Muchas personas acuden a terapia con un convencimiento de no ser lo suficiente… lo suficientemente buena madre, lo suficientemente delgada o atractiva, lo suficientemente buen alumno, lo suficientemente trabajador… Una creencia en la propia escasez enraizada en la noción de carencia afectiva o emocional. Es la esencia, el núcleo duro de la vergüenza.
La vergüenza es la expresión de una profunda creencia de inadecuación que se pretende tapar a costa de amputar una parte de la personalidad. Las personas con vergüenza viven con miedo a que se descubran sus debilidades, por lo que se esforzarán en crear un falso y en apariencia invulnerable, yo. La vergüenza genera un miedo a mostrarse, a dejarse ver, a visibilizarse y, en consecuencia, se intenta invisibilizar todo aquello susceptible de no ser lo suficiente.
La vergüenza también se expresa en la creencia de no ser merecedores de éxito, amor, respeto, felicidad… El “complejo de Jonás” con el que Abraham Maslow bautizó a las personas con miedo al éxito, a mostrar su talento, a desarrollar su potencial. Rechazan alabanzas, temen que todo vaya bien, sabotean su merecido éxito, posponen trabajos, estudios, cursos…
No se trata de un problema estrictamente individual. Estamos inmersos en una cultura de la vergüenza que considera que nos falta siempre algo para poder ser personas perfectas, competitivas y completas. Cultura de la vergüenza fomentada por el poder, a través de la economía y de manera coercitiva, que presiona para, en todo momento y sin descanso, estar corriendo detrás de algo: alguna formación, algún curso… de algo que siempre nos falta(rá). Todas las instituciones a través de las cuales el poder se ejercita, se hacen eco de la vergüenza y la perpetúan. Es así como nuestra cultura fomenta la vergüenza del “nunca es suficiente”. No se está lo suficientemente formada, no se es lo suficientemente joven, no se tiene la suficiente experiencia, no se tienen los suficientes idiomas, no se han conseguido los suficientes títulos, no se tienen los suficientes años cotizados… Tampoco disponemos de suficiente tiempo, no se duerme lo suficiente, no se distrae lo suficiente, no se hace el suficiente ejercicio… Toda esta insuficiencia interiorizada por cada individuo hace que gran parte del tiempo se emplee en preocuparse de no tener lo suficiente de algo y por supuesto, de ver como llegar a esa suficiencia. Bajo el pretexto de la innovación, se esconde la desmesura del“siempre más”. El mejor ejemplo de ello nos lo proporciona la tecnología. Pero paradójicamente, la realidad nos muestra en repetidas ocasiones que más no es sinónimo de mejor, al contrario.
Esta socialización en la vergüenza hace que la gente se sienta inadecuada, carente o que no encaja… porque siempre falta algo. Y en consecuencia corre, estudia, trabaja, compra, come, juega… compulsivamente, para tener y llegar a la suficiencia. El resultado es la adicción, porque siempre se tendrá que hacer algo, ya que nunca se tendrá lo bastante. Hacer compulsivamente hasta la extenuación para dejar de sentir vergüenza. Y así llegamos a construir lo que Byung-Chul Han ha denominado una “sociedad del cansancio” llena de sujetos vergonzosos por dentro e invulnerables por fuera. Individuos que utilizan preferentemente los mecanismos de defensa como el control y el perfeccionismo. Personas autoexigentes, esclavas de sí mismas que se desprecian a través de unos diálogos internos inquisitivos e inquisitoriales hasta eliminar partes de sí mismas.
Gente con baja autoestima, emocionalmente hipotecada porque dejan en manos de los demás la valoración de sí mismas. Individuos que tienen como núcleo vital la vergüenza, se niegan a sí mismos para adaptarse a las exigencias de los demás, o de lo que creen que esperan de ellos. Mutilados de una guerra invisible contra sí mismos, con partes amputadas, desconectadas y rechazadas, viviendo una ilusión de invulnerabilidad.
La falta de respeto hacia lo propiamente humano desencadena sentimientos de vergüenza, que se alimentan de soledad -aislamiento-, creencia en la inadecuación y humillación. Esta falla se inicia en el seno de la familia y se continúa en todas las instituciones que se encargan de la educación y socialización: escuela y trabajo.
No se respeta el propio proceso de crecimiento y desarrollo del individuo desde sus orígenes. Nada que tenga que ver con la noción de proceso es respetado, al contrario, es forzado por una inmediatez que no permite la maduración suficiente.
La violencia del forzar todo proceso genera una profunda vergüenza. Porque deberíamos estar sintiendo probablemente algo que no sentimos. Lo más característico del sentimiento general actual es ese vacío fruto de la enajenación de partes de uno mismo, cargado de una profunda vergüenza por no ser o estar adecuado a las exigencias irreales de un sistema -del que somos cómplices- que está constantemente forzando, exigiendo, explotando… Un sistema que no para, no descansa, no cesa… No tiene nunca suficiente.
La vergüenza parece ser un problema endémico que está subyacente en los problemas psicológicos y sociales actuales, como señalan John Bradshaw y Brené Brown. A pesar de sus múltiples caras, la manifestación neurótica más común de la vergüenza es la sensación de fracaso, lo que nos hace sentir personas indignas.
En tanto en cuanto no interioricemos la noción de suficiencia, adecuación y proceso, tendremos que lidiar con la vergüenza. El antídoto contra la vergüenza parece ser la satisfacción. De satis (bastante, satisfecho) y facere (hacer), significa construir suficiente, hacer bastante. Somos (lo) suficiente y eso, ya es bastante. Esta aceptación de todo nuestro ser con sus luces y sombras será la base de la satisfacción, del orgullo y la autoestima.
Si deseamos cambiar algo en nuestra personalidad, será por voluntad propia, porque así lo queremos y deseamos; porque nos reporta una mejora en nuestra calidad de vida; porque nos permite desarrollarnos respetando nuestro proceso evolutivo.
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