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¿Para qué repetir los mismos errores?

 

Empezaré diciendo que el inconsciente domina gran parte de nuestra conducta. Entendiendo por inconsciente esa fuerza propulsora que nos hace “elegir” una carrera, una pareja, un trabajo, un lugar donde vivir… Ese inconsciente nos lleva en muchas ocasiones, a repetir los mismos patrones, los mismos roles, las mismas defensas, las mismas pautas de comportamiento. Unas veces esas repeticiones serán sanas porque nos impulsan a repetir aspectos fundamentales de la vida humana como son las formas de apego. Son repeticiones que nos hacen bien, porque de alguna manera, son dirigidas por la pulsión de vida; aquella fuerza que engloba las conductas que subyacen en nuestra supervivencia sin renunciar al placer, y que nos procuran una sensación de bienestar.

Pero en el inconsciente está también aquella fuerza que nos impulsa a repetir compulsivamente los mismos fracasos, los mismos errores, los mismos traumas, las mismas conductas que nos enferman. En este caso se trata de repeticiones impulsadas más bien por el instinto de muerte, esa parte del inconsciente que nos lleva hacia el abismo en una escalada autodestructiva y agresiva, generando malestar y desequilibrio.

Los síntomas y las patologías clínicas no son sino repeticiones de situaciones pasadas a las que hemos quedado fijadas[1], bloqueadas. Para curar, aliviar, gestionar, aceptar, duelar[2]…es importante dar con esa pauta repetitiva desde la primera manifestación hasta la actual. Es decir, estudiar cuándo aparecen los síntomas y así, poder atribuir un significado al trastorno, problema, conducta o patología. Porque “el trastorno que no tiene significación en la mente del paciente, retorna siempre en sus actos; e inversamente, el trastorno que ha hallado su significación deja de retornar” nos dice Juan David Nasio, psiquiatra y psicoanalista. El significado alude a la razón por la cual el trastorno o problema o situación ha sido necesario; ¿cuáles han sido los acontecimientos que lo han hecho necesario? Porque el síntoma no deja de ser una solución, probablemente “mala”, pero solución, a fin de cuentas. El síntoma no deja de ser la verdad del sujeto, la manifestación más profunda de sí mismo.

La repetición en este caso, sería la puesta en acción de esa fantasía inconsciente, de esa huella dejada por esa primigenia situación no resuelta. Ante el síntoma, las personas reviven esas emociones que se quedaron en ese pasado mas o menos remoto y que emergen, repitiéndose y reviviéndose en el presente.  Así podemos entender el dolor como “el retorno del desgarramiento de ayer” (Nasio, 2013).

La repetición compulsiva o patológica, hace referencia a la reproducción de lo mismo. Algo qua aparece y reaparece más o menos intermitentemente. Ahora bien, nunca exactamente igual. Por eso la mayor parte de personas no se dan cuenta. Porque no aparece ni de la misma manera, ni de la misma forma, ni en el mismo lugar, ni en el mismo tiempo. Se trata de una repetición simbólica que nos conecta a una reviviscencia de aquella situación que no tuvo un buen desenlace.

Resumiendo, hay unos efectos benéficos en la repetición que tienen que ver con la conservación, la plenitud (inter)personal y la identidad. Y hay unos efectos no tan positivos que tienen que ver con el intento de resolver situaciones pasadas no gestionadas y que bloquean el presente.

En la demanda terapéutica solemos hacer frente a repeticiones compulsivas en su mayoría generadoras de malestar, displacer, dolor y sufrimiento. El psiquiatra argentino Nasio antes ya mencionado define la repetición patológica como “el retorno compulsivo de un pasado traumático que estalla en comportamientos irreprimibles, repetitivos, liberadores de tensión, algunas veces violentos y siempre enfermizos”.

Así pues, para aquellas personas que sigan pensando que el pasado, pasado está, tenemos que dejarles claro que el pasado está presente tanto en repeticiones sanas como patológicas.

Ahora bien, no todo lo que retorna al presente es inconsciente. Si es consciente lo llamaremos recuerdo. Esas imágenes e impresiones que rememoramos y que sabemos que lo hacemos.

Pero, cuando el pasado no retorna en forma de recuerdo sino de vivencia, comportamiento o decisión que el sujeto realiza sin saber qué le conduce a ello, es el pasado que busca repetirse para dar una salida digna. No evocamos el pasado, no lo recordamos, sino que este se impone, precipitándose en actos que parecen fortuitos, aleatorios, espontáneos pero que en realidad no los son. Esos actos, describe Nasio, son de dos tipos: los que nos atan a seres que amamos y los que nos separan de ellos. En definitiva, lo que se repite es nuestra manera de amar, nuestro compromiso afectivo ya sea hacia una persona, lugar, situación… “Lo que repetimos son siempre los actos ligados al amor o los actos ligados a la separación”. Y estos irán forjando nuestra personalidad. El pasado nos sigue, sedimentándose en el presente. “Somos nuestro pasado actualizado”. “Somos nuestro inconsciente”, un inconsciente condensado en el presente. Y si el sujeto está contento y orgulloso de ello, estará en paz consigo mismo.  Se aceptará a sí mismo, amando igualmente ese inconsciente que lo condiciona. Ahora bien, muchas personas luchan consigo mismas, intentando erradicar ese inconsciente, atormentadas por su propia historia que quieren olvidar a toda costa (y posible gracias a todo tipo de adicciones) pero que cuanto más quieren olvidar más repiten, cayendo una y otra vez en los mismos errores.

Así pues, tenemos una forma sana de repetir guiada por la pulsión de vida y que permiten expandir el ser. Y tenemos otra forma de repetir que hace emerger lo traumático o no digerido una y otra vez, imponiéndose violentamente. Estos actos compulsivos reducen al ser a su estado más crispado, doloroso y sufriente, haciendo tambalear el presente, desregulándonos, desestabilizándonos. Se trata de un pasado tan intenso como perturbador. Y como tal, a veces reprimido, otras disociado, a la espera de ser integrado en el presente. Es un pasado que perfora el yo en forma de síntoma (o acting out[3]).

La repetición compulsiva caracteriza muchos de los cuadros que se ven en la clínica psicológica como los trastornos obsesivos compulsivos, las adicciones, las rupturas amorosas y los trastornos de estrés postraumático. Aquello que ha sido excluido de lo simbólico, “reaparece compulsivamente en lo real de una acción descontrolada”. Por eso es fundamental que el ser humano juegue, pinte, cante, haga teatro, escriba, lea, y hable, ría (humor) y sueñe. La función simbólica es la capacidad para representar en imágenes lo que ocurre en la psique y en la realidad. Son actos de conversión (digestión) de lo emocional que no lo da el entretenimiento. Al contrario, el entretenimiento impide el desarrollo del mundo simbólico, que es el que permite que el inconsciente acceda a la conciencia.

El acto compulsivo que se repite, síntoma, en realidad es un intento fallido de simbolización, de representar en la conciencia aquello que falta y que tanto ha marcado. Se tratará así pues de darle un lugar, un espacio en donde procesarlo psíquicamente a través de la palabra sentida. El síntoma es como una explosión que libera tensión acumulada al no dar salida a aquel daño oculto, tapado, reprimido y oprimido. Aquello que nos negamos a aceptar, a nombrar, a hablar… lo inefable.

Así es como se genera un tipo de respuesta que luego una vez adulta, la persona la repite, conformando un patrón, por falta de alguna otra alternativa. Patrones de respuestas compulsivas mezcla de placer y dolor. Así pues, El psiquiatra argentino, Nasio, concluye diciendo que el fundamento de la compulsión a la repetición reside en “la atracción irresistible ejercida por un modelo excluyente y malsano de satisfacción”.

¿Para qué repetir una y otra vez los mismos errores? Para que la angustia lo nombre, para descargar, para completar, para reparar.

[1] El femenino hace referencia a personas.

[2] La forma verbal de hacer el duelo.

[3] Comportamientos extraños o inesperados que la persona realiza sin saber realmente el motivo subyacente, por ejemplo, un accidente, una discusión, el suicidio…)

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Tiempos psicóticos: el delirio paranoide como discurso del totalitarismo

 

Es una experiencia terrible estar cuerda en un medio enfermo. El psicólogo David Rosenthan en los años 70, llevó a cabo un experimento publicado en la revista Science “«On being sane in insane places». Dicho estudio concluyó en la imposibilidad de distinguir las personas sanas de las enfermas mentales en centros psiquiátricos.

Pues algo así viví de manera aguda durante las primeras semanas de pandemia y desde luego, durante los dos años que siguieron. La gente estaba como enajenada. El sentido común había abandonado la psique humana. Mucha gente intelectual, supuestamente pensante, había abandonado todo raciocinio y toda ortodoxia científica. Muchas personas obedecían cegadas y obnubilada por el miedo, una serie de consignas sanitarias totalitarias totalmente delirantes. Asistía a un delirio colectivo! En vivo!

La sociedad había “evolucionado” desde que escribí dos artículos sobre la psicopatización de la sociedad en el 2008. Pero no se trataba de una evolución, sino de una regresión. Una vuelta de tuerca más en la involución psíquica de la nueva deriva humana. ¿Estaba alucinando? La novela de Georges Orwell, 1984, estaba siendo representada en el gran teatro del mundo. Al menos durante los regímenes totalitarios históricos anteriores, había lugares sacros que sirvieron de exilio a miles de personas refugiadas fruto de la locura colectiva. Esta vez, no había escapatoria.

Salía del despacho tardísimo atendiendo una cantidad ingente de urgencias que hubo durante aquella locura. Una de las tardes en que salía totalmente noqueada del trabajo, viendo y previendo las consecuencias a corto, medio y largo plazo de semejante barbarie, al ver la gente como autómata aplaudiendo en los balcones, constaté la esencia de la locura colectiva, del delirio que tanto había estudiado. Lo estaba viendo, experimentando, sintiendo, vivenciándolo en mi cuerpo y con todo mi ser y mi alma. La piel se me erizó por completo. Lloré. ¿Qué nos esperaba? Y era incapaz de poder compartir lo que estaba sintiendo con nadie… porque de alguna manera, tácita e implícita, se había prohibido pensar, reflexionar, metacomunicar. La metacomunciación, desde la teoría de la comunicación humana cuyo máximo exponente es el biólogo, antropólogo, lingüística y cibernético Gregory Bateson, significa comunicar sobre lo qué pasa en las relaciones. Cuando en un sistema no es posible hablar acerca de lo que está sucediendo, entramos es un mundo esquizofrenizante (psicótico) caracterizado por una comunicación doblevinculante, esto es, una comunicación constreñida en la que las personas reciben varios mensajes contradictorios como por ejemplo que para sobrevivir hay que morir. El silencio que amordazaba la comunicación humana que más adelante se impondría no ya solo a nivel simbólico, sino realmente con las mascarillas, se hizo carne en aquellos momentos. Sentí miedo. Un miedo terrorífico, angustioso. Fueron unos meses de búsqueda continúa de documentos, libros, programas, de charlas con profesionales que me devolvieran la razón, que me hicieran comprender lo que realmente estaba pasando para poder situarme en semejante marasmo.

Y cada vez iba a peor. En el sentido psicopatológico del término. Estaba ante una psicosis paranoide colectiva. Allí estaban, en la calle, en las casas, en los medios de comunicación, por todos lados y a su libre albedrío los criterios diagnósticos con una claridad evidentemente pasmosa: la negación de la realidad, la mentira (o delirio… según), la escisión (mecanismo de defensa típicamente psicótico), la proyección (otro mecanismo de defensa del registro de la psicosis), la interpretación, la persecución (de un enemigo invisible, el virus), la manipulación de masas por la terror, el miedo, la culpa y el chantaje, la ideología (sanitaria) con todo un aparato propagandístico que no se había visto desplegado desde la segunda guerra mundial. No lo podría creer. El delirio paranoide la había tomado con un virus. ¿Un virus? ¿En serio? Y la hipocondría delirante de la paranoia colectiva que se había generado de manera global y apocalíptica cobraba formas patológicas inusuales en la clínica. El propio cuerpo se estaba volviendo extraño y perseguidor. Como bien lo subraya Ariana Bilheran, hay que perseguir ese cuerpo, en un síndrome de Münchhusen de masa, que consiste en sobremedicalizar de forma inadaptada (prohibiendo remedios, aplicando soluciones iatrogénicas y coaccionando la experimentación génica), negando principios morales y científicos, afirmando principios perversos y psicópatas.

Pero la verdad, como la mierda, acaba siempre saliendo a flote y hoy, aunque difícilmente, lo estamos ya viendo. Por fín…

2020, 20221 y 2022. Ahí estaba, ante mis ojos, la paranoia, una “locura razonante” como la han bautizado los psiquiatras Sérieux et Capgras, nutrida por el odio y la manipulación erotizada de las instituciones, peligrosamente colectiva y psíquicamente contagiosa “por nuestro bien” (Ariane Bilheran).  Y aquí menciono también a la gran filósofa, psicóloga y socióloga Alice Miller que escribió entre otros ensayos Por tu propio bien, sobre la violencia ejercida por el sistema educativo para romper la voluntad infantil y obtener docilidad y sumisión. Ahora estaba ocurriendo lo mismo, por el propio bien de la población infantilizada, el sistema paranoico se estaba sirviendo del aparato sanitario para romper la voluntad de la población y someterla… pero eso sí: con su “coaccionado consentimiento”.

Y las normas… “convertidas” en leyes. Tanto abuso constitucional. Las comunidades autónomas, convertidas en Reinos de Taifas,… bueno, la corrupción institucional campó a sus anchas. La población sometida y gente con poder, o alrededor de él, ahí aprovechando, sacando tajada. Muchas instituciones y personas han sacado tajada de toda esta barbarie. Pocas personas se han hecho eco de las atroces muertes ocurridas en los centros de mayores. Personas gritando en los pasillos, muriendo solas en la más pura desolación, negadas en su derecho a ser cuidadas. Cuántas auxiliares de enfermería y enfermeras fueron atendidas aquellos días. Personas que habían sido testigo de estas situaciones. Cuántas dejaron sus puestos de trabajo por no entrar en disonancias cognitivas, cuántas crisis de ansiedad y ataques de pánico, cuántas bajas laborales… Cuántas personas muertas, enfermas, con secuelas hormonales, abortos, ictus… Era (y aún sigue siendo) todo tan anormal…

La sociedad de derecho parecía haber sido secuestrada, así repentinamente. Estado de sitio para algunas personas, golpe de estado para otras, nueva normalidad para la mayoría… Como nos lo subraya bien la psicóloga y psicopatóloga Ariane Bilheran, en su libro Chroniques du totalitarisme, lo que estaba ocurriendo, lo que ha ocurrido en estos dos años, se corresponde con los criterios políticos de un totalitarismo, ni de una dictadura ni de un despotismo ni de una tiranía: monopolio de los medios de masa y del cuerpo policial, dirección central de la economía, persecución de la oposición y de todo crítica, sistema de vigilancia de individuos, alentar las denuncias, lógica de concentración fundada en el terror, política de tabla rasa, ideología cambiante construida sobre la división entre la buena y la mala ciudadanía, la construcción de un enemigo (visible o invisible) y por supuesto, la pureza.

Ciegamente, la mayor parte de la población obedeció, y aún obedece, a una serie de estructuras psíquicas paranoides. Las patologías narcisistas graves tienen ese “talento” de crear una unidad patológica en los grupos hechas de interacciones inconscientes. El sistema constriñe el psiquismo individual que nutre el delirio colectivo. Y es que el totalitarismo corresponde a un delirio psicótico conocido como paranoia. Se trata de una psicosis articulada sobre la negación de la realidad, sobre un delirio interpretativo siempre cimentado sobre un enemigo interno o externo, visible o invisible que nos persigue para matarnos, con una ideología específica que bien puede ser megalómana, ecológica, humanitaria, idealista, hipocondriaca, de persecución…, y finalmente, la proyección, la desconfianza, la escisión y el control como mecanismos de defensa. Esta locura se presenta bajo una apariencia de razón. Goya decía que el sueño de la razón produce monstruos. Un discurso incluso bien argumentado alrededor de un delirio de persecución que justifica a su vez la persecución del supuesto enemigo. Y la Ley, siempre interpretada siguiendo las aleatoriedades del delirio, instrumentalizada para perseguir.

Quizás la característica más importante y fundamental del delirio paranoide totalitario estriba en la comunicación. Una comunicación según nos dice la pragmática, paradójica, que como su nombre indica, actúa en contra de la opinión (y el sentido común). Se trata de una comunicación que actúa contra la razón, contra el espíritu, contra la inteligencia, contra la lógica.

El otro gran criterio diagnóstico diferencial de la psicosis paranoide, el acoso. Ese modo de ejercer el poder de forma abusiva cuya finalidad es la sumisión (o la dimisión). Ha sido (y sigue siendo) una forma de violencia sostenida en el tiempo, obstinadamente machacona. 24 horas al día durante más de dos años.

El delirio del totalitarismo siempre fue la dominación total. La diferencia, hoy, está en los medios. Gracias a la tecnología, resulta más que posible hacer realidad ese delirio.

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Tiempos psicóticos: el delirio paranoide como discurso del totalitarismo

 

Es una experiencia terrible estar cuerda en un medio enfermo. El psicólogo David Rosenthan en los años 70, llevó a cabo un experimento publicado en la revista Science “«On being sane in insane places». Dicho estudio concluyó en la imposibilidad de distinguir las personas sanas de las enfermas mentales en centros psiquiátricos.

Pues algo así viví de manera aguda durante las primeras semanas de pandemia y desde luego, durante los dos años que siguieron. La gente estaba como enajenada. El sentido común había abandonado la psique humana. Mucha gente intelectual, supuestamente pensante, había abandonado todo raciocinio y toda ortodoxia científica. Muchas personas obedecían cegadas y obnubilada por el miedo, una serie de consignas sanitarias totalitarias totalmente delirantes. Asistía a un delirio colectivo! En vivo!

La sociedad había “evolucionado” desde que escribí dos artículos sobre la psicopatización de la sociedad en el 2008. Pero no se trataba de una evolución, sino de una regresión. Una vuelta de tuerca más en la involución psíquica de la nueva deriva humana. ¿Estaba alucinando? La novela de Georges Orwell, 1984, estaba siendo representada en el gran teatro del mundo. Al menos durante los regímenes totalitarios históricos anteriores, había lugares sacros que sirvieron de exilio a miles de personas refugiadas fruto de la locura colectiva. Esta vez, no había escapatoria.

Salía del despacho tardísimo atendiendo una cantidad ingente de urgencias que hubo durante aquella locura. Una de las tardes en que salía totalmente noqueada del trabajo, viendo y previendo las consecuencias de semejante barbarie, al ver la gente como autómata aplaudiendo en los balcones, constaté la esencia de la locura colectiva, del delirio que tanto había estudiado. Lo estaba viendo, experimentando, sintiendo, vivenciándolo en mi cuerpo y con todo mi ser y mi alma. La piel se me erizó por completo. Lloré. ¿Qué nos esperaba? Y era incapaz de poder compartir lo que estaba sintiendo con nadie… porque de alguna manera, tácita e implícita, se había prohibido pensar, reflexionar, metacomunicar. La metacomunciación, en la teoría de la comunicación humana cuyo máximo exponente es el biólogo, antropólogo, lingüística y cibernético Gregory Bateson, significa comunicar sobre lo que pasa en las relaciones. Cuando en un sistema no es posible hablar acerca de lo que está sucediendo, entramos es un mundo esquizofrenizante (psicótico) caracterizado por una comunicación doblevinculante, esto es, una comunicación constreñida en la que las personas reciben varios mensajes contradictorios como por ejemplo que para sobrevivir hay que morir. El silencio que amordazaba la comunicación humana que más adelante se impondría no ya solo a nivel simbólico, sino realmente con las mascarillas, se hizo carne en aquellos momentos. Sentí miedo. Un miedo terrorífico, angustioso. Fueron unos meses de búsqueda continua de documentos, libros, programas, de charlas con profesionales que me devolvieran la razón, que me hicieran comprender lo que realmente estaba pasando para poder situarme en semejante marasmo.

Y cada vez iba a peor. En el sentido psicopatológico del término. Estaba ante una psicosis paranoide colectiva. Allí estaban, en la calle, en las casas, en los medios de comunicación, por todos lados y a su libre albedrío los criterios diagnósticos con una claridad evidentemente pasmosa: la negación de la realidad, la mentira (o delirio… según), la escisión (mecanismo de defensa típicamente psicótico), la proyección (otro mecanismo de defensa del registro de la psicosis), la interpretación, la persecución (de un enemigo invisible, el virus), la manipulación de masas por la terror, el miedo, la culpa y el chantaje, la ideología (sanitaria) con todo un aparato propagandístico que no se había visto desplegado desde la segunda guerra mundial. No lo podría creer. El delirio paranoico la había tomado con un virus. ¿Un virus? ¿En serio? Y la hipocondría delirante de la paranoia colectiva que se había generado de manera global y apocalíptica cobraba formas patológicas inusuales en la clínica. El propio cuerpo se estaba volviendo extraño y perseguidor. Como bien lo subraya Ariana Bilheran, hay que perseguir ese cuerpo, en un síndrome de Münchausen de masa, que consiste en sobremedicalizar de forma inadaptada (prohibiendo remedios, aplicando soluciones iatrogénicas y coaccionando la experimentación génica), negando principios morales y científicos y afirmando principios perversos y psicópatas.

Pero la verdad, como la mierda, acaba siempre saliendo a flote y hoy, aunque difícilmente, lo estamos ya viendo. Por fin…

2020, 20221 y 2022. Ahí estaba, ante mis ojos, la paranoia, una “locura razonante” como la han bautizado los psiquiatras Sérieux et Capgras, nutrida por el odio y la manipulación erotizada de las instituciones, peligrosamente colectiva y psíquicamente contagiosa “por nuestro bien” (Ariane Bilheran).  Y aquí menciono también a la reputada psicóloga Alice Miller que escribió entre otros ensayos Por tu propio bien, sobre la violencia ejercida por el sistema educativo para romper la voluntad infantil y obtener docilidad y sumisión. Ahora estaba ocurriendo lo mismo: por el propio bien de la población infantilizada, el sistema paranoico se estaba sirviendo del aparato sanitario para romper la voluntad de la población y someterla… pero eso sí: con su “coaccionado consentimiento”.

Y las normas… “convertidas” en leyes. Tanto abuso (anti)constitucional. Las comunidades autónomas, convertidas en Reinos de Taifas… La corrupción institucional campó a sus anchas. La población sometida y gente con poder, o alrededor de él, ahí aprovechando, sacando tajada. Muchas instituciones y personas han sacado tajada de toda esta barbarie. Pocas personas se han hecho eco de las atroces muertes ocurridas en los centros de mayores. Personas gritando en los pasillos, muriendo solas en la más pura desolación, negadas en su derecho a ser cuidadas. Cuántas auxiliares de enfermería y enfermeras fueron atendidas aquellos días, que habían sido testigo de estas situaciones. ¿Cuántas dejaron sus puestos de trabajo por no entrar en disonancias cognitivas?, ¿Cuántas crisis de ansiedad y ataques de pánico?, ¿Cuántas bajas laborales? … ¿Cuántas personas muertas, enfermas, con secuelas hormonales, abortos, ictus? … Era (y aún sigue siendo) todo tan anormal…

La sociedad de derecho parecía haber sido secuestrada, así repentinamente. Estado de sitio para algunas personas, golpe de estado para otras, nueva normalidad para la mayoría… Como nos lo subraya bien la psicóloga y psicopatóloga Ariane Bilheran, en su libro Chroniques du totalitarisme, lo que estaba ocurriendo, lo que ha ocurrido en estos dos años, se corresponde con los criterios políticos de un totalitarismo, ni de una dictadura ni de un despotismo ni de una tiranía: monopolio de los medios de masa y del cuerpo policial, dirección central de la economía, persecución de la oposición y de todo crítica, sistema de vigilancia de individuos, alentar las denuncias, lógica de concentración fundada en el terror, política de tabla rasa, ideología cambiante construida sobre la división entre la buena y la mala ciudadanía, la construcción de un enemigo (visible o invisible) y por supuesto, la pureza.El culmen del totalitarismo vino con el pasaporte sanitario, similar al pasaporte nazi de 1933. No podía creer lo que mis ojos y mis oídos estaban viendo y escuchando. La historia se repetía y la paranoia no había sido capaz de inventar nada nuevo. Todo un clásico en este tipo de patologías: la imitación, la copia, lo falso, lo similar, lo fantasmático…

Ciegamente, la mayor parte de la población obedeció, y aún obedece, a una serie de estructuras psíquicas paranoides. Las patologías narcisistas graves tienen esa «habilidad» de crear una unidad patológica en los grupos hechas de interacciones inconscientes. El sistema constriñe el psiquismo individual que nutre el delirio colectivo. Y es que el totalitarismo corresponde a un delirio psicótico conocido como paranoia. Se trata de una psicosis articulada sobre la negación de la realidad, sobre un delirio interpretativo siempre cimentado sobre un enemigo interno o externo, visible o invisible que nos persigue para matarnos, con una ideología específica que bien puede ser megalómana, ecológica, humanitaria, idealista, hipocondriaca, de persecución…, y finalmente, la proyección, la desconfianza, la escisión y el control como mecanismos de defensa. Esta locura se presenta bajo una apariencia de razón. Francisco de Goya decía que el sueño de la razón produce monstruos. Un discurso incluso bien argumentado alrededor de un delirio de persecución que justifica a su vez la persecución del supuesto enemigo. Y la Ley, siempre interpretada siguiendo las aleatoriedades del delirio, instrumentalizada para perseguir.

Quizás la característica más importante y fundamental del delirio paranoide totalitario estriba en la comunicación. Una comunicación según nos dice la pragmática del lenguaje, paradójica, que como su nombre indica, actúa en contra de la opinión (y el sentido común). Se trata de una comunicación que actúa contra la razón, contra el espíritu, contra la inteligencia, contra la lógica.

El otro gran criterio diagnóstico diferencial de la psicosis paranoide, el acoso. Ese modo de ejercer el poder de forma abusiva cuya finalidad es la sumisión (o la dimisión). Ha sido (y sigue siendo) una forma de violencia sostenida en el tiempo, obstinadamente machacona. 24 horas al día durante más de dos años. El acoso es el modus operandi del totalitarismo, afirma Ariane Bilheran. Es su firma, su huella digital.

El delirio del totalitarismo siempre fue la dominación total, es decir, la intromisión en la totalidad de las esferas tanto sociales como individuales, públicas como privadas, hasta en el interior del psiquismo.  Gracias a la tecnología, resulta más que posible hacer realidad ese delirio.

Resulta extraño y desconcertante ver como cuadros psicopatológicos graves están siendo normalizados.