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Salud mental y condiciones sociales

 

Que las condiciones de vida influyen grandemente en la salud mental de las personas ha sido ya grandemente probado por numerosísimos estudios, entre los que destaco el del psicólogo social Darío Páez, profesor del cual fui alumna, Salud mental y factores psicosociales, en la década de los 80 y que sigue vigente en la actualidad. Estos determinantes sociales son definidos como aquellas condiciones en que las personas viven, se desarrollan y se desenvuelven cotidianamente. Tienen tanto impacto en la salud que pueden aumentar o disminuir el riesgo de enfermar.

Actualmente, las condiciones de vida que han seguido tras la pandemia están dejando en evidencia un gran aumento de enfermedades mentales, así como un amplio abanico de trastornos psicológicos. El Foro Económico Mundial de Davos sitúa al estado de salud mental en el sexto riesgo global, de entre 10, siendo uno de los elementos que más se ha deteriorado desde el comienzo de la pandemia. Reconoce que hay una omnipresencia de trastornos de salud mental a nivel mundial impactando gravemente en el bienestar, la cohesión social y la productividad. Entre los factores determinantes destacan el incremento de la soledad y el aislamiento social, lo que se traduce en un aumento de los trastornos del estado del ánimo, ansiedad y depresión. Si bien la depresión estaría asociada al aislamiento, la ansiedad estaría ligada a una integración fuerte o sobreadaptación. En nombre de la eficacia sanitaria, el civismo se ha tornado sumisión y la salud ha escachado la libertad y los derechos. Rehenes del miedo, la esclavitud de la supervivencia nos ha hecho caer en el sacrificio sin reflexión, en el consentimiento bajo coacción. No hay salud mental que resista este asedio: “cuando los sucesos de vida sobrepasan la capacidad de respuesta del sujeto, hay más probabilidades de trastornos psicológicos”.

También destacan los trastornos del estrés. Entre ellos, hemos de destacar el trastorno de estrés postraumático. Hubo un período inicial de shock prolongado caracterizado por un estado confusional. Durante este período las principales referencias de la civilización, que sean médicas, científicas, epistemológicas, éticas, mediáticas, políticas, jurídicas, educativas, económicas, filosóficas y espirituales, se desmoronaron. La población está perdida en esta “nueva (a)normalidad”. Y no parece tener herramientas para hacer frente al estrés postraumático, de ahí los mecanismos de defensa como la disociación y la negación. De manera sucinta diremos que el estrés postraumático es un trastorno derivado de uno o varios acontecimientos traumáticos que, debido a la intensidad, no han sido procesados. Y se manifiesta a través de síntomas físicos y psicológicos crónicos.

Los sectores de la población más afectados han sido la infancia y la adolescencia. Y en cuanto a los problemas de salud mental, el suicidio se lleva la palma. Ya el famoso sociólogo Emile Durkheim decía que “cuando las normas sociales plantearan metas más allá de las capacidades de los sujetos, o cuando el cambio del medio y el aumento de las capacidades del sujeto dejaban sin sentido las normas sociales existentes, se producía el suicidio”.

Los “métodos” utilizados para contener la pandemia han sido bastante más catastróficos que la propia pandemia en sí (confinamiento, aislamiento social, paro laboral, sedentarismo, digitalización desmesurada, hipoxia…); las medidas profilácticas han generado una iatrogenia cuyas consecuencias aún no han sido mesuradas, aunque ya se están viendo. Han interrumpido los procesos relacionales, fundamento de la salud mental en cuanto a disponibilidad de apoyo social, interacción y habilidades de afrontamiento.

Pero quizás una de las condiciones que más ha influido, y sigue haciéndolo, en las secuelas sobre la salud mental es la deriva totalitaria a la que llevamos asistiendo desde hace ya dos años, caracterizada por la manipulación mental. El machaque informativo al que la población ha sido -y continúa- sometida la ha sumido en un pánico y terror inauditos, generando angustia además de estrés y comportamientos de dependencia y obediencia. A nivel cognitivo, la explotación del sesgo informativo, la confusa información, manipulando datos, utilizando una jerga retórica, sofista y paradójica, ha sumido a la población a un bloqueo y una sumisión hipnóticamente consentida.

La doctrina del Shock pandémico de la que habla la periodista canadiense Naomi Klein ha forzado a digitalizar, a vivir virtualmente, eliminando así lo plenamente humano. La alienación y la locura son inevitables en este contexto. Las secuelas de esta digitalización tal y como las describe brillantemente el doctor en neurociencia Michel Desmurget en su libro La fábrica de cretinos digitales, también se hace sentir en toda una sintomatología cognitiva y conductual: déficit de atención, de memoria, trastornos del sueño, irritabilidad, ansiedad, depresión, obesidad, trastornos de alimentación, depresión, ansiedad… Estas nuevas formas de alienación engendradas por la digitalización generan fenómenos como la disociación, la desrealización, el embrutecimiento, la falta de empatía y obsesiones diversas.

Esta doctrina del Shock en palabras del médico psicoanalista Harold Searles no es ni más ni menos que el esfuerzo por volver loco al otro, en este caso, la población. Este modus operandi genera conflictos entre los individuos y las sociedades a partir del odio inoculado, de las tensiones generadas, de las guerras causadas y de los bloqueos económicos creados.

La locura que supone el delirio paranoïde megalómano del posmoderno superhombre descrito por el historiador Yuval Noah Harari -de animales a dioses- y que ha sido presentado bajo formas racionales, deja a la población en la más pura indefensión. Dicho delirio consiste en el rechazo de lo humano con su enfermedad, su vulnerabilidad, su finitud, su libertad, su angustia… los derroteros por los que se nos lleva, son totalmente contrarios a la salud, a la inteligencia emocional, a la felicidad y a la positividad que, paradójicamente, se nos vende a bombo y platillo por toda clase de gurús de la ideología dominante. Por fin el superhombre de Nietzsche es no solo posible sino factible. Pero ese derecho no es democrático. Está reservado para aquellas personas «elegidas». El resto irá pereciendo en la marasmo de lo que el célebre fisiólogo ruso Iván Paulov definió como neurosis experimental, definida como la modificación de la conducta como consecuencia de la aplicación de técnicas de condicionamiento clásico y operante. En términos modernos podríamos hablar de neurosis de guerra.

La población va progresivamente volviéndose loca pretendiendo vivir como muerta; zombificada, deshumanizada y esclavizada. Ya no tiene ni tiempo ni espacio para existir. Las personas están viviendo sobre el terror, el miedo, el pánico y la incertidumbre. Marian Rojas Estapé, psiquiatra, habla en profundidad del cortisol, la hormona del estrés, que se activa en los momentos de amenaza, de alerta, de miedo y de incertidumbre. Y llevamos ya más de dos años bajo estos cuatro estados dado el estilo de gobernanza actual.

Lo que estamos viviendo en la actualidad según la psicóloga Ariane Balheran y el matemático Vicent Pavan es una patología psíquica colectiva, en concreto una psicosis colectiva delirante o vulgarmente psicosis de masa. Para las personas poco familiarizadas, el reconocimiento del delirio es fácil ya que se presenta como certeza y cualquier atisbo de disidencia será borrado. La otra gran característica es el neolenguaje que consiste fundamentalmente en pervertir el significado de las palabras, como bien lo subraya la filósofa Hanna Arendt. Se trata de un lenguaje pseudológico creado por el psiquismo individual o colectivo del delirio. Es el bla-bla-bla del que habla Lacan. El (no)ser (des)humano actual no debe tener identidad, debe estar solo, desafectado, sin vínculos de pertenencia, sin historia ni memoria, sin pasado ni futuro por supuesto, sin cultura ni tradiciones, sin patria… No debe tener nada en su posesión. Evidentemente resulta difícil mantener la cordura en un medio enfermo.

¿Soluciones? Volver a lo real, lo tangible: al cuerpo tanto físico como real, a las relaciones, a lo intersubjetivo, al cultivo del ocio, del arte, de la cultura. A cultivar la tierra, el cuerpo y las relaciones humanas. No se trata de explotar. Por ejemplo, cultivar el cuerpo no es ponerse a hacer ejercicio de manera compulsiva compitiendo con no se sabe qué; no es hacer maratones a lo Forrest Gump. Cultivar el cuerpo es justamente casi lo contrario: el elogio de la lentitud, darse a las actividades de contemplación. Idealmente trabajar poco, poquísimo porque no necesitamos matarnos a trabajar para no se sabe ya qué. Se trata de disfrutar de la vida. Como nos diría Marian Rojas Estapé, generar oxitocina, dopamina, serotonina…Estar físicamente con gente, evitar aislarse. Todo lo contrario de lo que sucedió en el confinamiento. Debemos salir del confinamiento psíquico en el que predomina el bloqueo y la apatía; vivenciar, experimentar la vida. Mas que de un virus, estamos muriendo muy lentamente, del terror y el pánico inoculados y de las secuelas del delirio.

Paradójicamente, todas, absolutamente todas las medidas que se han tomado y se siguen tomando van encaminadas hacia el estrechamiento de las diferentes facetas de la vida humana: disminuir el acceso a experiencias de vida como comer, viajar, recrear, cultivar. Las experiencias reales son remplazadas por mundos virtuales. No dejar vivir. Un acoso en toda regla. No paran de bombardear con el pánico, el miedo, la incertidumbre, la guerra, las pandemias, el cambio climático… La población está viviendo el síndrome de la rana hervida. En estas circunstancias, ¿Cómo mantenerse sano en un medio enfermo?

Para entender lo que estamos viviendo resulta útil la concepción del filósofo italiano Giorgio Agamben quien distinguía entre la vivencia (vida) y la supervivencia. Traduce una sociedad con miedo a la vida, a vivir; que busca mantenerse en la supervivencia. La vida es riesgo, movimiento, aventura, dolor, sufrimiento y también enfermedad y muerte. Es el precio a pagar. Inmovilizar la vida es la muerte nos dirán Ariane Balheran, psicóloga, y Vincent Pavan, matemático. Inmovilizar la población resulta ser mortífero. La definición implícita de la salud desde el 2020 es la ausencia de enfermedades potenciales, ni siquiera reales. Se trata de una salud inmóvil, contraria a la naturaleza humana. Si hubiéramos cogido la definición de enfermedad del filósofo Canguilhem, “la salud es el lujo de poder caer enfermo y levantarse. La enfermedad es, al contrario, la reducción del poder (potencia) de sobreponerse (…). Vivir (…) no es solamente vegetar y conservarse, es afrontar riesgos y triunfar”, otro gallo nos cantara.

 

 

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