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Psicología de la maldad

 

El estudio de conductas que causan daño y sufrimiento tiene una larga tradición en la psicología social. Destacan los experimentos de la prisión de Stanford llevados a cabo por Zimbargo, Haney y Jaffe en 1973 y el de Milgran en 1964. Ambos experimentos se circunscribían dentro del estudio de la agresión. A finales de la década de los ochenta surge una línea de trabajo centrada en la maldad, entendida ésta como un conjunto de conductas que causan daño severo y persistente, manifestándose en escenarios diversos. La maldad pues es definida genéricamente, tal como señalan Baumeister, Darley, Miller, Staub, Waller y Zimbardo como “el daño intencional, planeado y moralmente injustificado que se causa a otras personas, de tal modo que denigra, deshumaniza, daña, destruye o mata a persona inocentes”.

Está bastante extendido el mito de que la maldad es una forma de locura. Pero la realidad es que la mayoría de personas que actúan malignamente están cuerdas. Si bien la maldad no está diagnosticada como enfermedad mental, se han hallado factores de personalidad que correlacionan con ésta. En este sentido, un estudio reciente llevado a cabo por Zettler, Hilbig y Moshagen ha mostrado un origen común de la maldad llamado “Factor D”. Este “Factor D” es la tendencia a maximizar el interés individual sin tener en cuenta, de manera malintencionada, el daño que el comportamiento pueda tener sobre la otredad ni la inutilidad del comportamiento.

Los rasgos oscuros de personalidad subyacentes en este factor D que emergieron en la investigación fueron:

1.- El egoísmo sería el primero de ellos y se define como la preocupación excesiva por el beneficio propio a expensas de las demás.

2.- Como segundo rasgo, está el maquiavelismo entendido como una actitud manipuladora e insensible hacia las demás personas y la firme convicción de que el fin justifica los medios.

3.- La desconexión moral es el tercero de estos rasgos oscuros, y es definido como un estilo de procesamiento cognitivo que permite comportarse de manera amoral sin sentir remordimiento alguno.

4.- El narcisismo, cuarto rasgo, es definido como una autoadmiración excesiva, acompañada de un sentimiento de superioridad y una necesidad extrema de ser el centro de atención.

5.- El derecho psicológico, quinto rasgo oscuro, se refiere a la creencia de que una persona es mejor que las demás y, en consecuencia, merece ser tratada mejor.

6.- La psicopatía es el sexto rasgo, entendida ésta como falta de empatía, autrocontrol y comportamiento impulsivo.

7.- El sadismo es el séptimo rasgo y significa el deseo de infligir daño a otras por placer.

8.- Luego está el interés propio entendido como el deseo de promover y destacar el propio estatus social.

9.- Y por último, el noveno rasgo, el rencor, entendido como la destructividad y disposición a causar daño.

Todos estos rasgos oscuros tienen su fundamento en esa tendencia psicológica a anteponer los intereses personales a cualquier otro interés.

Las preguntas nos asaltan: ¿Es posible tanta maldad? ¿La maldad está tan extendida? ¿La maldad cobra forma de epidemia? ¿Cómo es que la maldad está tan normalizada?

Hanna Arendt acuña el término banalidad del mal para expresar que algunos individuos actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar ni preocuparse por las consecuencias de sus actos; simplemente cumpliendo órdenes.

Estas situaciones, por otro lado tan frecuentes, se dan cuando la maldad se normaliza y, por ende, se transforman en una ética del actuar. Y es que tal y como han mostrado diversos autores -Lasch, Bauman, Lowen…- un narcisismo patológico está proliferando socialmente cimentado en un individualismo asocial, hasta el punto de convertirse en la enfermedad de nuestro tiempo -afirmará Lypovetsky-; Kristeva dirá que el individuo moderno es un narcisista sin remordimientos. Parece pues que las personas con este tipo de rasgos están bien adaptadas a la sociedad neoliberal de nuestro tiempo. Una sociedad cada vez más imbuida de maldad porque el recién hallado “Factor D” parece estar así impregnando los valores sociales, culturales, políticos y económicos, gracias a procesos facilitadores como la obediencia, la exclusión moral, la deslegitimación, la percepción diferencial de valores, la naturalización de rasgos culturales y la deshumanización, entre otros.

Y es que locura y razón, como han demostrado ampliamente las barbaries acaecidas en el siglo XX, no solo no son excluyentes, sino que pueden ir perfectamente de la mano. Porque la maldad convertida en razón instrumental vehiculada socialmente, no muestra signo alguno de delirio, aunque sí de manía, nombre que tradicionalmente se le daba a la locura. No parece loca porque cada vez nos parece más normal que el fin justifique los medios, que los intereses privados primen sobre el bienestar común, que la violencia sea una forma banal de proceder, que la otredad desaparezca en pos de una identidad narcisista… Formas de actuar egocéntricas, ombliguistas, sin remordimientos, mercantilistas, utilitaristas, violentas, criminales se van imponiendo como normales, es decir, como formas de actuar legítimas y legitimizadas por discursos ideológicos neoliberales, lo que en sí forma parte del espectro patológico de la perversión.

En connivencia con el pensamiento de Adolfo Jarne, concluiremos afirmando que la maldad sí tiene una dimensión de enfermedad, tiene una base patológica.

Y si es así, habrá que volver a la nosografía clásica y empezar a distinguir la maldad de la bondad.

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Violencia psicológica

 

La violencia psicológica está considerada como una forma grave de violencia debido a una perturbación profunda del equilibrio psíquico de la víctima. Es un arma muy eficaz para someter, dominar y esclavizar. Tiene como finalidad imponer una dominación para tener a la otra persona a disposición e instrumentalizarla a voluntad; hacerle jugar todo tipo de rol.

La dominación, se trata de un desequilibrio de poder a través de la manipulación, la intimidación, la amenaza o el terror que se puede obtener con una simple mirada pero también por el colapso resultando debido a comportamientos anormales, incomprensibles e inconsistentes.

Este tipo de violencia es una verdadera empresa de demolición identidataria para condicionar a las víctimas de forma que éstas se sientan inferiores, incompetentes, tontas, culpables, inútiles, reducidas, creyendo que no tienen ningún derecho.

Esta violencia tiene como objetivo crear en la víctima:

– Un clima de inseguridad física y emocional incluso terror por medios muy diversos como conflictos en todo momento, intimidación, amenazas, chantaje emocional, insinuaciones perpetuas, agresión y hostilidad continua, ira repentina, intolerancia a la frustración y a cualquier forma de oposición; actitudes duras, a veces crueles; indiferencia, no respeto por horarios reglas, cargas económicas, tareas…

– Un clima de culpa y sentimiento de incompetencia a través de quejas y críticas, demandas poco realistas, actitudes de rechazo y frustración, celos… siempre generando el sentimiento en la pareja de no ser lo suficiente, no llegar, fallar continuamente o no dar la talla.

– Un clima de confusión y duda a partir de actitudes y mensajes inconsistentes, mentiras, engaños, ocultaciones, manipulaciones, interpretaciones sobre gestos, actos, hechos, actitudes, juicios, intenciones… Puestas en escena llenas de negación, de no reconocimiento y desprecio por las necesidades básicas, emociones, sentimientos, dolor, frustración en las parejas , de tal manera que las víctimas pierden la capacidad de confiar en sus juicios, intuiciones, deseos… en sí mismas.

– Un clima de coacción, control y aislamiento a través de vigilancia, imposición de reglas, acoso, falta de respeto por la privacidad de la otra persona

– Sentimientos de inferioridad, desvalorización y humillación debido a las constantes descalificaciones y denigrados repetidos; críticas incesantes y palabras hirientes sobre el aspecto físico, la sexualidad, la expresión verbal, la capacidad intelectual, los trabajos, la educación…

La violencia psicológica se cimenta sobre una farsa, esto es, las palabras y comportamientos de la persona agresora suelen ser mentiras y abusos de poder, cuyo único objetivo consiste en manipular a la víctima. Son intencionales y se escenifican en general bajo apariencias de amor, educación, necesidad, responsabilidad, imperativos profesionales, económicos o de seguridad.

En general la persona violenta justifica su violencia al ser provocada por la víctima, por su culpa. A esta actitud de presentarse la agresora como víctima, lo ayudan los estereotipos y representaciones sociales sobre el amor, la familia, la sexualidad, la educación, el trabajo, la obediencia, la jerarquía, la seguridad, las desigualdades profundamente arraigadas en la sociedad. Ni que decir tiene que la desinformación y la ignorancia no solo en la población sino en muchos profesionales de la salud y del derecho, ayudan a reproducir y a revictimizar, reforzando y naturalizando la violencia psicológica. Por supuesto que la persona violenta sabe que lo que hace es ilegitimo e injustificable, pero puede permitirse hacerlo particularmente en contextos a puerta cerrada como en la pareja, en la familia, en el trabajo…. En donde hay impunidad.

Este tipo de violencia comienza a ocurrir muy frecuentemente desde el comienzo de la relación solo que se presenta envuelta en un clima de seducción, protección o paternalismo (por el bien de la víctima). A menudo, es identificada por la víctima como anormal o inconsistente pero esta última no se permite tenerla en cuenta ni confiar en su juicio e intuición, debido a que la racionalización de la persona violenta logra confundirla (disonancia cognitiva); confusión favorecida muchas veces por lo vehiculado socialmente (los padres siempre aman a sus hijos, los hombres son así: son torpes, exigentes, no psicólogos, tienen necesidades sexuales urgentes, las mujeres son más intuitivas, más sensibles y románticas, enamoradas es normal hacer concesiones, es normal estar al servicio del hombre que amas, en el trabajo hay que obedecer órdenes, etc.), impidiendo así que la víctima se defienda a sí misma y también porque la víctima (y parte de la población) piensa que el comportamiento del agresor no es intencional (no de hecho, él es así, no es culpa suya, hay que explicarle, sufrió, lo voy a cambiar gracias a mi amor…).

De manera gradual e inexorable, la violencia psicológica se va intensificando, tejiendo una telaraña alrededor de la víctima a medida que se involucra más en la relación y a medida que realiza esfuerzos para adaptarse a situaciones de violencia para anticiparlas, evitarlas y sobrevivir a ellas, desarrollando capacidades extraordinarias para comprender a la persona del perpetrador.

La víctima de esta forma de violencia a pesar de ser consciente de ello y del infierno que vive, quedará atrapada de manera efectiva porque a fuerza de repetirse, se generan trastornos postraumáticos que conducen a un estado de disociación y de embotamiento emocional, impidiéndole comprender sus reacciones y emociones. Así mismo, se instala en la víctima la duda, la inestabilidad emocional, la incertidumbre, la confusión, la vergüenza… estado que aprovecha la persona verdugo para dominar y manipular, dictando sus emociones, imponiendo sus pensamientos y haciéndole desempeñar el rol de chivo expiatorio. Los análisis y emociones de la víctima son continuamente descalificados y negados con frases como “no es tan grave”, “exageras”, “haces un drama de todo”… A ello hay que añadirle la inoculación de la culpa con frases como “estás loca”, “ no vales”, “nadie te va a querer como yo”… lo que suele añadir un profundo sentimiento de incompetencia, generando así una fuerte disonancia cognitiva (conflicto interno entre pensamientos o comportamientos y creencias) que le dificulta e incapacita para percibir lo que realmente está ocurriendo.

Esta violencia se acompaña de un sistema de control y de dominación permanente que consiste en críticas sistemáticas por el humor, la cólera, la amenaza, la negación de percepciones, el no respeto de necesidades y opiniones, la toma de decisiones unilateral, la intimidación física, las humillaciones (en muchos casos sexuales), lo que acaba por destruir la confianza y la estima en las víctimas.

Esta violencia comporta graves secuelas en la integridad psíquica, pudiendo compararse a una muerte psíquica o pudiendo empujar a la víctima al suicidio.

Desgraciadamente, a pesar de estar tipificada esta forma de violencia por la ley, resulta muy difícil probarla. A esta dificultad se añaden la falta de experiencia clínica de muchos profesionales que realizan peritajes judiciales y la ignorancia psicodiagnóstica de personas que trabajan en mediación y adjudicatura, lo que hace que hace que muchos prejuicios se cuelen en informes y sentencias. Como ha escrito Punset, “el grueso del conocimiento científico no ha penetrado en la cultura popular”. De esta forma, la manipulación de la persona agresora va más allá de la víctima al presentarse y convencer al sistema de que ella es la auténtica víctima. Y en no pocos casos, lo consigue. Ello hace que muchos profesionales clínicos tengamos que ser testigos de una revictimización de la víctima real, viendo las serias consecuencias de ello sobre todo en la prole, población a través de la cual la persona agresora, verdugo, continua su dominio y control durante años y décadas, haciendo necesaria la intervención psicológica en esta nueva generación. Ello también hace que una gran mayoría de víctimas no denuncien, a pesar de haber sido económicamente saqueadas y puestas en graves dificultades económicas.