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Pensamiento dicotómico

Esta forma de pensamiento representa una manera de construir la realidad según categorías polarizadas, es decir, en los extremos. Ejemplos de esta forma de razonamiento nos lo dan las personas que piensan o blanco o negro, o estás conmigo o contra mi, las personas que tratan de negacionistas (con respecto al sars-cov2) al pensamiento crítico… Esta “bipolaridad cognitiva” construye realidades en base a categorías absolutas sin entender que la realidad además de cambiante, es compleja y está llena de matices. No existen gradaciones sino polaridades. Se establecen juicios categóricos, atribuyendo significados radicales y absolutos y creando un mundo bipolar, emocionalmente inestable en donde los comportamientos y emociones oscilan entre un extremo y el otro. Este enfoque dicotómico está en el origen de muchos prejuicios como ya demostraron Theodor Adorno y Max Horkheimer.

En sí mismo, el pensamiento dicotómico no constituye una patología. El problema surge cuando esta forma sesgada de procesar la información se da en forma rígida y estereotipada, generando disfunciones. Para Atkushi Oshio esta forma de pensamiento está relacionada con la personalidad autoritaria. Según su estudio, el pensamiento dicotómico es común en personas narcisistas y con baja autoestima. Piensan así personas que no toleran la ambigüedad, devaluando toda aquella manera de pensar opuesta. Es una manera de pensar estrechamente emparentada con el perfeccionismo, un rasgo de personalidad asociado con la rigidez, la hiperresponsabilidad, la baja tolerancia a la frustración, el control excesivo… Aaron T. Beck lo definió como una forma inmadura y primitiva de pensar caracterizada porque solo se fijan en aspectos globales de la realidad; siendo ésta invariable e irreversible.

Se trata de un tipo de pensamiento de larga tradición en Occidente pudiendo rastrear su origen hasta Grecia. Su tradición omnipresente no desaparece a pesar de la aparición del nuevo pensamiento surgido del paradigma cuántico, en donde las paradojas tienen cabida, y por tanto nuevos planos de realidad susceptibles de ser explorados. La estética de este nuevo modelo de pensamiento partiría de una dinámica vincular no bipolar, que abdica de los absolutos y que permite por tanto elucidar y producir sentido de una manera responsable, teniendo en cuenta el contexto, como subraya Denise Najmanovich.

Lo cierto es que el pensamiento dicotómico obsoleto desde un punto de vista científico, está nublando el panorama reflexivo como consecuencia de un autoritarismo cimentado en lo que algunos autores como Adorno, Brunswik y Sanford han bautizado como personalidad autoritaria. Se trataría de un autoritarismo estructural que atraviesa transversalmente toda la sociedad, apoyado en una estructura económica y tecnológica cuyo resultado induce claramente a una involución general. Una nueva Edad Media, como señala Umberto Eco, basada en esta formar bipolar de pensar, como la única manera de procesar la realidad. Un sesgo cognitivo naturalizado y normalizado. En consecuencia, se ignora la ciencia, la experiencia, la observación… Cualquier dato que tenga que ver con la realidad podrá ser censurado y reemplazado por una realidad inventada. Un mundo delirante. No se admite nada que pueda significar o correlacionar con el principio de realidad. Lo virtual basado en dígitos binarios, desplaza lo real.

A nivel clínico, los principales indicadores de esta dicotomización son las conductas ambivalentes, contradictorias, compulsivas e inestables sin correlatos externos que lo justifiquen. En el ámbito de la comunicación verbal, encontramos todo un vocabulario bipolar a través del cual se expresa esta particular rigidez y el totalitarismo correspondiente. A partir de algunos ejemplos clínicos, examinamos algunas de las patologías más comunes en la actualidad cimentadas sobre esta forma de pensamiento bipolar.

*La psicopatía, patología que divide al mundo en poderosos y míseros, amos y esclavos, sujetos y objetos. La principal creencia que subyace en esta patología tiene que ver con la megalomanía: “los demás son tontos, yo soy (el único) inteligente”, “soy Dios”, “los demás están para servirme”, “soy al amo del universo”, “deben rendirme pleitesía”… Las personas con esta patología utilizan criterios polarizados como jefe-subordinado, obediencia-desobediencia, verdugo-víctima, útil-inútil, cazador-presa, fuertes-débiles…

*El trastorno narcisista de la personalidad caracterizado por dividir la humanidad en dos: el centro -donde se sitúa la persona narcisista- y las satélites -el resto-. Su principal creencia está basada en “soy el/la mejor” y los principales criterios de acción que utiliza son superior-inferior, mejor-peor, yo-no yo…

*El pensamiento dicotómico de las personas con trastorno límite de la personalidad, se circunscribe al abandono y a la soledad. Los criterios polarizados mas comunes son: abandono-cuidado, amor-odio, dependencia-autonomía, confianza-desconfianza, abuso-protección.

En el eje I encontramos dos grandes problemáticas: la depresión y la ansiedad.

*El modo depresivo de procesar la información tiene que ver con una visión negativa de sí, del mundo y del futuro. Y aquí el pensamiento dicotómico cobra especial importancia: “Siempre me va mal”, “Nunca mejoraré”, “Todo es un desastre”, “Soy un fracasado”, “Nunca lo conseguiré”, “Total, para qué”. Y se concreta en constructos como feliz-infeliz, éxito-fracaso, suerte-desgracia, placer-sufrimiento.

*La ansiedad, expresión fisiológica del miedo (a veces pánico), se concreta en una serie conductas fóbicas variadas, basadas en una sobreestimación del peligro potencial de sucesos y una infravaloración de recursos personales para afrontarlos. “Voy a morir”, “Tengo cáncer”, “No controlo”, “Me voy a volver loca”, “Es superior a mi”, “No puedo”, son expresiones comunes de pensamientos y creencias irracionales construidas sobre constructos dicotómicos como seguridad-peligro, vida-muerte, protección-indefensión, exposición-evitación, tranquilidad-terror.

*Los trastornos obsesivo-compulsivos se caracterizan por un exceso de poder otorgado a los pensamientos y, en consecuencia, una imperiosa necesidad de control. Creencias como “Si no me lavo (plancho, ordeno…) algo grave va a pasar a mi o a mi familia”, “Las cosas deben ser de una manera”… Pensamientos construidos sobre dicotomías como orden-caos, bueno-malo, perfecto-deficiente, correcto-erróneo, limpio-contaminado, todo-parte…

En las relaciones ya sean familiares, laborales o de pareja encontramos frecuentemente formas dicotómicas de procesar la información, como subraya Javier Martín. Pensamiento y creencias románticas del tipo “sin ti me muero”, “Sin ti no se vivir”, “Si me dejas, me mato”, “Sin ti no soy nada”, “Todos son iguales” “Te amaré siempre”, “Nunca estuve realmente bien a tu lado”, “Nunca fui realmente feliz”… en base a dicotomías como amor-desamor, fidelidad-infidelidad, dependencia-independencia, soledad-compañía, protección-abuso.

Para superar este tipo de sesgo cognitivo, conviene cultivar el pensamiento crítico y la flexibilidad cognitiva, idealmente desde edades tempranas, cultivar la inteligencia y la empatía para entender que existen otros puntos de vista y relativizar el grado de certeza para matizar. Es importante eliminar las valoraciones y los juicios, para lo cual ir a los hechos ayuda a percibir la realidad con sus matices. Y por supuesto, tomar conciencia de para qué hacemos lo que hacemos. La flexibilidad cognitiva es un criterio fundamental de salud y equilibrio mental de cara a resolver problemas y generar alternativas.

A título individual la intervención psicológica puede ayudar a flexibilizar esta manera de pensar rígida, no obstante ello representaría simplemente un islote dentro de una cultura que preconiza exactamente lo contrario, generando una disonancia cognitiva entre la terapia y la realidad. Por ello, sin cambios culturales, sociales y económicos, los parches psicológicos que podamos poner, serán solo eso: parches.

 

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La vergüenza en psicología

 

Muchas personas acuden a terapia con un convencimiento de no ser lo suficiente… lo suficientemente buena madre, lo suficientemente delgada o atractiva, lo suficientemente buen alumno, lo suficientemente trabajador… Una creencia en la propia escasez enraizada en la noción de carencia afectiva o emocional. Es la esencia, el núcleo duro de la vergüenza.

La vergüenza es la expresión de una profunda creencia de inadecuación que se pretende tapar a costa de amputar una parte de la personalidad. Las personas con vergüenza viven con miedo a que se descubran sus debilidades, por lo que se esforzarán en crear un falso y en apariencia invulnerable, yo. La vergüenza genera un miedo a mostrarse, a dejarse ver, a visibilizarse y, en consecuencia, se intenta invisibilizar todo aquello susceptible de no ser lo suficiente.

La vergüenza también se expresa en la creencia de no ser merecedores de éxito, amor, respeto, felicidad… El “complejo de Jonás” con el que Abraham Maslow bautizó a las personas con miedo al éxito, a mostrar su talento, a desarrollar su potencial. Rechazan alabanzas, temen que todo vaya bien, sabotean su merecido éxito, posponen trabajos, estudios, cursos…

No se trata de un problema estrictamente individual. Estamos inmersos en una cultura de la vergüenza que considera que nos falta siempre algo para poder ser personas perfectas, competitivas y completas. Cultura de la vergüenza fomentada por el poder, a través de la economía y de manera coercitiva, que presiona para, en todo momento y sin descanso, estar corriendo detrás de algo: alguna formación, algún curso… de algo que siempre nos falta(rá). Todas las instituciones a través de las cuales el poder se ejercita, se hacen eco de la vergüenza y la perpetúan. Es así como nuestra cultura fomenta la vergüenza del “nunca es suficiente”. No se está lo suficientemente formada, no se es lo suficientemente joven, no se tiene la suficiente experiencia, no se tienen los suficientes idiomas, no se han conseguido los suficientes títulos, no se tienen los suficientes años cotizados… Tampoco disponemos de suficiente tiempo, no se duerme lo suficiente, no se distrae lo suficiente, no se hace el suficiente ejercicio… Toda esta insuficiencia interiorizada por cada individuo hace que gran parte del tiempo se emplee en preocuparse de no tener lo suficiente de algo y por supuesto, de ver como llegar a esa suficiencia. Bajo el pretexto de la innovación, se esconde la desmesura del“siempre más”. El mejor ejemplo de ello nos lo proporciona la tecnología. Pero paradójicamente, la realidad nos muestra en repetidas ocasiones que más no es sinónimo de mejor, al contrario.

Esta socialización en la vergüenza hace que la gente se sienta inadecuada, carente o que no encaja… porque siempre falta algo. Y en consecuencia corre, estudia, trabaja, compra, come, juega…  compulsivamente, para tener y llegar a la suficiencia. El resultado es la adicción, porque siempre se tendrá que hacer algo, ya que nunca se tendrá lo bastante. Hacer compulsivamente hasta la extenuación para dejar de sentir vergüenza. Y así llegamos a construir lo que Byung-Chul Han ha denominado una “sociedad del cansancio” llena de sujetos vergonzosos por dentro e invulnerables por fuera. Individuos que utilizan preferentemente los mecanismos de defensa como el control y el perfeccionismo. Personas autoexigentes, esclavas de sí mismas que se desprecian a través de unos diálogos internos inquisitivos e inquisitoriales hasta eliminar partes de sí mismas.

Gente con baja autoestima, emocionalmente hipotecada porque dejan en manos de los demás la valoración de sí mismas. Individuos que tienen como núcleo vital la vergüenza, se niegan a sí mismos para adaptarse a las exigencias de los demás, o de lo que creen que esperan de ellos. Mutilados de una guerra invisible contra sí mismos, con partes amputadas, desconectadas y rechazadas, viviendo una ilusión de invulnerabilidad.

La falta de respeto hacia lo propiamente humano desencadena sentimientos de vergüenza, que se alimentan de soledad -aislamiento-, creencia en la inadecuación y humillación. Esta falla se inicia en el seno de la familia y se continúa en todas las instituciones que se encargan de la educación y socialización: escuela y trabajo.

No se respeta el propio proceso de crecimiento y desarrollo del individuo desde sus orígenes. Nada que tenga que ver con la noción de proceso es respetado, al contrario, es forzado por una inmediatez que no permite la maduración suficiente.

La violencia del forzar todo proceso genera una profunda vergüenza. Porque deberíamos estar sintiendo probablemente algo que no sentimos. Lo más característico del sentimiento general actual es ese vacío fruto de la enajenación de partes de uno mismo, cargado de una profunda vergüenza por no ser o estar adecuado a las exigencias irreales de un sistema -del que somos cómplices- que está constantemente forzando, exigiendo, explotando… Un sistema que no para, no descansa, no cesa… No tiene nunca suficiente.

La vergüenza parece ser un problema endémico que está subyacente en los problemas psicológicos y sociales actuales, como señalan John Bradshaw y Brené Brown. A pesar de sus múltiples caras, la manifestación neurótica más común de la vergüenza es la sensación de fracaso, lo que nos hace sentir personas indignas.

En tanto en cuanto no interioricemos la noción de suficiencia, adecuación y proceso, tendremos que lidiar con la vergüenza. El antídoto contra la vergüenza parece ser la satisfacción. De satis (bastante, satisfecho) y facere (hacer), significa construir suficiente, hacer bastante. Somos (lo) suficiente y eso, ya es bastante. Esta aceptación de todo nuestro ser con sus luces y sombras será la base de la satisfacción, del orgullo y la autoestima.

Si deseamos cambiar algo en nuestra personalidad, será por voluntad propia, porque así lo queremos y deseamos; porque nos reporta una mejora en nuestra calidad de vida; porque nos permite desarrollarnos respetando nuestro proceso evolutivo.

 

 

 

 

 

 

 

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Psicología de la maldad

 

El estudio de conductas que causan daño y sufrimiento tiene una larga tradición en la psicología social. Destacan los experimentos de la prisión de Stanford llevados a cabo por Zimbargo, Haney y Jaffe en 1973 y el de Milgran en 1964. Ambos experimentos se circunscribían dentro del estudio de la agresión. A finales de la década de los ochenta surge una línea de trabajo centrada en la maldad, entendida ésta como un conjunto de conductas que causan daño severo y persistente, manifestándose en escenarios diversos. La maldad pues es definida genéricamente, tal como señalan Baumeister, Darley, Miller, Staub, Waller y Zimbardo como “el daño intencional, planeado y moralmente injustificado que se causa a otras personas, de tal modo que denigra, deshumaniza, daña, destruye o mata a persona inocentes”.

Está bastante extendido el mito de que la maldad es una forma de locura. Pero la realidad es que la mayoría de personas que actúan malignamente están cuerdas. Si bien la maldad no está diagnosticada como enfermedad mental, se han hallado factores de personalidad que correlacionan con ésta. En este sentido, un estudio reciente llevado a cabo por Zettler, Hilbig y Moshagen ha mostrado un origen común de la maldad llamado “Factor D”. Este “Factor D” es la tendencia a maximizar el interés individual sin tener en cuenta, de manera malintencionada, el daño que el comportamiento pueda tener sobre la otredad ni la inutilidad del comportamiento.

Los rasgos oscuros de personalidad subyacentes en este factor D que emergieron en la investigación fueron:

1.- El egoísmo sería el primero de ellos y se define como la preocupación excesiva por el beneficio propio a expensas de las demás.

2.- Como segundo rasgo, está el maquiavelismo entendido como una actitud manipuladora e insensible hacia las demás personas y la firme convicción de que el fin justifica los medios.

3.- La desconexión moral es el tercero de estos rasgos oscuros, y es definido como un estilo de procesamiento cognitivo que permite comportarse de manera amoral sin sentir remordimiento alguno.

4.- El narcisismo, cuarto rasgo, es definido como una autoadmiración excesiva, acompañada de un sentimiento de superioridad y una necesidad extrema de ser el centro de atención.

5.- El derecho psicológico, quinto rasgo oscuro, se refiere a la creencia de que una persona es mejor que las demás y, en consecuencia, merece ser tratada mejor.

6.- La psicopatía es el sexto rasgo, entendida ésta como falta de empatía, autrocontrol y comportamiento impulsivo.

7.- El sadismo es el séptimo rasgo y significa el deseo de infligir daño a otras por placer.

8.- Luego está el interés propio entendido como el deseo de promover y destacar el propio estatus social.

9.- Y por último, el noveno rasgo, el rencor, entendido como la destructividad y disposición a causar daño.

Todos estos rasgos oscuros tienen su fundamento en esa tendencia psicológica a anteponer los intereses personales a cualquier otro interés.

Las preguntas nos asaltan: ¿Es posible tanta maldad? ¿La maldad está tan extendida? ¿La maldad cobra forma de epidemia? ¿Cómo es que la maldad está tan normalizada?

Hanna Arendt acuña el término banalidad del mal para expresar que algunos individuos actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar ni preocuparse por las consecuencias de sus actos; simplemente cumpliendo órdenes.

Estas situaciones, por otro lado tan frecuentes, se dan cuando la maldad se normaliza y, por ende, se transforman en una ética del actuar. Y es que tal y como han mostrado diversos autores -Lasch, Bauman, Lowen…- un narcisismo patológico está proliferando socialmente cimentado en un individualismo asocial, hasta el punto de convertirse en la enfermedad de nuestro tiempo -afirmará Lypovetsky-; Kristeva dirá que el individuo moderno es un narcisista sin remordimientos. Parece pues que las personas con este tipo de rasgos están bien adaptadas a la sociedad neoliberal de nuestro tiempo. Una sociedad cada vez más imbuida de maldad porque el recién hallado “Factor D” parece estar así impregnando los valores sociales, culturales, políticos y económicos, gracias a procesos facilitadores como la obediencia, la exclusión moral, la deslegitimación, la percepción diferencial de valores, la naturalización de rasgos culturales y la deshumanización, entre otros.

Y es que locura y razón, como han demostrado ampliamente las barbaries acaecidas en el siglo XX, no solo no son excluyentes, sino que pueden ir perfectamente de la mano. Porque la maldad convertida en razón instrumental vehiculada socialmente, no muestra signo alguno de delirio, aunque sí de manía, nombre que tradicionalmente se le daba a la locura. No parece loca porque cada vez nos parece más normal que el fin justifique los medios, que los intereses privados primen sobre el bienestar común, que la violencia sea una forma banal de proceder, que la otredad desaparezca en pos de una identidad narcisista… Formas de actuar egocéntricas, ombliguistas, sin remordimientos, mercantilistas, utilitaristas, violentas, criminales se van imponiendo como normales, es decir, como formas de actuar legítimas y legitimizadas por discursos ideológicos neoliberales, lo que en sí forma parte del espectro patológico de la perversión.

En connivencia con el pensamiento de Adolfo Jarne, concluiremos afirmando que la maldad sí tiene una dimensión de enfermedad, tiene una base patológica.

Y si es así, habrá que volver a la nosografía clásica y empezar a distinguir la maldad de la bondad.