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Tiempos psicóticos: el delirio paranoide como discurso del totalitarismo

 

Es una experiencia terrible estar cuerda en un medio enfermo. El psicólogo David Rosenthan en los años 70, llevó a cabo un experimento publicado en la revista Science “«On being sane in insane places». Dicho estudio concluyó en la imposibilidad de distinguir las personas sanas de las enfermas mentales en centros psiquiátricos.

Pues algo así viví de manera aguda durante las primeras semanas de pandemia y desde luego, durante los dos años que siguieron. La gente estaba como enajenada. El sentido común había abandonado la psique humana. Mucha gente intelectual, supuestamente pensante, había abandonado todo raciocinio y toda ortodoxia científica. Muchas personas obedecían cegadas y obnubilada por el miedo, una serie de consignas sanitarias totalitarias totalmente delirantes. Asistía a un delirio colectivo! En vivo!

La sociedad había “evolucionado” desde que escribí dos artículos sobre la psicopatización de la sociedad en el 2008. Pero no se trataba de una evolución, sino de una regresión. Una vuelta de tuerca más en la involución psíquica de la nueva deriva humana. ¿Estaba alucinando? La novela de Georges Orwell, 1984, estaba siendo representada en el gran teatro del mundo. Al menos durante los regímenes totalitarios históricos anteriores, había lugares sacros que sirvieron de exilio a miles de personas refugiadas fruto de la locura colectiva. Esta vez, no había escapatoria.

Salía del despacho tardísimo atendiendo una cantidad ingente de urgencias que hubo durante aquella locura. Una de las tardes en que salía totalmente noqueada del trabajo, viendo y previendo las consecuencias a corto, medio y largo plazo de semejante barbarie, al ver la gente como autómata aplaudiendo en los balcones, constaté la esencia de la locura colectiva, del delirio que tanto había estudiado. Lo estaba viendo, experimentando, sintiendo, vivenciándolo en mi cuerpo y con todo mi ser y mi alma. La piel se me erizó por completo. Lloré. ¿Qué nos esperaba? Y era incapaz de poder compartir lo que estaba sintiendo con nadie… porque de alguna manera, tácita e implícita, se había prohibido pensar, reflexionar, metacomunicar. La metacomunciación, desde la teoría de la comunicación humana cuyo máximo exponente es el biólogo, antropólogo, lingüística y cibernético Gregory Bateson, significa comunicar sobre lo qué pasa en las relaciones. Cuando en un sistema no es posible hablar acerca de lo que está sucediendo, entramos es un mundo esquizofrenizante (psicótico) caracterizado por una comunicación doblevinculante, esto es, una comunicación constreñida en la que las personas reciben varios mensajes contradictorios como por ejemplo que para sobrevivir hay que morir. El silencio que amordazaba la comunicación humana que más adelante se impondría no ya solo a nivel simbólico, sino realmente con las mascarillas, se hizo carne en aquellos momentos. Sentí miedo. Un miedo terrorífico, angustioso. Fueron unos meses de búsqueda continúa de documentos, libros, programas, de charlas con profesionales que me devolvieran la razón, que me hicieran comprender lo que realmente estaba pasando para poder situarme en semejante marasmo.

Y cada vez iba a peor. En el sentido psicopatológico del término. Estaba ante una psicosis paranoide colectiva. Allí estaban, en la calle, en las casas, en los medios de comunicación, por todos lados y a su libre albedrío los criterios diagnósticos con una claridad evidentemente pasmosa: la negación de la realidad, la mentira (o delirio… según), la escisión (mecanismo de defensa típicamente psicótico), la proyección (otro mecanismo de defensa del registro de la psicosis), la interpretación, la persecución (de un enemigo invisible, el virus), la manipulación de masas por la terror, el miedo, la culpa y el chantaje, la ideología (sanitaria) con todo un aparato propagandístico que no se había visto desplegado desde la segunda guerra mundial. No lo podría creer. El delirio paranoide la había tomado con un virus. ¿Un virus? ¿En serio? Y la hipocondría delirante de la paranoia colectiva que se había generado de manera global y apocalíptica cobraba formas patológicas inusuales en la clínica. El propio cuerpo se estaba volviendo extraño y perseguidor. Como bien lo subraya Ariana Bilheran, hay que perseguir ese cuerpo, en un síndrome de Münchhusen de masa, que consiste en sobremedicalizar de forma inadaptada (prohibiendo remedios, aplicando soluciones iatrogénicas y coaccionando la experimentación génica), negando principios morales y científicos, afirmando principios perversos y psicópatas.

Pero la verdad, como la mierda, acaba siempre saliendo a flote y hoy, aunque difícilmente, lo estamos ya viendo. Por fín…

2020, 20221 y 2022. Ahí estaba, ante mis ojos, la paranoia, una “locura razonante” como la han bautizado los psiquiatras Sérieux et Capgras, nutrida por el odio y la manipulación erotizada de las instituciones, peligrosamente colectiva y psíquicamente contagiosa “por nuestro bien” (Ariane Bilheran).  Y aquí menciono también a la gran filósofa, psicóloga y socióloga Alice Miller que escribió entre otros ensayos Por tu propio bien, sobre la violencia ejercida por el sistema educativo para romper la voluntad infantil y obtener docilidad y sumisión. Ahora estaba ocurriendo lo mismo, por el propio bien de la población infantilizada, el sistema paranoico se estaba sirviendo del aparato sanitario para romper la voluntad de la población y someterla… pero eso sí: con su “coaccionado consentimiento”.

Y las normas… “convertidas” en leyes. Tanto abuso constitucional. Las comunidades autónomas, convertidas en Reinos de Taifas,… bueno, la corrupción institucional campó a sus anchas. La población sometida y gente con poder, o alrededor de él, ahí aprovechando, sacando tajada. Muchas instituciones y personas han sacado tajada de toda esta barbarie. Pocas personas se han hecho eco de las atroces muertes ocurridas en los centros de mayores. Personas gritando en los pasillos, muriendo solas en la más pura desolación, negadas en su derecho a ser cuidadas. Cuántas auxiliares de enfermería y enfermeras fueron atendidas aquellos días. Personas que habían sido testigo de estas situaciones. Cuántas dejaron sus puestos de trabajo por no entrar en disonancias cognitivas, cuántas crisis de ansiedad y ataques de pánico, cuántas bajas laborales… Cuántas personas muertas, enfermas, con secuelas hormonales, abortos, ictus… Era (y aún sigue siendo) todo tan anormal…

La sociedad de derecho parecía haber sido secuestrada, así repentinamente. Estado de sitio para algunas personas, golpe de estado para otras, nueva normalidad para la mayoría… Como nos lo subraya bien la psicóloga y psicopatóloga Ariane Bilheran, en su libro Chroniques du totalitarisme, lo que estaba ocurriendo, lo que ha ocurrido en estos dos años, se corresponde con los criterios políticos de un totalitarismo, ni de una dictadura ni de un despotismo ni de una tiranía: monopolio de los medios de masa y del cuerpo policial, dirección central de la economía, persecución de la oposición y de todo crítica, sistema de vigilancia de individuos, alentar las denuncias, lógica de concentración fundada en el terror, política de tabla rasa, ideología cambiante construida sobre la división entre la buena y la mala ciudadanía, la construcción de un enemigo (visible o invisible) y por supuesto, la pureza.

Ciegamente, la mayor parte de la población obedeció, y aún obedece, a una serie de estructuras psíquicas paranoides. Las patologías narcisistas graves tienen ese “talento” de crear una unidad patológica en los grupos hechas de interacciones inconscientes. El sistema constriñe el psiquismo individual que nutre el delirio colectivo. Y es que el totalitarismo corresponde a un delirio psicótico conocido como paranoia. Se trata de una psicosis articulada sobre la negación de la realidad, sobre un delirio interpretativo siempre cimentado sobre un enemigo interno o externo, visible o invisible que nos persigue para matarnos, con una ideología específica que bien puede ser megalómana, ecológica, humanitaria, idealista, hipocondriaca, de persecución…, y finalmente, la proyección, la desconfianza, la escisión y el control como mecanismos de defensa. Esta locura se presenta bajo una apariencia de razón. Goya decía que el sueño de la razón produce monstruos. Un discurso incluso bien argumentado alrededor de un delirio de persecución que justifica a su vez la persecución del supuesto enemigo. Y la Ley, siempre interpretada siguiendo las aleatoriedades del delirio, instrumentalizada para perseguir.

Quizás la característica más importante y fundamental del delirio paranoide totalitario estriba en la comunicación. Una comunicación según nos dice la pragmática, paradójica, que como su nombre indica, actúa en contra de la opinión (y el sentido común). Se trata de una comunicación que actúa contra la razón, contra el espíritu, contra la inteligencia, contra la lógica.

El otro gran criterio diagnóstico diferencial de la psicosis paranoide, el acoso. Ese modo de ejercer el poder de forma abusiva cuya finalidad es la sumisión (o la dimisión). Ha sido (y sigue siendo) una forma de violencia sostenida en el tiempo, obstinadamente machacona. 24 horas al día durante más de dos años.

El delirio del totalitarismo siempre fue la dominación total. La diferencia, hoy, está en los medios. Gracias a la tecnología, resulta más que posible hacer realidad ese delirio.

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Tiempos psicóticos: el delirio paranoide como discurso del totalitarismo

 

Es una experiencia terrible estar cuerda en un medio enfermo. El psicólogo David Rosenthan en los años 70, llevó a cabo un experimento publicado en la revista Science “«On being sane in insane places». Dicho estudio concluyó en la imposibilidad de distinguir las personas sanas de las enfermas mentales en centros psiquiátricos.

Pues algo así viví de manera aguda durante las primeras semanas de pandemia y desde luego, durante los dos años que siguieron. La gente estaba como enajenada. El sentido común había abandonado la psique humana. Mucha gente intelectual, supuestamente pensante, había abandonado todo raciocinio y toda ortodoxia científica. Muchas personas obedecían cegadas y obnubilada por el miedo, una serie de consignas sanitarias totalitarias totalmente delirantes. Asistía a un delirio colectivo! En vivo!

La sociedad había “evolucionado” desde que escribí dos artículos sobre la psicopatización de la sociedad en el 2008. Pero no se trataba de una evolución, sino de una regresión. Una vuelta de tuerca más en la involución psíquica de la nueva deriva humana. ¿Estaba alucinando? La novela de Georges Orwell, 1984, estaba siendo representada en el gran teatro del mundo. Al menos durante los regímenes totalitarios históricos anteriores, había lugares sacros que sirvieron de exilio a miles de personas refugiadas fruto de la locura colectiva. Esta vez, no había escapatoria.

Salía del despacho tardísimo atendiendo una cantidad ingente de urgencias que hubo durante aquella locura. Una de las tardes en que salía totalmente noqueada del trabajo, viendo y previendo las consecuencias de semejante barbarie, al ver la gente como autómata aplaudiendo en los balcones, constaté la esencia de la locura colectiva, del delirio que tanto había estudiado. Lo estaba viendo, experimentando, sintiendo, vivenciándolo en mi cuerpo y con todo mi ser y mi alma. La piel se me erizó por completo. Lloré. ¿Qué nos esperaba? Y era incapaz de poder compartir lo que estaba sintiendo con nadie… porque de alguna manera, tácita e implícita, se había prohibido pensar, reflexionar, metacomunicar. La metacomunciación, en la teoría de la comunicación humana cuyo máximo exponente es el biólogo, antropólogo, lingüística y cibernético Gregory Bateson, significa comunicar sobre lo que pasa en las relaciones. Cuando en un sistema no es posible hablar acerca de lo que está sucediendo, entramos es un mundo esquizofrenizante (psicótico) caracterizado por una comunicación doblevinculante, esto es, una comunicación constreñida en la que las personas reciben varios mensajes contradictorios como por ejemplo que para sobrevivir hay que morir. El silencio que amordazaba la comunicación humana que más adelante se impondría no ya solo a nivel simbólico, sino realmente con las mascarillas, se hizo carne en aquellos momentos. Sentí miedo. Un miedo terrorífico, angustioso. Fueron unos meses de búsqueda continua de documentos, libros, programas, de charlas con profesionales que me devolvieran la razón, que me hicieran comprender lo que realmente estaba pasando para poder situarme en semejante marasmo.

Y cada vez iba a peor. En el sentido psicopatológico del término. Estaba ante una psicosis paranoide colectiva. Allí estaban, en la calle, en las casas, en los medios de comunicación, por todos lados y a su libre albedrío los criterios diagnósticos con una claridad evidentemente pasmosa: la negación de la realidad, la mentira (o delirio… según), la escisión (mecanismo de defensa típicamente psicótico), la proyección (otro mecanismo de defensa del registro de la psicosis), la interpretación, la persecución (de un enemigo invisible, el virus), la manipulación de masas por la terror, el miedo, la culpa y el chantaje, la ideología (sanitaria) con todo un aparato propagandístico que no se había visto desplegado desde la segunda guerra mundial. No lo podría creer. El delirio paranoico la había tomado con un virus. ¿Un virus? ¿En serio? Y la hipocondría delirante de la paranoia colectiva que se había generado de manera global y apocalíptica cobraba formas patológicas inusuales en la clínica. El propio cuerpo se estaba volviendo extraño y perseguidor. Como bien lo subraya Ariana Bilheran, hay que perseguir ese cuerpo, en un síndrome de Münchausen de masa, que consiste en sobremedicalizar de forma inadaptada (prohibiendo remedios, aplicando soluciones iatrogénicas y coaccionando la experimentación génica), negando principios morales y científicos y afirmando principios perversos y psicópatas.

Pero la verdad, como la mierda, acaba siempre saliendo a flote y hoy, aunque difícilmente, lo estamos ya viendo. Por fin…

2020, 20221 y 2022. Ahí estaba, ante mis ojos, la paranoia, una “locura razonante” como la han bautizado los psiquiatras Sérieux et Capgras, nutrida por el odio y la manipulación erotizada de las instituciones, peligrosamente colectiva y psíquicamente contagiosa “por nuestro bien” (Ariane Bilheran).  Y aquí menciono también a la reputada psicóloga Alice Miller que escribió entre otros ensayos Por tu propio bien, sobre la violencia ejercida por el sistema educativo para romper la voluntad infantil y obtener docilidad y sumisión. Ahora estaba ocurriendo lo mismo: por el propio bien de la población infantilizada, el sistema paranoico se estaba sirviendo del aparato sanitario para romper la voluntad de la población y someterla… pero eso sí: con su “coaccionado consentimiento”.

Y las normas… “convertidas” en leyes. Tanto abuso (anti)constitucional. Las comunidades autónomas, convertidas en Reinos de Taifas… La corrupción institucional campó a sus anchas. La población sometida y gente con poder, o alrededor de él, ahí aprovechando, sacando tajada. Muchas instituciones y personas han sacado tajada de toda esta barbarie. Pocas personas se han hecho eco de las atroces muertes ocurridas en los centros de mayores. Personas gritando en los pasillos, muriendo solas en la más pura desolación, negadas en su derecho a ser cuidadas. Cuántas auxiliares de enfermería y enfermeras fueron atendidas aquellos días, que habían sido testigo de estas situaciones. ¿Cuántas dejaron sus puestos de trabajo por no entrar en disonancias cognitivas?, ¿Cuántas crisis de ansiedad y ataques de pánico?, ¿Cuántas bajas laborales? … ¿Cuántas personas muertas, enfermas, con secuelas hormonales, abortos, ictus? … Era (y aún sigue siendo) todo tan anormal…

La sociedad de derecho parecía haber sido secuestrada, así repentinamente. Estado de sitio para algunas personas, golpe de estado para otras, nueva normalidad para la mayoría… Como nos lo subraya bien la psicóloga y psicopatóloga Ariane Bilheran, en su libro Chroniques du totalitarisme, lo que estaba ocurriendo, lo que ha ocurrido en estos dos años, se corresponde con los criterios políticos de un totalitarismo, ni de una dictadura ni de un despotismo ni de una tiranía: monopolio de los medios de masa y del cuerpo policial, dirección central de la economía, persecución de la oposición y de todo crítica, sistema de vigilancia de individuos, alentar las denuncias, lógica de concentración fundada en el terror, política de tabla rasa, ideología cambiante construida sobre la división entre la buena y la mala ciudadanía, la construcción de un enemigo (visible o invisible) y por supuesto, la pureza.El culmen del totalitarismo vino con el pasaporte sanitario, similar al pasaporte nazi de 1933. No podía creer lo que mis ojos y mis oídos estaban viendo y escuchando. La historia se repetía y la paranoia no había sido capaz de inventar nada nuevo. Todo un clásico en este tipo de patologías: la imitación, la copia, lo falso, lo similar, lo fantasmático…

Ciegamente, la mayor parte de la población obedeció, y aún obedece, a una serie de estructuras psíquicas paranoides. Las patologías narcisistas graves tienen esa «habilidad» de crear una unidad patológica en los grupos hechas de interacciones inconscientes. El sistema constriñe el psiquismo individual que nutre el delirio colectivo. Y es que el totalitarismo corresponde a un delirio psicótico conocido como paranoia. Se trata de una psicosis articulada sobre la negación de la realidad, sobre un delirio interpretativo siempre cimentado sobre un enemigo interno o externo, visible o invisible que nos persigue para matarnos, con una ideología específica que bien puede ser megalómana, ecológica, humanitaria, idealista, hipocondriaca, de persecución…, y finalmente, la proyección, la desconfianza, la escisión y el control como mecanismos de defensa. Esta locura se presenta bajo una apariencia de razón. Francisco de Goya decía que el sueño de la razón produce monstruos. Un discurso incluso bien argumentado alrededor de un delirio de persecución que justifica a su vez la persecución del supuesto enemigo. Y la Ley, siempre interpretada siguiendo las aleatoriedades del delirio, instrumentalizada para perseguir.

Quizás la característica más importante y fundamental del delirio paranoide totalitario estriba en la comunicación. Una comunicación según nos dice la pragmática del lenguaje, paradójica, que como su nombre indica, actúa en contra de la opinión (y el sentido común). Se trata de una comunicación que actúa contra la razón, contra el espíritu, contra la inteligencia, contra la lógica.

El otro gran criterio diagnóstico diferencial de la psicosis paranoide, el acoso. Ese modo de ejercer el poder de forma abusiva cuya finalidad es la sumisión (o la dimisión). Ha sido (y sigue siendo) una forma de violencia sostenida en el tiempo, obstinadamente machacona. 24 horas al día durante más de dos años. El acoso es el modus operandi del totalitarismo, afirma Ariane Bilheran. Es su firma, su huella digital.

El delirio del totalitarismo siempre fue la dominación total, es decir, la intromisión en la totalidad de las esferas tanto sociales como individuales, públicas como privadas, hasta en el interior del psiquismo.  Gracias a la tecnología, resulta más que posible hacer realidad ese delirio.

Resulta extraño y desconcertante ver como cuadros psicopatológicos graves están siendo normalizados.

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El mito de la natividad digital. Nefastas consecuencias

 

No se sabe bien cómo ni por qué, y quizás mejor no ahondar en ello, pero lo cierto es que frecuentemente la “opinión pública” o “mediática” difiere del conocimiento científico al punto de contradecirlo. Es el caso de “lo digital”, esto es el consumo (abuso) recreativo de todo aquello que tenga pantalla: teléfonos móviles, tabletas, televisión… El número de horas invertidas en ello es astronómico, como dice el neurocientífico francés Michel Desmurget (2018). Una hora mínimo, en infantes de menos de dos años. Tres horas diarias de media en infantes desde los dos hasta los ocho años. Cinco horas en infantes entre ocho y doce años y más de siete horas, entre trece y dieciocho años. Y lejos de alarmar a profesionales de la salud y de las ciencias sociales, y de la población en general, parece el símbolo de todo un logro tecnológico y un progreso.

No se sabe de dónde se ha extraído la idea de que ser nativa[1] digital hace que el cerebro esté más desarrollado, al menos para lo digital; que se sepa más y mejor. La realidad, es que una de las consecuencias cerebrales de este abuso, de esta adicción, es la modificación del cerebro de estas personas llamadas nativas digitales, y no necesariamente a mejor. Por supuesto, afecta, modificando igualmente al cerebro de las personas adultas solo que el de las más jóvenes es más plástico y en consecuencia más frágil y vulnerable. En definitiva, el entusiasmo general de esta adicción a lo digital está en disonancia con la realidad reflejada por numerosos estudios científicos prestigiosos tal y como los refiere el neurocientífico anteriormente mencionado Michel Desmurget en su libro La fábrica de cretinos digitales. Al contrario, ciertas investigaciones sacan a la luz, de este (ab)uso recreativo de pantallas, una lista de influencias nefastas y dañinas tanto en la infancia como en la adolescencia, particularmente. Quizás en parte, de ello deriven los numerosos trastornos de salud mental en esta franja de edad en los últimos años.

Todos los pilares del desarrollo se ven afectados tanto cognitivo, como psicológico, afectivo-emocional y físico. Hablamos de déficit de atención, de problemas de memoria y de concentración, de dificultades de pensamiento (razonamiento), de trastornos lingüísticos, de aislamiento social, de ansiedad, de agresividad, de depresión, de obesidad, de sedentarismo… que por supuesto, afectan al rendimiento académico. A este respecto, parece haberse demostrado que las prácticas digitales -de moda- en las clases con fines educativos no son particularmente beneficiosas (Desmurget, 2018). Las famosas evaluaciones internacionales PISA dan fe de ello: “los resultados son, cuanto menos, inquietantes”. Andreas Schleicher, padre fundador de este programa de clasificación, en una conferencia, admitió él mismo que “al final lo digital degrada las cosas”. No son divagaciones de estos dos autores, sino que cada vez es mayor el número de personas expertas a ver estas consecuencias y a limitar en su descendencia, el número de horas expuesta a lo digital. Algunas famosas como Steve Jobs y muchas técnicas y dirigentes intermedias, paradójicamente provenientes del medio digital, son tajantes e incluso radicales al respecto.

En la infancia y adolescencia, la realidad es que más del 90% del tiempo delante de pantallas es de tipo recreativo; no tiene que ver con la utilización académica. Se ha demostrado ampliamente que las personas en estas edades no desarrollan competencias especiales que puedan beneficiar por ser nativas digitales (Desmurget, 2018). Al contrario, están desarrollando toda una serie de patologías derivadas de los numerosos déficits que sí que están adquiriendo. El mayor desarrollo cerebral de las nativas digitales es un mito totalmente falso. No solo no han aumentado su capacidad informática, sino que se han visto seriamente comprometidas las capacidades intelectuales, entre otras la generalización de aprendizajes. Sobre todo, teniendo en cuenta la simplicidad de la mayor parte de aplicaciones que esta generación utiliza (Desmurget, 2018). Se observan muchas dificultades para procesar la información, dificultades que van ligadas al pensamiento, al razonamiento y al entendimiento. En otras palabras, la comprensión se ve seriamente dañada.

Hay que empezar a entender que el cerebro humano -que no es una máquina- necesita una serie de requisitos básicos para desarrollarse plena y sanamente y esos requisitos, lo dicen las neurociencias, tienen que ver con la interacción, con lo intersubjetivo, con el contacto (visual, táctil, auditivo…), con el lenguaje interactivo, con la comunidad, con la familia, con las amistades, con el juego, con la música, con las artes, con las manualidades, con la imaginación… El mundo digital derrumba la interacción física y lo que se deriva de ello. Por poner un ejemplo, nos cuenta este neurocientífico francés, en una hora de interacción humana puede haber un intercambio de unas 1000 palabras y en una hora de tele el “intercambio” puede consistir en 150. Está también el conocido y bien documentado “déficit vídeo” (Desmurget, 2018). Lo que un infante va a aprender y a retener fácilmente en el contexto de una interacción con un humano, por ejemplo, los colores, con los programas educativos a pesar de escucharlos unas cuantas veces, costará retenerlos. Habrá que repetir los programas una decena de veces para que se graven en la memoria, que, por cierto, tiene un componente afectivo-emocional de sobra probado científicamente.

El exceso de estimulación sensorial digital genera muchos trastornos relacionados con la atención, la concentración, de memoria, de aprendizaje… Se necesita limitar el exceso de estimulación sensorial para no colapsar el cerebro. Déficits reportados por logopedas y ortofonistas, entre otras profesionales. Otra de las secuelas ligadas al aprendizaje es la impulsividad: la dificultad para autorregular el comportamiento.

El cerebro necesita calma y tranquilidad. Necesita dormir y las pantallas dificultan seriamente esta actividad, no solo en cuanto a la cantidad, sino en cuanto a la calidad. Hay estudios interesantes sobre cómo interfiere -perjudicando- el sueño en la memoria tras la utilización digital (juegos y videos) al acabar los deberes y las tareas escolares. Está comprobado en este sentido que la capacidad retentiva se ve mermada con este tipo de prácticas, tan generalizadas (Desmurget, 2018).

Hablamos también de una pérdida a nivel de la capacidad pulmonar debido a la falta de ejercicio físico que se debiera hacer. Y también se han hallado alteraciones del sistema cardiovascular. La actividad física es fundamental por el desarrollo de la actividad cerebral.

Y qué decir del lenguaje, del empobrecimiento no solo del vocabulario, sino de las consecuencias sobre la facultad de pensar y razonar, es decir, la merma en estas facultades cuyas repercusiones ya se hacen sentir en las relaciones, en la comunicación y en la psique. Hablamos igualmente del éxito escolar y laboral futuro además de la capacidad de adaptación al mundo, procesos que se ven comprometidos por el abuso digital. Está todo relacionado y concatenado. El ser humano no está compartimentado en compartimentos estancos, ni es una máquina.

No dejaremos de mencionar la importante correlación hallada entre digitalización y falta de empatía, individualización, aislamiento social, fobia social… entre otras variables.

Todos estos elementos y muchos más son las terribles consecuencias invisibles, las cuales, están saliendo a la luz gracias a numerosos estudios científicos sobre todo en el campo de las neurociencias, que, por extrañas razones, no llegan al grueso de la población ni son vehiculadas por los diferentes medios de comunicación.

Todos estos elementos y muchos más refleja algunas de las consecuencias aparentemente invisibles, las cuales, están saliendo a la luz gracias a numerosos estudios científicos sobre todo en el campo de las neurociencias, que, por extrañas razones, no llegan al grueso de la población ni son transmitidas por los diferentes medios de comunicación.

A tenor de los resultados de numerosos estudios, “lo digital” perjudica muy seriamente la salud. El (ab)uso de la tecnología lejos de humanizarnos, idiotiza tanto en sentido físico como emocional, psíquico y cognitivo. La digitalización está muy lejos de significar progreso. Muy al contrario, parece ser indicativo de pérdida de facultades humanas, consecuencia en su mayor parte del deterioro de las interacciones, que a su vez influye en el deterioro cognitivo y neuronal. El uso de la tecnología debiera en consecuencia ser limitado además de contextualizado.

 

 

 

[1] El femenino se utiliza porque hablamos en todo momento de personas.