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El mito de la natividad digital. Nefastas consecuencias

 

No se sabe bien cómo ni por qué, y quizás mejor no ahondar en ello, pero lo cierto es que frecuentemente la “opinión pública” o “mediática” difiere del conocimiento científico al punto de contradecirlo. Es el caso de “lo digital”, esto es el consumo (abuso) recreativo de todo aquello que tenga pantalla: teléfonos móviles, tabletas, televisión… El número de horas invertidas en ello es astronómico, como dice el neurocientífico francés Michel Desmurget (2018). Una hora mínimo, en infantes de menos de dos años. Tres horas diarias de media en infantes desde los dos hasta los ocho años. Cinco horas en infantes entre ocho y doce años y más de siete horas, entre trece y dieciocho años. Y lejos de alarmar a profesionales de la salud y de las ciencias sociales, y de la población en general, parece el símbolo de todo un logro tecnológico y un progreso.

No se sabe de dónde se ha extraído la idea de que ser nativa[1] digital hace que el cerebro esté más desarrollado, al menos para lo digital; que se sepa más y mejor. La realidad, es que una de las consecuencias cerebrales de este abuso, de esta adicción, es la modificación del cerebro de estas personas llamadas nativas digitales, y no necesariamente a mejor. Por supuesto, afecta, modificando igualmente al cerebro de las personas adultas solo que el de las más jóvenes es más plástico y en consecuencia más frágil y vulnerable. En definitiva, el entusiasmo general de esta adicción a lo digital está en disonancia con la realidad reflejada por numerosos estudios científicos prestigiosos tal y como los refiere el neurocientífico anteriormente mencionado Michel Desmurget en su libro La fábrica de cretinos digitales. Al contrario, ciertas investigaciones sacan a la luz, de este (ab)uso recreativo de pantallas, una lista de influencias nefastas y dañinas tanto en la infancia como en la adolescencia, particularmente. Quizás en parte, de ello deriven los numerosos trastornos de salud mental en esta franja de edad en los últimos años.

Todos los pilares del desarrollo se ven afectados tanto cognitivo, como psicológico, afectivo-emocional y físico. Hablamos de déficit de atención, de problemas de memoria y de concentración, de dificultades de pensamiento (razonamiento), de trastornos lingüísticos, de aislamiento social, de ansiedad, de agresividad, de depresión, de obesidad, de sedentarismo… que por supuesto, afectan al rendimiento académico. A este respecto, parece haberse demostrado que las prácticas digitales -de moda- en las clases con fines educativos no son particularmente beneficiosas (Desmurget, 2018). Las famosas evaluaciones internacionales PISA dan fe de ello: “los resultados son, cuanto menos, inquietantes”. Andreas Schleicher, padre fundador de este programa de clasificación, en una conferencia, admitió él mismo que “al final lo digital degrada las cosas”. No son divagaciones de estos dos autores, sino que cada vez es mayor el número de personas expertas a ver estas consecuencias y a limitar en su descendencia, el número de horas expuesta a lo digital. Algunas famosas como Steve Jobs y muchas técnicas y dirigentes intermedias, paradójicamente provenientes del medio digital, son tajantes e incluso radicales al respecto.

En la infancia y adolescencia, la realidad es que más del 90% del tiempo delante de pantallas es de tipo recreativo; no tiene que ver con la utilización académica. Se ha demostrado ampliamente que las personas en estas edades no desarrollan competencias especiales que puedan beneficiar por ser nativas digitales (Desmurget, 2018). Al contrario, están desarrollando toda una serie de patologías derivadas de los numerosos déficits que sí que están adquiriendo. El mayor desarrollo cerebral de las nativas digitales es un mito totalmente falso. No solo no han aumentado su capacidad informática, sino que se han visto seriamente comprometidas las capacidades intelectuales, entre otras la generalización de aprendizajes. Sobre todo, teniendo en cuenta la simplicidad de la mayor parte de aplicaciones que esta generación utiliza (Desmurget, 2018). Se observan muchas dificultades para procesar la información, dificultades que van ligadas al pensamiento, al razonamiento y al entendimiento. En otras palabras, la comprensión se ve seriamente dañada.

Hay que empezar a entender que el cerebro humano -que no es una máquina- necesita una serie de requisitos básicos para desarrollarse plena y sanamente y esos requisitos, lo dicen las neurociencias, tienen que ver con la interacción, con lo intersubjetivo, con el contacto (visual, táctil, auditivo…), con el lenguaje interactivo, con la comunidad, con la familia, con las amistades, con el juego, con la música, con las artes, con las manualidades, con la imaginación… El mundo digital derrumba la interacción física y lo que se deriva de ello. Por poner un ejemplo, nos cuenta este neurocientífico francés, en una hora de interacción humana puede haber un intercambio de unas 1000 palabras y en una hora de tele el “intercambio” puede consistir en 150. Está también el conocido y bien documentado “déficit vídeo” (Desmurget, 2018). Lo que un infante va a aprender y a retener fácilmente en el contexto de una interacción con un humano, por ejemplo, los colores, con los programas educativos a pesar de escucharlos unas cuantas veces, costará retenerlos. Habrá que repetir los programas una decena de veces para que se graven en la memoria, que, por cierto, tiene un componente afectivo-emocional de sobra probado científicamente.

El exceso de estimulación sensorial digital genera muchos trastornos relacionados con la atención, la concentración, de memoria, de aprendizaje… Se necesita limitar el exceso de estimulación sensorial para no colapsar el cerebro. Déficits reportados por logopedas y ortofonistas, entre otras profesionales. Otra de las secuelas ligadas al aprendizaje es la impulsividad: la dificultad para autorregular el comportamiento.

El cerebro necesita calma y tranquilidad. Necesita dormir y las pantallas dificultan seriamente esta actividad, no solo en cuanto a la cantidad, sino en cuanto a la calidad. Hay estudios interesantes sobre cómo interfiere -perjudicando- el sueño en la memoria tras la utilización digital (juegos y videos) al acabar los deberes y las tareas escolares. Está comprobado en este sentido que la capacidad retentiva se ve mermada con este tipo de prácticas, tan generalizadas (Desmurget, 2018).

Hablamos también de una pérdida a nivel de la capacidad pulmonar debido a la falta de ejercicio físico que se debiera hacer. Y también se han hallado alteraciones del sistema cardiovascular. La actividad física es fundamental por el desarrollo de la actividad cerebral.

Y qué decir del lenguaje, del empobrecimiento no solo del vocabulario, sino de las consecuencias sobre la facultad de pensar y razonar, es decir, la merma en estas facultades cuyas repercusiones ya se hacen sentir en las relaciones, en la comunicación y en la psique. Hablamos igualmente del éxito escolar y laboral futuro además de la capacidad de adaptación al mundo, procesos que se ven comprometidos por el abuso digital. Está todo relacionado y concatenado. El ser humano no está compartimentado en compartimentos estancos, ni es una máquina.

No dejaremos de mencionar la importante correlación hallada entre digitalización y falta de empatía, individualización, aislamiento social, fobia social… entre otras variables.

Todos estos elementos y muchos más son las terribles consecuencias invisibles, las cuales, están saliendo a la luz gracias a numerosos estudios científicos sobre todo en el campo de las neurociencias, que, por extrañas razones, no llegan al grueso de la población ni son vehiculadas por los diferentes medios de comunicación.

Todos estos elementos y muchos más refleja algunas de las consecuencias aparentemente invisibles, las cuales, están saliendo a la luz gracias a numerosos estudios científicos sobre todo en el campo de las neurociencias, que, por extrañas razones, no llegan al grueso de la población ni son transmitidas por los diferentes medios de comunicación.

A tenor de los resultados de numerosos estudios, “lo digital” perjudica muy seriamente la salud. El (ab)uso de la tecnología lejos de humanizarnos, idiotiza tanto en sentido físico como emocional, psíquico y cognitivo. La digitalización está muy lejos de significar progreso. Muy al contrario, parece ser indicativo de pérdida de facultades humanas, consecuencia en su mayor parte del deterioro de las interacciones, que a su vez influye en el deterioro cognitivo y neuronal. El uso de la tecnología debiera en consecuencia ser limitado además de contextualizado.

 

 

 

[1] El femenino se utiliza porque hablamos en todo momento de personas.

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Salud mental y condiciones sociales

 

Que las condiciones de vida influyen grandemente en la salud mental de las personas ha sido ya grandemente probado por numerosísimos estudios, entre los que destaco el del psicólogo social Darío Páez, profesor del cual fui alumna, Salud mental y factores psicosociales, en la década de los 80 y que sigue vigente en la actualidad. Estos determinantes sociales son definidos como aquellas condiciones en que las personas viven, se desarrollan y se desenvuelven cotidianamente. Tienen tanto impacto en la salud que pueden aumentar o disminuir el riesgo de enfermar.

Actualmente, las condiciones de vida que han seguido tras la pandemia están dejando en evidencia un gran aumento de enfermedades mentales, así como un amplio abanico de trastornos psicológicos. El Foro Económico Mundial de Davos sitúa al estado de salud mental en el sexto riesgo global, de entre 10, siendo uno de los elementos que más se ha deteriorado desde el comienzo de la pandemia. Reconoce que hay una omnipresencia de trastornos de salud mental a nivel mundial impactando gravemente en el bienestar, la cohesión social y la productividad. Entre los factores determinantes destacan el incremento de la soledad y el aislamiento social, lo que se traduce en un aumento de los trastornos del estado del ánimo, ansiedad y depresión. Si bien la depresión estaría asociada al aislamiento, la ansiedad estaría ligada a una integración fuerte o sobreadaptación. En nombre de la eficacia sanitaria, el civismo se ha tornado sumisión y la salud ha escachado la libertad y los derechos. Rehenes del miedo, la esclavitud de la supervivencia nos ha hecho caer en el sacrificio sin reflexión, en el consentimiento bajo coacción. No hay salud mental que resista este asedio: “cuando los sucesos de vida sobrepasan la capacidad de respuesta del sujeto, hay más probabilidades de trastornos psicológicos”.

También destacan los trastornos del estrés. Entre ellos, hemos de destacar el trastorno de estrés postraumático. Hubo un período inicial de shock prolongado caracterizado por un estado confusional. Durante este período las principales referencias de la civilización, que sean médicas, científicas, epistemológicas, éticas, mediáticas, políticas, jurídicas, educativas, económicas, filosóficas y espirituales, se desmoronaron. La población está perdida en esta “nueva (a)normalidad”. Y no parece tener herramientas para hacer frente al estrés postraumático, de ahí los mecanismos de defensa como la disociación y la negación. De manera sucinta diremos que el estrés postraumático es un trastorno derivado de uno o varios acontecimientos traumáticos que, debido a la intensidad, no han sido procesados. Y se manifiesta a través de síntomas físicos y psicológicos crónicos.

Los sectores de la población más afectados han sido la infancia y la adolescencia. Y en cuanto a los problemas de salud mental, el suicidio se lleva la palma. Ya el famoso sociólogo Emile Durkheim decía que “cuando las normas sociales plantearan metas más allá de las capacidades de los sujetos, o cuando el cambio del medio y el aumento de las capacidades del sujeto dejaban sin sentido las normas sociales existentes, se producía el suicidio”.

Los “métodos” utilizados para contener la pandemia han sido bastante más catastróficos que la propia pandemia en sí (confinamiento, aislamiento social, paro laboral, sedentarismo, digitalización desmesurada, hipoxia…); las medidas profilácticas han generado una iatrogenia cuyas consecuencias aún no han sido mesuradas, aunque ya se están viendo. Han interrumpido los procesos relacionales, fundamento de la salud mental en cuanto a disponibilidad de apoyo social, interacción y habilidades de afrontamiento.

Pero quizás una de las condiciones que más ha influido, y sigue haciéndolo, en las secuelas sobre la salud mental es la deriva totalitaria a la que llevamos asistiendo desde hace ya dos años, caracterizada por la manipulación mental. El machaque informativo al que la población ha sido -y continúa- sometida la ha sumido en un pánico y terror inauditos, generando angustia además de estrés y comportamientos de dependencia y obediencia. A nivel cognitivo, la explotación del sesgo informativo, la confusa información, manipulando datos, utilizando una jerga retórica, sofista y paradójica, ha sumido a la población a un bloqueo y una sumisión hipnóticamente consentida.

La doctrina del Shock pandémico de la que habla la periodista canadiense Naomi Klein ha forzado a digitalizar, a vivir virtualmente, eliminando así lo plenamente humano. La alienación y la locura son inevitables en este contexto. Las secuelas de esta digitalización tal y como las describe brillantemente el doctor en neurociencia Michel Desmurget en su libro La fábrica de cretinos digitales, también se hace sentir en toda una sintomatología cognitiva y conductual: déficit de atención, de memoria, trastornos del sueño, irritabilidad, ansiedad, depresión, obesidad, trastornos de alimentación, depresión, ansiedad… Estas nuevas formas de alienación engendradas por la digitalización generan fenómenos como la disociación, la desrealización, el embrutecimiento, la falta de empatía y obsesiones diversas.

Esta doctrina del Shock en palabras del médico psicoanalista Harold Searles no es ni más ni menos que el esfuerzo por volver loco al otro, en este caso, la población. Este modus operandi genera conflictos entre los individuos y las sociedades a partir del odio inoculado, de las tensiones generadas, de las guerras causadas y de los bloqueos económicos creados.

La locura que supone el delirio paranoïde megalómano del posmoderno superhombre descrito por el historiador Yuval Noah Harari -de animales a dioses- y que ha sido presentado bajo formas racionales, deja a la población en la más pura indefensión. Dicho delirio consiste en el rechazo de lo humano con su enfermedad, su vulnerabilidad, su finitud, su libertad, su angustia… los derroteros por los que se nos lleva, son totalmente contrarios a la salud, a la inteligencia emocional, a la felicidad y a la positividad que, paradójicamente, se nos vende a bombo y platillo por toda clase de gurús de la ideología dominante. Por fin el superhombre de Nietzsche es no solo posible sino factible. Pero ese derecho no es democrático. Está reservado para aquellas personas «elegidas». El resto irá pereciendo en la marasmo de lo que el célebre fisiólogo ruso Iván Paulov definió como neurosis experimental, definida como la modificación de la conducta como consecuencia de la aplicación de técnicas de condicionamiento clásico y operante. En términos modernos podríamos hablar de neurosis de guerra.

La población va progresivamente volviéndose loca pretendiendo vivir como muerta; zombificada, deshumanizada y esclavizada. Ya no tiene ni tiempo ni espacio para existir. Las personas están viviendo sobre el terror, el miedo, el pánico y la incertidumbre. Marian Rojas Estapé, psiquiatra, habla en profundidad del cortisol, la hormona del estrés, que se activa en los momentos de amenaza, de alerta, de miedo y de incertidumbre. Y llevamos ya más de dos años bajo estos cuatro estados dado el estilo de gobernanza actual.

Lo que estamos viviendo en la actualidad según la psicóloga Ariane Balheran y el matemático Vicent Pavan es una patología psíquica colectiva, en concreto una psicosis colectiva delirante o vulgarmente psicosis de masa. Para las personas poco familiarizadas, el reconocimiento del delirio es fácil ya que se presenta como certeza y cualquier atisbo de disidencia será borrado. La otra gran característica es el neolenguaje que consiste fundamentalmente en pervertir el significado de las palabras, como bien lo subraya la filósofa Hanna Arendt. Se trata de un lenguaje pseudológico creado por el psiquismo individual o colectivo del delirio. Es el bla-bla-bla del que habla Lacan. El (no)ser (des)humano actual no debe tener identidad, debe estar solo, desafectado, sin vínculos de pertenencia, sin historia ni memoria, sin pasado ni futuro por supuesto, sin cultura ni tradiciones, sin patria… No debe tener nada en su posesión. Evidentemente resulta difícil mantener la cordura en un medio enfermo.

¿Soluciones? Volver a lo real, lo tangible: al cuerpo tanto físico como real, a las relaciones, a lo intersubjetivo, al cultivo del ocio, del arte, de la cultura. A cultivar la tierra, el cuerpo y las relaciones humanas. No se trata de explotar. Por ejemplo, cultivar el cuerpo no es ponerse a hacer ejercicio de manera compulsiva compitiendo con no se sabe qué; no es hacer maratones a lo Forrest Gump. Cultivar el cuerpo es justamente casi lo contrario: el elogio de la lentitud, darse a las actividades de contemplación. Idealmente trabajar poco, poquísimo porque no necesitamos matarnos a trabajar para no se sabe ya qué. Se trata de disfrutar de la vida. Como nos diría Marian Rojas Estapé, generar oxitocina, dopamina, serotonina…Estar físicamente con gente, evitar aislarse. Todo lo contrario de lo que sucedió en el confinamiento. Debemos salir del confinamiento psíquico en el que predomina el bloqueo y la apatía; vivenciar, experimentar la vida. Mas que de un virus, estamos muriendo muy lentamente, del terror y el pánico inoculados y de las secuelas del delirio.

Paradójicamente, todas, absolutamente todas las medidas que se han tomado y se siguen tomando van encaminadas hacia el estrechamiento de las diferentes facetas de la vida humana: disminuir el acceso a experiencias de vida como comer, viajar, recrear, cultivar. Las experiencias reales son remplazadas por mundos virtuales. No dejar vivir. Un acoso en toda regla. No paran de bombardear con el pánico, el miedo, la incertidumbre, la guerra, las pandemias, el cambio climático… La población está viviendo el síndrome de la rana hervida. En estas circunstancias, ¿Cómo mantenerse sano en un medio enfermo?

Para entender lo que estamos viviendo resulta útil la concepción del filósofo italiano Giorgio Agamben quien distinguía entre la vivencia (vida) y la supervivencia. Traduce una sociedad con miedo a la vida, a vivir; que busca mantenerse en la supervivencia. La vida es riesgo, movimiento, aventura, dolor, sufrimiento y también enfermedad y muerte. Es el precio a pagar. Inmovilizar la vida es la muerte nos dirán Ariane Balheran, psicóloga, y Vincent Pavan, matemático. Inmovilizar la población resulta ser mortífero. La definición implícita de la salud desde el 2020 es la ausencia de enfermedades potenciales, ni siquiera reales. Se trata de una salud inmóvil, contraria a la naturaleza humana. Si hubiéramos cogido la definición de enfermedad del filósofo Canguilhem, “la salud es el lujo de poder caer enfermo y levantarse. La enfermedad es, al contrario, la reducción del poder (potencia) de sobreponerse (…). Vivir (…) no es solamente vegetar y conservarse, es afrontar riesgos y triunfar”, otro gallo nos cantara.

 

 

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Amor y género en terapia de pareja

 

En la práctica clínica, a lo largo de muchos años he podido constatar que la presencia femenina siempre ha sido bastante mayor que la masculina. También, que la mayor parte de las problemáticas que se me presentan en consulta tienen que ver directa o indirectamente con las relaciones, destacando en primer lugar las relaciones de pareja, pero también las relaciones con la progenitura, las relaciones parentales y las relaciones fraternales. Siempre las relaciones. Relaciones cuyo nexo de unión es el amor.

Lo que la práctica clínica deja claro es que la manera femenina de amar sigue constituyendo una práctica fundamentalmente de (auto)renuncia, dentro del contexto doméstico y en el ámbito privado. La clientela femenina quejándose de una asimetría amorosa está omnipresente en la clínica psicológica. La característica de la relación asimétrica es que siempre es el mismo miembro de la pareja quien se sacrifica, lo que genera fatiga, agotamiento y frustración al sentir que “siempre es una la que tira del carro”. Asimetría a la que contribuye de manera socialmente condicionada -y por lo tanto no es una contribución libremente consentida- haciendo de la atención y el cuidado a las demás personas los principales ejes del amor. Por ejemplo, el principal motivo de anulación de consultas en mujeres suele ser el “deber” de acompañar a sus seres queridos, sean estos vástagos, madres, padres, hermanas, parejas… a los múltiples cuidados médicos, o a reuniones escolares o a juntas. Otro ejemplo es la infidelidad: hay más mujeres amantes que hombres amantes. En estas situaciones, las mujeres suelen estar más frustradas que sus homólogos masculinos en la misma situación, porque estas (las amantes) quisieran una relación exclusiva. A los amantes masculinos no parece importarles la exclusividad; al contrario, en muchos casos, les permite variar sin compromiso. El estar en relaciones sin compromiso es una demanda más masculina que femenina. Las mujeres directamente, fruto de tanta frustración y decepción, prefieren seguir estando solas que en relaciones sin futuro.

El sentimiento omnipresente que acompaña al amor femenino en general es el de culpa. Ellas se sienten culpables de todo y por todo: porque han dado demasiado, porque no han hecho lo suficiente, por haber tolerado actitudes de lo cual se arrepienten viendo los resultados… La desigualdad de condiciones añade sufrimiento y angustia. Las mujeres pacientes parecen haber puesto más carne en el asador; parecen haber apostado más fuerte que sus hombres y estos parecen desligarse fácilmente de las relaciones, incluidos los vástagos.

Al contrario, es de destacar la casi total ausencia de demanda psicológica masculina en lo referente al amor y las relaciones. Su lógica amorosa parece más seguir una lógica extractiva, mercantilista, desapegada y autocentrada. No parecen tener mayores problemas y si los tienen, según la experiencia terapéutica, es frecuente que abandonen la relación. Tienden igualmente a encontrar pareja con relativa rapidez. Tan rápidamente como entran, salen.

Hoy por hoy, para un gran porcentaje de mujeres, querer y ser queridas sigue siendo su prioridad; vincularse afectivamente para la mujer sigue siendo la principal motivación para vivir. De tal modo que el estar sin pareja se experimenta como una vivencia vacía y carente de sentido. Por ello, las rupturas son vivenciadas de manera traumática. Incluso en otros contextos como el laboral, la focalización en los vínculos llega a ser más fuerte que la propia tarea. Lo que evidentemente las deja emocionalmente bastante hipotecadas.

No es que los hombres vengan de Venus y las mujeres de Marte, es que la socialización pinta el amor de diferente manera según el género y eso se refleja en la demanda terapéutica. Así parece que lo que es el amor para las mujeres, es el trabajo para los hombres. Estos, cuando acuden a terapia de pareja, en general lo hacen bajo presión y no porque hayan tomado conciencia. No suele haber una corresponsabilidad. La mujer suele llevar el peso de lo íntimo, de lo amoroso y de lo comunicacional de la pareja. Aspectos que suelen estar infravalorados cuando no minimizados o ridiculizados por la pareja masculina.

Las necesidades de hombres y mujeres, en cuanto al amor se refiere, parecen ser diferentes y a veces incluso cuesta entender las necesidades afectivas femeninas relacionadas con la intimidad relacional, la expresión de las emociones… lo afectivo vaya.  Lo que está claro es que el amor y el enamoramiento no es la preocupación primordial de los hombres. La esfera pública, la masculina por excelencia requiere habilidades opuestas a las amorosas como la competencia, el éxito, la eficiencia…

Observamos que este desapego afectivo o estilo de apego evitante masculino, genera en las mujeres un apego ansioso. No obstante, esta distancia afectiva se acorta en la sexualidad, la cual, tampoco es vivenciada de la misma manera según el género. Ellas se quejan de falta de cariño, afecto, caricias… y ellos viven la proximidad en términos sexuales, relegando lo afectivo. Al respecto, es digno de resaltar algo tan simple como la falta de tiempo de calidad por parte de muchas parejas. Así, gran parte de la queja femenina reportada es que los hombres se quedan en casa sin compartir tareas o sin proponer actividad alguna, mientras que sus parejas femeninas salen para ir a conciertos, teatro, cine… e incluso viajan pero con amigas. Los fines de semana, ellos tienden igualmente a quedarse en casa mientras que ellas tienden a planificar actividades.

La gestión masculina de lo emocional en general disociada en compartimentos estanco, hace que no recuerden muchas cosas, que no se den cuenta de pautas o patrones comportamentales, tendiendo a proyectar en la pareja los conflictos personales. Con lo que la reflexión femenina en general se suele entender como conflictiva y problemática. Ellas parecen tener una memoria de elefante y ellos amnesia selectiva.

Ellas suelen estar dispuestas a hacer casi cualquier cosa por recuperar la presencia masculina. A ellos en cambio, les tiene que compensar. Como dice la psicoanalista y escritora Mariela Michelena en su libro Mujeres malqueridas, las mujeres hacen negocios en los que en su mayoría salen quebradas, pero vuelven a insistir una y otra vez. Se encuentran en bancarrota emocional, pero vuelven al lugar de la estafa.

En ocasiones cuando abordo este asunto concluyo diciendo que las mujeres tenemos dos opciones: estar solas acompañadas o estar solas, solas. Mientras el amor no sea algo valorado socialmente independientemente del género, las relaciones amorosas van a seguir siendo en muchos sentidos casi imposibles porque mientras se niegue la interdependencia, la naturaleza social y la importancia del amor en la vida del ser humano, las relaciones seguirán siendo harto complejas y difíciles.