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La mentira: ya que vamos a mentir, hagámoslo sabiendo qué hay detrás de cada mentira.

Prado, Manzanilla, Flores, Goteo, Gota De Agua, Rocío

“Háblame siempre con la verdad, probablemente no me guste o no sepa manejarla, pero déjame ser yo quien decida qué hacer con ella” (Albert Espinola Font)

 

 

Mentir, mentiri, literalmente “urdir embuste con la mente” supone decir algo falso; algo que no se corresponde con la realidad. Es una falsa declaración que oculta parcial o totalmente la realidad. El término mentir urde sus raíces indoeuropeas en el término men, mente. Se trata de una construcción mental de una falsa realidad.

Según Fieldman todos mentimos. Se miente de forma regular en casi todos los contextos. Mentimos cada día al menos una o dos veces. Mentimos como táctica social, en cuyo caso la mentira toma la forma de hipocresía. Mentir forma parte de las relaciones humanas en todos los ámbitos, en todas sus vertientes.

Pero ¿Qué es mentir? ¿Para qué mentir?

La mentira es considerada un acto consciente y deliberado aunque no necesariamente intencional. La mentira inconsciente o autoengaño, si bien implica una actividad cognitiva importante, la racionalización, revela de alguna manera que la persona tiene alguna dificultad con la realidad ante la cual desarrolla un razonamiento distorsionado: la racionalización, que esconde trastornos del pensamiento como pueden ser la confabulación, la mitomanía…

La mentira intencional, el engaño, tiene ya como objetivo el perjudicar al Otro. Hay consenso entre los autores para afirmar que la mentira es ante todo una decisión, una elección en pos de un beneficio personal, incluso en las mentiras piadosas porque ¿Con quién es esa piedad? ¿Con quién es piadosa la mentira? Soy yo quien no soporta ver sufrir si digo la verdad de lo que sucede; soy yo quien creo que no lo puedo soportar, dirá Bucay. La mentira piadosa, es piadosa conmigo. La mentira tiene que ver con protegerme yo.

Mentir se convierte así en una forma de (auto)protección; la persona que miente ve su ego peligrar -entendiendo el ego como una valoración excesiva de sí mism@-. Una parte de la psicología entiende el ego como una distorsión de la realidad y en este sentido, podríamos decir que el ego se nutre de su imagen social. El exceso de apego a nuestras necesidades, a nuestros pensamientos, a nuestras fantasías sobre lo que deberíamos o quisiéramos ser, dan forma al ego. Ocurre que confundimos nuestro yo real con aquello que pensamos, creemos, fantaseamos idealmente. De alguna manera suplantamos el yo real por el yo ideal. En estos casos, mentir servirá pues para defender ese yo ideal con el que nos identificamos y el cual se ha visto amenazado de derrumbarse ante la realidad.

La motivación para mentir es solo una: obtener algún beneficio que con la verdad no se obtendría. María Jesús Álava, al respecto, afirma que “La mayoría de las mentiras, propias y ajenas, tienen como objetivo el beneficio de la persona que miente”. Y el principal beneficio, convergen algunos autores, parece ser el de protegerse de las consecuencias de decir la verdad. En definitiva, se miente para esquivar las consecuencias de la mentira, para eludir la responsabilidad ante el miedo por la falta cometida, por la culpa del dolor generado. De ahí que algún@s autores califiquen la mentira de acto infantil y a la persona que miente de inmadura. Se trata en definitiva de evitar asumir la responsabilidad de la autoría.

Se aprende a mentir; según Fieldman a los tres años comienza la mentira verbal con intentos reflexivos de evitar un castigo; ya a los cuatro años empezarían las mentiras sociales, que irían haciéndose cada vez más complejas a medida que crecemos.

Mentir tiene siempre un impacto tanto en la persona que miente como en la que recibe la mentira, exceptuando las personas que pertenecen a la triada oscura, – narcisistas, maquiavélicos, psicopatas- para quienes el impacto es nulo porque mentir forma parte de su repertorio natural de comportamiento. En la persona que miente, la realidad resulta alterada, pudiendo llegarse a perder gradualmente la capacidad de diferenciar la realidad de la ficción, al acabar creyéndose sus mentiras. El acto de mentir supone poner en marcha algunos mecanismos de defensa, tales como la negación, la minimización, la racionalización, el distanciamiento, el control, la culpabilización…

Mentir trae como consecuencia a la larga la pérdida de confianza porque genera malos entendidos discusiones, enredos… que frecuentemente suelen acabar en conflictos, debido a la habilidad de la persona mentirosa para alterar bien el significado, bien el orden, bien el contexto o todo ello a la vez, de las palabras, consiguiendo distorsionar y confundir la realidad, generando así una atmosfera ambigua, confusa… incluso hasta paranoide. Estas situaciones pueden ser fuente de neurosis, ya que la victima si bien intuitivamente capta la mentira, otra parte de sí misma, duda por no tener la certeza absoluta y no poder demostrarla. En estos casos, la persona que miente, manteniéndose en su postura se defiende incluso histriónicamente, acusando al Otro de enfermo, loco o paranoico, lo que comúnmente se conoce como “luz de gas”. La mentira tiene este tipo de efectos neurotizantes y paranoides.

Mentir implica un proceso cognitivo que finalizará en la toma de una decisión entre diferentes alternativas. Ahora bien, para poder mentir es imprescindible previamente encontrar una justificación que nos dé permiso para pasar al acto. Dicha justificación validará la decisión tomada.

Para finalizar, no olvidemos que se miente fundamentalmente para algo, no a alguien. Mentimos para cambiar el juicio y la condena interior, utilizando al Otro para blanquear la propia condena. Es difícil entender que no es personal, que la persona que miente lo hace consciente o inconscientemente para sí misma y no a alguien. En otras palabras, la persona que miente se disocia, proyectando en el Otro una culpa, una condena y un juicio que solo se produce en la mente de quien miente. Así, el Otro se ve envuelto en un lavado de cara de una realidad interior difícil de soportar. El Otro, objeto de la mentira, se ve salpicado por una realidad interior ajena, la de la persona que miente, que si no se desdoblara, generaría una disonancia cognitiva que requeriría un trabajo personal.

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Descubriendo en terapia la propia responsabilidad de nuestros males

 

La Naturaleza, Montañas, Alpine, Niebla, Mística

Una de las tareas de la /del psicóloga/o en terapia consiste en separar la paja del grano: cuál es el problema o la situación que le lleva a consultar. Efectivamente, resulta bastante difícil, por no decir imposible, poder ayudar si no sabemos de qué se trata.

Por lo general, el problema suele presentarse bastante embrollado por no decir camuflado bajo argumentos, justificaciones, explicaciones, culpabilizaciones, juicios, valoraciones, proyecciones, desconexiones… Y l@s profesionales se ven impelid@s a ir quitando progresivamente todas esas capas que dificultan la comprensión de lo que sucede realmente: El motivo de la consulta.

En teoría, much@s profesionales partimos de la base de que todo acto, comportamiento o acción tiene como finalidad la satisfacción de necesidades. Así pues, ante una situación en la que sentimos alguna necesidad, aplicamos una o varias soluciones con la finalidad de obtener un resultado que es su satisfacción. Pero ¿qué sucede cuando no obtenemos el resultado deseado, es decir, cuando nuestras necesidades no están satisfechas? Precisamente es ahí donde está el origen del problema. Con un análisis más profundo, llegaríamos a constatar que en realidad la construcción del problema estaba ya en la definición de las propias necesidades y los significados atribuidas a estas. Así, much@s pacientes hablan de lo que supuestamente creen que es el problema, que en no pocos se focaliza en los demás. Es decir que, consciente o inconscientemente, culpan a los demás de sus situaciones. Muchas veces incluso se acude a terapia pretendiendo cambiar a la otra persona ya sea ésta su pareja, su hijo, su hija, su esposo, sus padres… como si la terapia fuera una continuidad de la maternidad o de la escuela.

En este sentido, una de las mayores dificultades en precisar la naturaleza del problema que trae la persona que consulta, reside en el reconocimiento y aceptación de que el problema está en ella y en nadie más. Es decir que la propia construcción de que el problema es la otra persona, imposibilita cualquier posibilidad de resolución, ya que no podemos cambiar a nadie que no sea nostr@s mism@s.

Para llegar a la definición del problema, los hechos acaecidos, los acontecimientos vivenciados, debemos apartar todo aquello que tenga que ver con el argumentario narrativo presentado por la/el paciente porque nos alejan de la realidad. En otras palabras, una parte de la terapia consiste en poner orden y secuenciar biográficamente la narración, de tal manera que deshacemos autoengaños para llegar a ver cómo la persona ha construido el problema, ayudando a conectar situaciones, eventos o actos que la/el paciente no había conectado y generar así nuevos significados.

Resulta difícil hacer entender que la solución o soluciones, las estrategias desarrolladas y llevadas a cabo por las personas con dificultades, forman parte del problema mismo, de tal manera que dejar de seguir haciendo lo mismo ayudará a modificar los resultados que se quieren obtener. Einstein decía que es una locura seguir haciendo lo mismo cuando queremos obtener resultados diferentes. Efectivamente, si queremos resultados diferentes, el actuar tiene también que ser diferente. Por lo tanto, la terapia no consistirá en entender por qué se actuó o no se actuó de una manera concreta; no consistirá en buscar estériles explicaciones al problema que ya forma parte del pasado y que como tal, no tiene ninguna solución en el presente. Si queremos realmente comprender un problema, tendremos que mirar el cómo y el para qué; su finalidad, su intención.

Ayudar a la persona a definir y asumir sus necesidades, así como buscar estrategias adecuadas para satisfacerlas resulta ser una parte importante de la “cura”.

Ahora bien, para llegar a esas necesidades, a veces tan profundas como ocultas, tenemos que pasar por una cierta (re)educación emocional. Esto es, enseñar a escucharse, a sentir y nombrar aquello que experimentan, tomando conciencia de las emociones. Esto puede resultar terriblemente arduo para muchas personas, precisamente porque resulta contrario a lo que se nos ha enseñado. Nuestra cultura ha propagado un prejuicio en torno a la satisfacción de nuestras necesidades, al considerarlo un comportamiento egoísta. En este sentido, la psicología positiva ha contribuido a amplificar el sufrimiento humano al continuar con el adoctrinamiento en la evitación de todo aquello que pueda resultar desagradable, especialmente emociones y sentimientos relacionados con la tristeza, la ansiedad, la angustia, la rabia, la ira… tildados de negativos. Por lo tanto parte de la terapia consiste en hacer entender que todos, absolutamente todos los sentimientos, son necesarios porque son indicadores de cuán satisfechas se encuentran nuestras legítimas necesidades. Y dentro de esta parte de la terapia, también se tratará de validar absolutamente todas las necesidades como legítimas, ayudando a encontrar estrategias más resolutivas.

Señalaremos finalmente que una parte compleja de la terapia puede resultar del hecho de que algunas necesidades nunca podrán ser satisfechas de la manera en que quisiéramos, por lo que nos vemos en la necesidad de trabajar el proceso del duelo.

 

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Relaciones tóxicas: El uso del Otro como solución para evitar la propia locura

 

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Mucho hemos escuchado hablar en estos últimos tiempos sobre la toxicidad en las relaciones y por extensión, en ciertas personas. El calificativo de tóxico aplicado a las relaciones significa que la relación genera daño en una de las dos partes. Una relación tóxica lo es desde el momento en que una de las partes “se aprovecha”, es decir, obtiene un beneficio a costa de la otra. Este tipo de relaciones se caracterizan por la desigualdad, puesto que la satisfacción de las necesidades de uno de los miembros se hace a costa del sacrificio de las necesidades de la otra persona para lo cual necesita controlar, manipular, doblegar… Necesita tener todo el control de la relación. Por ello, este tipo de relaciones tóxicas son en realidad relaciones de poder, abusivas y violentas psicológica y/o físicamente.

Estas relaciones no se circunscriben exclusivamente al ámbito de la pareja, sino que se dan en general en ámbitos laborales y familiares. Suelen establecerse cuando el vínculo es de dependencia no necesariamente patológica. Así por ejemplo, la persona trabajadora depende del trabajo para subsistir, y por lo tanto de su jefe. Se trata de un tipo de relación muy difícil de romper.

La toxicidad viene del hecho de que la persona “problemática” implementa dinámicas desiguales, de tal modo que el poder queda concentrado exclusivamente en ella, desfavoreciendo a la otra. El psiquiatra y psicoanalista Harold Searles habló ya de este tipo de relaciones en 1965 en su libro l’effort pour rendre l’autre fou. Lo que está en juego en este tipo de relaciones es la muerte psíquica del otro; que no pueda existir independientemente, pensar, sentir, desear…

Una de las particularidades de este tipo de personas está su forma de dirigirse al Otro; se trata de un discurso lleno de negaciones -negarse a reconocer lo que los sentidos muestran-, identificaciones -asimilación de atributos de otra persona como si fueran propios- y proyecciones -atribución a la otra persona de motivos, deseos o emociones- que favorecen que el conflicto psíquico interno de la persona tóxica sea expulsado y situado en la otra persona. De ahí que la constante culpabilización haga que se genere en la persona víctima un conflicto afectivo que le es ajeno. De ahí la sensación en la víctima de volverse loca, enajenada, confusa, descolocada…; estrategia que recibe el nombre de luz de gas, en homenaje a la película con ese mismo título protagonizada por Ingrid Berman en 1940. Un mecanismo hecho a base de seducción, manipulación y engaño, por el cual el protagonista pretendía volver loca a su esposa. Se trata de un abuso psicológico y emocional que pretende hacernos descreer aquello que vemos; hacernos creer que lo que vemos, experimentamos y percibimos es falso. En el extremo violento se busca enloquecer a la otra persona. En su desarrollo menos extremo, se trata de hacer que la otra persona dude de sí misma y de la realidad, permitiendo así que se desestimen experiencias, recuerdos, conjeturas, percepciones, sentimientos…

A continuación señalaré algunos de los mecanismos que utilizan este tipo de personas:

1.- Estimulación y frustración: estimular y frustrar en un corto lapsus de tiempo. Es lo que ocurre con el bombardeo amoroso por ejemplo cuando la persona tóxica llena de amor y afecto, en algunos casos de manera apabullante, para luego, de manera abrupta, dejar de hacerlo, de tal manera que la pareja se queda enganchada a ese momento e intenta reproducirlo. Se trata de que la víctima crea que la relación pueda volver a ese estado inicial de idealización con su esfuerzo, es decir, adoptando una actitud sumisa.

2.- Menosprecio y denigración

Quitar el aprecio se suele hacer a menudo a través de las bromas, el humor o juzgando las cualidades y competencias de la pareja. Cuando en una broma no se ríen todas las personas, eso ya no es una broma. La burla abierta se suele emplear bastante para ridiculizar, avergonzar y humillar.

3.- Intimidación y control

La persona tóxica suele tener explosiones furibundas y rabia ante las críticas, o simplemente cuando no se está de acuerdo. Ese llamado “mal carácter”. Las personas que están a su lado, intentan por todos los medios que no salte o explote. Estas explosiones son impredecibles, lo que obliga a las personas allegadas a estar vigilantes a cualquier cambio brusco, caprichoso y aleatorio de humor. En psicología esto se llama personalismo o tendencia paranoide, pues se suelen tomar las cosas a personal y piensan que se está contra ellas. Explotan muchas veces por nimiedades.

4.- La culpabilización

Se trata de culpar siempre de todo y por todo a la otra persona. Estas personas tóxicas son incapaces de reflexionar, de hacer autocrítica, de verse con una distancia emocional. Se induce a la culpa y así logran el control.

5.- Autosuficiencia

El patrón de comportamiento adoptado les da un aire de autosuficiencia que oculta precisamente la paradójica y ambivalente posición ante la dependencia sana, puesto que la necesitan pero la rechazan al mismo tiempo. Como consecuencia, muestran grandes dificultades con el compromiso, lo que hace de ellas personas impredecibles. Esta falta de compromiso suele generar una gran ansiedad en las parejas, desembocando progresivamente en un apego ansioso que las debilita al punto de somatizar.

6.- Utilitarismo

La persona tóxica suele utilizar a las personas allegadas y afectivamente implicadas para su propio beneficio. Muchas de ellas son parásitas económica y/o afectivamente. Es lo que se conoce comúnmente como cosificación. Por ello, sus compromisos son débiles, porque siempre pueden encontrar una persona “mejor” de quien obtener más rédito.

7.- Posesión y control

En general, este tipo de personas establece vínculos muy posesivos y controladores, de tal manera que suele aislar a la víctima de su entorno, para que solo y en exclusividad se dependa de ella. Desconfían de sus parejas porque en realidad desconfían de sí mismas.

8.- Cambio de tema frecuente

Para evitar la crítica, manipulan la conversación hasta el extremo de cambiar de temas, trivializando el contenido afectivo previo. En general, no habrá expresión de sentimientos y el vacío aparecerá, dejando a la otra persona con sensaciones extrañas tanto de sí misma como de lo que ha pasado. Se sentirá descolocada, knoqueada.

9.- Mentir

Este tipo de personas tóxicas suele utilizar la mentira en sus diferentes modalidades de omisión, ocultación y falseamiento, generando conflictos y dudas.

 

En definitiva, se trata de un comportamiento tipo Jekyll y Hyde. En este caso, la persona tóxica a través de las técnicas y los mecanismos de defensa señalados, separa su parte maligna (Jekyll) y la proyecta sobre su pareja (Hyde), causando una confusión psicológica de tal calado que puede llevarla a la locura, la depresión o el suicidio. De ahí que algunos autores como Jean Charles Bouchoux a propósito de este tipo de personas, hable de la identificación proyectiva como mecanismo de defensa característico, que consiste en proyectar aspectos que el sujeto no puede tolerar de sí mismo en la otra persona. De esta manera, identifica al Otro con estos aspectos negativos de sí mismo, empezando así una guerra que no es sino un reflejo de un conflicto intrapsíquico que no puede tolerar. De alguna manera, sitúa la locura fuera de sí mismo. Un ejemplo clásico de lo dicho lo encontramos cuando la persona tóxica acusa a su pareja de haberla engañado, cuando en realidad es ella quien ha engañado o ha pensado hacerlo. O bien, cuando estas personas acusan a su pareja de quererles dejar cuando en realidad son ellas las que hacen todo lo posible por que las dejen generando crisis y discusiones sin fin. También lo podemos ver en personas que ejercen el rol de salvador o de protector, generando en su víctima comportamientos infantiles de dependencia, comportamientos ante los cuales luego luchará para que desaparezcan. En este ultimo caso, se trata de un comportamiento pasivo-agresivo en donde la agresividad de la persona “problema” es proyectada hacia la otra en forma pasiva, de tal manera que la persona víctima parece que es agresiva y está loca porque reacciona visceralmente a la agresividad pasiva de la persona tóxica. Lo que comúnmente se llama provocación.

Las personas víctimas creen que pueden llegar a cambiar a la parte tóxica, que son la solución a los problemas de su pareja tóxica, que son sus salvadores y que con amor podrán lograr que vean la realidad desde otro punto de vista. En este frustrante y angustiante intento, las relaciones se van desgastando llegando incluso a romperse de manera traumática.