desierto

Tiempos psicóticos: el delirio paranoide como discurso del totalitarismo

 

Es una experiencia terrible estar cuerda en un medio enfermo. El psicólogo David Rosenthan en los años 70, llevó a cabo un experimento publicado en la revista Science “«On being sane in insane places». Dicho estudio concluyó en la imposibilidad de distinguir las personas sanas de las enfermas mentales en centros psiquiátricos.

Pues algo así viví de manera aguda durante las primeras semanas de pandemia y desde luego, durante los dos años que siguieron. La gente estaba como enajenada. El sentido común había abandonado la psique humana. Mucha gente intelectual, supuestamente pensante, había abandonado todo raciocinio y toda ortodoxia científica. Muchas personas obedecían cegadas y obnubilada por el miedo, una serie de consignas sanitarias totalitarias totalmente delirantes. Asistía a un delirio colectivo! En vivo!

La sociedad había “evolucionado” desde que escribí dos artículos sobre la psicopatización de la sociedad en el 2008. Pero no se trataba de una evolución, sino de una regresión. Una vuelta de tuerca más en la involución psíquica de la nueva deriva humana. ¿Estaba alucinando? La novela de Georges Orwell, 1984, estaba siendo representada en el gran teatro del mundo. Al menos durante los regímenes totalitarios históricos anteriores, había lugares sacros que sirvieron de exilio a miles de personas refugiadas fruto de la locura colectiva. Esta vez, no había escapatoria.

Salía del despacho tardísimo atendiendo una cantidad ingente de urgencias que hubo durante aquella locura. Una de las tardes en que salía totalmente noqueada del trabajo, viendo y previendo las consecuencias de semejante barbarie, al ver la gente como autómata aplaudiendo en los balcones, constaté la esencia de la locura colectiva, del delirio que tanto había estudiado. Lo estaba viendo, experimentando, sintiendo, vivenciándolo en mi cuerpo y con todo mi ser y mi alma. La piel se me erizó por completo. Lloré. ¿Qué nos esperaba? Y era incapaz de poder compartir lo que estaba sintiendo con nadie… porque de alguna manera, tácita e implícita, se había prohibido pensar, reflexionar, metacomunicar. La metacomunciación, en la teoría de la comunicación humana cuyo máximo exponente es el biólogo, antropólogo, lingüística y cibernético Gregory Bateson, significa comunicar sobre lo que pasa en las relaciones. Cuando en un sistema no es posible hablar acerca de lo que está sucediendo, entramos es un mundo esquizofrenizante (psicótico) caracterizado por una comunicación doblevinculante, esto es, una comunicación constreñida en la que las personas reciben varios mensajes contradictorios como por ejemplo que para sobrevivir hay que morir. El silencio que amordazaba la comunicación humana que más adelante se impondría no ya solo a nivel simbólico, sino realmente con las mascarillas, se hizo carne en aquellos momentos. Sentí miedo. Un miedo terrorífico, angustioso. Fueron unos meses de búsqueda continua de documentos, libros, programas, de charlas con profesionales que me devolvieran la razón, que me hicieran comprender lo que realmente estaba pasando para poder situarme en semejante marasmo.

Y cada vez iba a peor. En el sentido psicopatológico del término. Estaba ante una psicosis paranoide colectiva. Allí estaban, en la calle, en las casas, en los medios de comunicación, por todos lados y a su libre albedrío los criterios diagnósticos con una claridad evidentemente pasmosa: la negación de la realidad, la mentira (o delirio… según), la escisión (mecanismo de defensa típicamente psicótico), la proyección (otro mecanismo de defensa del registro de la psicosis), la interpretación, la persecución (de un enemigo invisible, el virus), la manipulación de masas por la terror, el miedo, la culpa y el chantaje, la ideología (sanitaria) con todo un aparato propagandístico que no se había visto desplegado desde la segunda guerra mundial. No lo podría creer. El delirio paranoico la había tomado con un virus. ¿Un virus? ¿En serio? Y la hipocondría delirante de la paranoia colectiva que se había generado de manera global y apocalíptica cobraba formas patológicas inusuales en la clínica. El propio cuerpo se estaba volviendo extraño y perseguidor. Como bien lo subraya Ariana Bilheran, hay que perseguir ese cuerpo, en un síndrome de Münchausen de masa, que consiste en sobremedicalizar de forma inadaptada (prohibiendo remedios, aplicando soluciones iatrogénicas y coaccionando la experimentación génica), negando principios morales y científicos y afirmando principios perversos y psicópatas.

Pero la verdad, como la mierda, acaba siempre saliendo a flote y hoy, aunque difícilmente, lo estamos ya viendo. Por fin…

2020, 20221 y 2022. Ahí estaba, ante mis ojos, la paranoia, una “locura razonante” como la han bautizado los psiquiatras Sérieux et Capgras, nutrida por el odio y la manipulación erotizada de las instituciones, peligrosamente colectiva y psíquicamente contagiosa “por nuestro bien” (Ariane Bilheran).  Y aquí menciono también a la reputada psicóloga Alice Miller que escribió entre otros ensayos Por tu propio bien, sobre la violencia ejercida por el sistema educativo para romper la voluntad infantil y obtener docilidad y sumisión. Ahora estaba ocurriendo lo mismo: por el propio bien de la población infantilizada, el sistema paranoico se estaba sirviendo del aparato sanitario para romper la voluntad de la población y someterla… pero eso sí: con su “coaccionado consentimiento”.

Y las normas… “convertidas” en leyes. Tanto abuso (anti)constitucional. Las comunidades autónomas, convertidas en Reinos de Taifas… La corrupción institucional campó a sus anchas. La población sometida y gente con poder, o alrededor de él, ahí aprovechando, sacando tajada. Muchas instituciones y personas han sacado tajada de toda esta barbarie. Pocas personas se han hecho eco de las atroces muertes ocurridas en los centros de mayores. Personas gritando en los pasillos, muriendo solas en la más pura desolación, negadas en su derecho a ser cuidadas. Cuántas auxiliares de enfermería y enfermeras fueron atendidas aquellos días, que habían sido testigo de estas situaciones. ¿Cuántas dejaron sus puestos de trabajo por no entrar en disonancias cognitivas?, ¿Cuántas crisis de ansiedad y ataques de pánico?, ¿Cuántas bajas laborales? … ¿Cuántas personas muertas, enfermas, con secuelas hormonales, abortos, ictus? … Era (y aún sigue siendo) todo tan anormal…

La sociedad de derecho parecía haber sido secuestrada, así repentinamente. Estado de sitio para algunas personas, golpe de estado para otras, nueva normalidad para la mayoría… Como nos lo subraya bien la psicóloga y psicopatóloga Ariane Bilheran, en su libro Chroniques du totalitarisme, lo que estaba ocurriendo, lo que ha ocurrido en estos dos años, se corresponde con los criterios políticos de un totalitarismo, ni de una dictadura ni de un despotismo ni de una tiranía: monopolio de los medios de masa y del cuerpo policial, dirección central de la economía, persecución de la oposición y de todo crítica, sistema de vigilancia de individuos, alentar las denuncias, lógica de concentración fundada en el terror, política de tabla rasa, ideología cambiante construida sobre la división entre la buena y la mala ciudadanía, la construcción de un enemigo (visible o invisible) y por supuesto, la pureza.El culmen del totalitarismo vino con el pasaporte sanitario, similar al pasaporte nazi de 1933. No podía creer lo que mis ojos y mis oídos estaban viendo y escuchando. La historia se repetía y la paranoia no había sido capaz de inventar nada nuevo. Todo un clásico en este tipo de patologías: la imitación, la copia, lo falso, lo similar, lo fantasmático…

Ciegamente, la mayor parte de la población obedeció, y aún obedece, a una serie de estructuras psíquicas paranoides. Las patologías narcisistas graves tienen esa «habilidad» de crear una unidad patológica en los grupos hechas de interacciones inconscientes. El sistema constriñe el psiquismo individual que nutre el delirio colectivo. Y es que el totalitarismo corresponde a un delirio psicótico conocido como paranoia. Se trata de una psicosis articulada sobre la negación de la realidad, sobre un delirio interpretativo siempre cimentado sobre un enemigo interno o externo, visible o invisible que nos persigue para matarnos, con una ideología específica que bien puede ser megalómana, ecológica, humanitaria, idealista, hipocondriaca, de persecución…, y finalmente, la proyección, la desconfianza, la escisión y el control como mecanismos de defensa. Esta locura se presenta bajo una apariencia de razón. Francisco de Goya decía que el sueño de la razón produce monstruos. Un discurso incluso bien argumentado alrededor de un delirio de persecución que justifica a su vez la persecución del supuesto enemigo. Y la Ley, siempre interpretada siguiendo las aleatoriedades del delirio, instrumentalizada para perseguir.

Quizás la característica más importante y fundamental del delirio paranoide totalitario estriba en la comunicación. Una comunicación según nos dice la pragmática del lenguaje, paradójica, que como su nombre indica, actúa en contra de la opinión (y el sentido común). Se trata de una comunicación que actúa contra la razón, contra el espíritu, contra la inteligencia, contra la lógica.

El otro gran criterio diagnóstico diferencial de la psicosis paranoide, el acoso. Ese modo de ejercer el poder de forma abusiva cuya finalidad es la sumisión (o la dimisión). Ha sido (y sigue siendo) una forma de violencia sostenida en el tiempo, obstinadamente machacona. 24 horas al día durante más de dos años. El acoso es el modus operandi del totalitarismo, afirma Ariane Bilheran. Es su firma, su huella digital.

El delirio del totalitarismo siempre fue la dominación total, es decir, la intromisión en la totalidad de las esferas tanto sociales como individuales, públicas como privadas, hasta en el interior del psiquismo.  Gracias a la tecnología, resulta más que posible hacer realidad ese delirio.

Resulta extraño y desconcertante ver como cuadros psicopatológicos graves están siendo normalizados.

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