, la desmesura en el miedo puede volverse tan intensa que no permite ni conocer ni motivarnos para poner remedio. El miedo exacerbado, en unos casos, nos hace descarrilar, impidiendo evaluar la situación y tomar decisiones adecuadas. En otros, a pesar de haber cumplido su función informativa, se resiste a transformarse en acción y bloquea, generando ansiedad, angustia, frustración, vergüenza o depresión. El miedo nos saca fisiológicamente de nuestra ventana de tolerancia, dando un cariz traumático a una situación. El miedo nos avisa también de peligros existenciales; es realmente un aviso de que “nuestra vida ha adoptado una dirección equivocada que deberíamos abandonar”. El miedo nos intenta alejar de ese “eterno retorno” de Nietzsche; no queremos repetir esquemas; queremos alejarnos de aquello que nos hace daño.

El miedo así mismo no solo nos informa de la situación, sino que nos informa sobre quienes somos, puesto que nos quita la máscara, dejando al desnudo la realidad. También nos informa sobre las personas de nuestro entorno, sobre la pasta de la cual están hechas

La clásica reacción ante el miedo suele ser la huida. Hay varias formas de concretarse dicha reacción entre las cuales se encuentra la sumisión, la autocensura, las adicciones, las compulsiones e incluso el suicidio.

El verdadero antídoto ante el miedo es el actuar. Además de la información que éste nos da, nos exhorta a emprender una acción. Y mientras no la hagamos, el miedo permanecerá. “La acción es el único remedio contra el miedo”. Cuando el miedo es excesivo, nos confunde y nos bloquea, entrando en el terreno patológico de las fobias, de la ansiedad, de la angustia y del pánico. Se convierte en irracional; no atiende a razones. Nos distrae distorsionando la percepción. Se apodera de nuestros sentidos y así las cosas se deforman; el miedo hace “que las cosas no parezcan lo que son”. Exageramos, nos imaginamos e incluso inventamos peligros y percepciones inexistentes, disminuyendo nuestras fuerzas, convenciéndonos de que no las tenemos. Nos impide ver las relaciones causales, los fenómenos se desconectan de sus verdaderas causas, y los asociamos a causas irreales. Además, el peligro se extiende (ansiedad generalizada) progresivamente a todas las demás esferas de la vida, estrechándola, haciéndola angosta (de ahí la angustia), convirtiendo la visión en un sentido maniqueo. La atención se deforma porque además de mirar y no mirar al mismo tiempo, se vuelve hipervigilante. Se vuelve tan angosta que el mundo exterior desaparece para, en forma de bucle melancólico, tornarse hacía sí, centrándose solo en lo negativo. Toda la atención y esfuerzo queda relegada a prevenir y protegerse de aquello que da miedo. Las amenazas aumentan mientras disminuye nuestras fuerzas.

Salir de esa angostura requiere así pues “revertir la distorsión de los sentidos y recuperar el control de la atención”. Y nada mejor para ello que la acción, que nos permite fijar la atención. La acción nos baja a tierra porque “es una modalidad fundamental del conocimiento”. La acción es como una verificación empírica de nuestros sentidos, de nuestras capacidades y realidades. A través de la acción nos conocemos y conocemos a las demás personas; conocemos la realidad. “Saltar es un modo de medir la altura. Enfrentarse, la mejor técnica para calcular el impulso y la resistencia”. Si no actuamos, el miedo toma el control. “La acción, en cambio, nos pone en contacto directo con la realidad”.

El temor nos sumerge en un mar de confusiones, en un “atropello mental” que no es sino otra forma de huida. Somos incapaces de razonar de manera clara y concluyente. Desaparece la lucidez para girar obsesivamente en torno a ideas y pensamientos encadenados de manera incoherente. Así se desarrollan los pensamientos obsesivos tan inútiles como inhabilitantes.

El miedo paraliza de tal manera que no hay nunca una buena razón para salir. Cuanto más se informan las personas sobre el objeto del miedo o el miedo mismo, mayor es la indecisión. La razón asustada gira sobre si misma; entra en bucle que se retroalimenta, desembocando en el pánico. Tras semejante esfuerzo, la persona cae en esa especie de nihilismo en el que todo vale; nada tiene ni sentido ni valor y entonces “lo temo, luego existe”. Ningún fundamento, ninguna razón; la persona con miedo renuncia a saber: “se ha resignado a las razones del miedo que la razón prefiere no contemplar”. Lo irracional, fantasea y especula arrinconando la subjetividad.

Por ello en el trabajo terapéutico con el miedo, a la acción debe acompañarle la razón, que, aunque no nace de ella, si se nutre de ella (o de su falla más bien).

Otra capacidad que se ve mermada es la memoria, “sistema digestivo del conocimiento”. En este sentido, debido al temor a que algo amenazante vuelva a suceder o se vuelva a repetir, la memoria se vuelve incapaz de descomponer las percepciones y los pensamientos para así poder generalizar y extraer patrones de comportamiento. Al mismo tiempo, tampoco puede olvidar “aquellos componentes inútiles y tóxicos que podrían contaminar el espíritu. La melancolía es el reflujo del alma”. El miedo hace que en la memoria permanezcan pensamientos ofuscados. Imposible olvidar, imposible procesar lo traumático, esa herida constantemente abierta sin cicatrizar. Paradójicamente, la memoria que no olvida ciertas cosas, olvida otras en una amnesia selectiva, obviando así aspectos que sí serían necesarios y que nos permitirían extraer conocimientos, patrones con los que actuar. Falso olvido o recuerdo reprimido en el inconsciente que habrá que hacerlo consciente y por lo tanto habrá que recordar, si queremos transformarlo. Porque en el caso del temor, la memoria no solo hace referencia al pasado sino al futuro: la profecía autorrealizadora. En este caso, el miedo hace actuar a la persona como si ya ha sucedido aquello que teme. Se anticipa al futuro en términos proféticos y adivinatorios. “La memoria asustada establece asociaciones extrañas y falaces que acaban formando una tela de araña extremadamente compleja y sensible”.

La imaginación, esa facultad cognitiva específicamente humana, de crear imágenes o escenas que no están en el campo perceptivo en el momento, también se ve seriamente afectada por el miedo. Como el filósofo griego Aristóteles lo subraya, “el miedo es una aflicción o desbarajuste de la imaginación que se produce cuando está a punto de sobrevenir un mal destructivo o aflictivo”. La imaginación inventa y crea nuevos miedos, formándose así el miedo a tener miedo, lo que nos llevará directamente al pánico. Mas sin embargo, al utilizar la técnica de exasperar el miedo hasta el absurdo, restauramos el daño generado a nuestra facultad creativa, sabiendo a ciencia cierta que la mayoría de los peligros imaginados nunca sucederán. Así pues, la imaginación, bajo el hechizo mágico del miedo, se volverá catastrofista, confundiendo así la posibilidad con la probabilidad. Pero una cosa es ponerse en lo peor y otra muy distinta confundir lo imaginado con la realidad o suplantarla. La imaginación en este caso parece anticiparse en ese falaz intento de controlar el futuro, prediciendo así un sinfín de situaciones que nunca sucederán. La realidad se sobreinterpreta, hasta malinterpretarse. Especula generando cosmovisiones alucinatorias que hacen del mundo un lugar tan hostil como impredecible, inseguro, peligroso, indefenso, cruel, absurdo o indigno. No obstante, mientras estas cosmovisiones se forjan en la mente de la persona aterrorizada, la salud mental y física se deteriora rápidamente, segregando toda una serie de hormonas para hacer frente a tanto estrés. “creamos y creemos nuestras propias sugestiones (…) nadie nos devolverá lo que sufrimos en vano”.  Males imaginarios como el miedo, la ansiedad y la angustia enferman nuestro imaginario, generando sentimientos de impotencia, indefensión y descontrol.

Estos malestares son tan individuales como sociales. Así se forman y conforman toda una serie de dogmas, infligiendo en vida una serie de sufrimientos infernales para no saber qué es la muerte. Inventa así conspiraciones que ignoran la razón, la lógica y el contexto de los desastres. Concretará la ansiedad, transformándola en miedos concretos, inventando enemigos y fomentando el odio (“primogénito del miedo”). Y todo ello para dar sensación de seguridad, orden y poder. Magia, hechizo y brujería posmoderna.

La retórica del miedo está hecha de un discurso interior enfermo, en tanto que dominado “por la obsesión, la irracionalidad y la tristeza”. A este discurso le gustan “las repeticiones, las interrupciones, las exclamaciones, las generalizaciones y la vaguedad”. La mente asustada entra así en un trance hipnótico, hecho de rumiaciones con voz “balbuceante y asincopada”. De manera atropellada, el miedo habla rápido con la urgencia de encontrar una solución, pero sin llegar a nada concreto, por lo que lo que será sustituida la acción por cogitaciones. Agobio, aceleración y desestructuración caracterizan el discurso del miedo. El lenguaje asustado hiperboliza, exagera, histrioniza el peligro, minimizando y ninguneando el potencial y la potencia de la acción. Evita igualmente el presente que es el tiempo de la acción para privilegiar tiempos pasados (tenía la intención de, yo quería…), futuros (pienso, algún día…) o condicionales (si todo fuese diferente, si las cosas no fueran así, si no hubiera, si pudiese…), “que son los tiempos de la rendición, la pasividad y el fatalismo”. Al hablar del futuro lo hace en tiempo presente: seguro que fallo, no lo consigo, no puedo… El condicional de una posible acción futura, quisiera hacer, me gustaría intentarlo… no son sino formas negativas de una acción al igual que una balan en la recamara.

Esta misma retórica genera tabús expresados de forma de “perífrasis eufemística” o con “sobrenombres” hasta rozar lo ridículo, absurdo y esperpéntico. “No es improbable que el alto grado de ansiedad que caracteriza nuestro momento histórico esté en la base tanto del puritanismo mágico de lo políticamente correcto, propio de ciertas formas del “progresismo” como de esa especie de feísmo o cruelismo político, propio de los populismos de derechas en particular y de las redes sociales en general”.