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¿Por qué cada vez muchas personas prefieren las relaciones con animales a las relaciones humanas?

 

El vínculo entre personas y animales cobra protagonismo al punto de ser estudiado por una rama de la antropología denominada antrozoología, una disciplina que surge en los años 70 del siglo pasado. Comienza con los trabajos de André-Georgens Haudricourt para continuar con Robert Delort en la década de los 80 y Érick Baratay, Daniel Roche y Michel Pastoureau. En sociología, dicho ámbito de estudio aparece en la década del 2010. Este “giro animalista” en los estudios de la interacción humana representa un reflejo de la evolución de las interacciones entre los seres humanos y los animales.

Ahora bien, no todas las interacciones desembocan en un vínculo. Si éste se caracteriza por una interacción afectiva especial y duradera con un individuo único, no intercambiable con otro (Ainsworth, 1991), el ser humano viene desarrollando este tipo de interacción con las llamadas mascotas a quienes se les designa un valor y un papel comparable al de un ser humano. Algunos autores van hasta señalar que dicho vínculo se ha antropomorfizado al punto de establecerse relaciones primarias entre el humano y su mascota (Herzog 2014).

Actualmente según la fundación Affinity, el 46% de hogares conviven con animales de compañía y va en aumento. Es decir, esta práctica ha alcanzado en estas últimas décadas niveles y formas sin precedentes en Occidente, aunque se sabe que la tenencia de mascotas data desde la prehistoria, (Serpell y Paul, 2011).

Lo que nos interesa subrayar en este artículo de divulgación es lo que subyace en el desarrollo de vínculos entre humanos y animales de compañía.

Ciertos estudios sobre el tema revelan una peculiar conexión con los animales, en muchos casos más íntima y comprometida que con seres humanos. Una gran parte de las personas encuestadas coinciden en afirmar una aceptación incondicional por parte de los animales, una presencia igualmente incondicional, una profunda sensación de seguridad y paz debido a la imposibilidad de verse traicionadas por sus mascotas. No hay juicios ni rechazos ni broncas y las muestras de afecto son incondicionales. Son relaciones llenas de besos, abrazos, intimidad, amor incondicional que además de beneficios físicos para la salud, obtienen mucho bienestar emocional. Un amor basado en un cuidado puro y desinteresado. Los animales, verbalizan algunas personas encuestadas, están ahí cuando los necesitan, proporcionando consuelo, afecto, seguridad e incluso motivación. Los animales de compañía proporcionan vínculos confiables y otorgan al ser humano la posibilidad de desarrollar y vivir un amor incondicional.

Desde un punto de vista psicológico, aunque estas revelaciones puedan descuadrar a muchas personas, debemos entender que algo grave está fallando en las relaciones humanas, al punto de preferir “estar solas que mal acompañadas”, o preferir la presencia animal a la humana. Cada vez es más frecuente escuchar que las personas prefieren la paz y la soledad a las relaciones. Hay que tener en cuenta que las relaciones entre los seres humanos han cobrado un cariz mercantilista, acentuando aspectos poco humanos como la cosificación, el egoísmo, el egocentrismo, la falta de empatía, la traición y la falta de confianza. La vacuidad, la transitoriedad, la desconfianza, la traición, la condición efímera y hedonista de las relaciones afectivas de hoy no resultan cualidades atractivas para muchas personas a la hora de interactuar. Son aspectos altamente rechazables. Demasiado dolor, demasiado daño, demasiado abuso, demasiada violencia. Muchas personas manifiestan estar cansadas y hartas de dar sin recibir, de sacrificarse para nada, de cuidar para ser descuidadas, de tanta conflictividad, de la dificultad para comunicarse y entenderse, de perder tanto el tiempo en relaciones abusivas, tóxicas y problemáticas.

Se juzga y achaca al individualismo el que muchas personas prefieran cuidar animales que personas, sin entender que bajo este fenómeno parece haber causas y razones legítimas además de poderosísimas. Una de ellas tira por tierra el mito que circula sobre el egoísmo y hedonismo de las personas que aman tanto o más a los animales que a los seres humanos. La realidad no dice todo lo contrario: muchas personas al cargo de animales domésticos cuidan hasta el sacrificio cuando estos están enfermos o moribundos. Se desviven y gestionan la pérdida con mucha dificultad. De hecho, algunos autores han llegado a la conclusión de que el proceso de duelo por la pérdida de un animal es semejante a la pérdida de personas significativas.

Los animales no tienen la maldad humana y eso es suficiente para que muchas personas prefieran su compañía a la humana. Y en una sociedad competitiva en búsqueda de un beneficio propio, la bondad y el amor incondicional de un animal de compañía, resultan ser cualidades muy apreciadas y codiciadas aunque, paradójicamente, muy poco cultivadas por la sociedad.

Si bien es cierto que las personas no podemos vivir sin vínculos y dado que éstos se han revelado claramente deficientes y problemáticos, la opción de vincularse a animales parece ser la mejor de las soluciones. Los animales muestran fidelidad, comprensión, empatía y amor… actitudes todas ellas que enriquecen el alma y elevan el espíritu al punto de otorgar sentido a la vida. Los animales ni abandonan ni traicionan. Son muchas las personas que piensan que los animales son más humanos que las personas y ello, reflexionando, por la cantidad de valores y cualidades atribuidas exclusivamente a los seres humanos, y que, sin embargo, parecen en vías de extinción, pero naturales en las mascotas.

Los animales de compañía no son malos ni egoístas ni egocéntricos ni muestran maldad ni crueldad. No tienen ego. Simplemente son, están… presentes, atentos y sensibles al entorno. Son protectores y muestran lealtad.

Lo que sí ha quedado demostrado científicamente es que la población está más expuesta cada vez a la insensibilidad, en particular del sufrimiento ajeno y, por el contrario, los animales e infantes son percibidos como seres inocentes a los cuales proteger del dolor e injusticias. El amor a los animales parece así responder al deseo innato del ser humano de proteger y cuidar a los seres indefensos. Esta resulta ser otra razón de peso para vincularse de manera significativa con animales domésticos.

La comunicación animal ha resultado ser otra razón de peso en el amor manifiesto a las mascotas, por el hecho de generar conexión, una necesidad básica y primaria en el ser humano grandemente descuidada por la sociedad. Se trata de una comunicación fundamentalmente corporal. Un lenguaje presente en casi todas las especies, independientemente del tipo de animal. Una comunicación en la que intervienen todos los sentidos. Nos conectan con aquello que permite al ser humano trascender: la conexión con la naturaleza, con la tierra, formando parte de un todo. La trascendencia, al igual que la conexión, se trata de una necesidad humana que el consumo aún no ha podido colonizarla ni canibalizarla.

No debemos sorprendernos de que los seres humanos amen tanto a los animales como a la progenitura porque el cerebro humano está innatamente programado para amar. El cerebro no distingue si la persona amada es humana o animal. La física y la química del amor es invariable de los seres amados. La oxitocina es una hormona que se segrega a partir del amor sentido, poco importa el objeto de amor. Lo mismo pasa con otras hormonas. El gran déficit hoy en día es justamente la falta de amor, de trascendencia y de sentido. Y al respecto, los animales tienen mucho que enseñarnos. Mucho más que las máquinas.

 

 

 

 

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Recesión sexual

 

Los factores ambientales pueden modificar, y de hecho lo hacen, toda la estructura genética humana, además de nuestros comportamientos, actitudes, creencias y pensamientos. El contexto social, cultural, económico y político tiene una influencia más que demostrada en la expresión de nuestros genes como lo explica el médico canadiense Daniel Maté en su libro recién publicado «El mito de la normalidad«. Así pues, el entorno modifica nuestros genes y el estudio de cómo funciona esto se llama epigenética. Según este modelo, se habla de epigenoma, proteínas que actúan sobre el genoma, y epigénesis para referirse a las interacciones ambientales que contribuyen al desarrollo de animales y plantas. Porque, como afirma el doctor en Biología David Bueno i Torrens, “los genes influyen en nuestro comportamiento, pero no lo determinan. El resto de las influencias provienen del ambiente”.

Pues bien, con respecto a la influencia del entorno en la sexualidad humana, son cada vez más numerosas las investigaciones que afirman una caída en la actividad sexual en los países occidentales, al parecer altamente correlacionada dicha “deflación” sexual, con el tipo de vida que llevamos y con ciertos fenómenos como  la (adicción a la) pornografía y las redes sociales, entre otras. Transversalmente a todos estos factores que inciden directa o indirectamente en las disfunciones sexuales, se encuentra el consumismo como razón o lógica, que extingue las relaciones entre seres humanos para convertirlas en relaciones con objetos aparentemente humanos. La conversión del ser humano en objeto sexual sin alteridad y sin rostro dificulta los encuentros. Es lo que el filósofo coreano Byung-Chul Han ha desarrollado en su obra “La agonía del Eros”. Para este autor, al igual que para Alain Badieu, otro filosofo, dramaturgo y novelista francés, el narcisismo contemporáneo, así como la pornografía, han erosionado el amor y las relaciones afectivas. La socióloga franco-israelita Eva Illouz en su libro “El fin del amor” habla de las condiciones sociales y culturales subyacentes al retraimiento amoroso. Pero la situación va más allá: actualmente hay una clara disminución de la actividad sexual constatada en Occidente y en países con estilo de vida occidental. Algunos estudios sitúan esta disminución particularmente en la población juvenil. Al parecer, nuestra sociedad del cansancio con su imperativo productivista que obliga a un rendimiento ilimitado, está generando una saturación que se refleja llamativamente en la sexualidad. Hay un claro descenso de interacciones sexuales. Veamos algunos factores.

Se sabe ya, que la pornografía proyecta una sexualidad irreal generando síntomas como la anorexia sexual (bajo interés sexual, disminución de deseo) y disfunciones sexuales como la eyaculación precoz o la “disfunción sexual inducida” que impide mantener relaciones íntimas con “normalidad”: “Incluso el sexo real adquiere hoy una modalidad porno” (Byung-Chul Hang, 2019). El porno va reemplazando el sexo real:  “aniquila la sexualidad misma” “La sexualidad (…) se desvanece (…) en (…) el porno” (Ibid). Así pues, concluye este autor diciendo que la sexualidad está amenazada por la pornografía.

La adicción al porno, como cualquier otra adicción, demanda cantidades cada vez mayores de sensaciones para generar el efecto inicial, con lo que las relaciones sexuales habituales se vuelven aburridas y anodinas. Una de las peores secuelas del consumo diario de porno es la habituación a escenas sexuales violentas, lo que a su vez correlaciona con el aumento de comportamientos sexuales agresivos y la normalización de esta violencia. En general las investigaciones en este terreno de las adicciones comportamentales coinciden en señalar que el cambio no solo es comportamental sino cerebral; la adicción al porno provoca cambios similares al cerebro de cualquier persona adicta a sustancias; cambios en los circuitos neurológicos (Todd Love, Christian Laier, Matthias Brand, Linda Hatch y Raju Hajela) que afectan a su funcionamiento saludable.

La pornografía como fenómeno social significa una normalización de la pornografía o una “pornificación de la cultura” como lo bautiza la socióloga española Rosa Cobo. Una industria que parece ser el “marketing de la prostitución”. La pornografía en general enseña fundamentalmente un sexo agresivo, violento, hiperesexualizado, dominante, cosificador, mercantilista… en definitiva, un sexo narcisista.

Otro factor a tener en cuenta en la recesión sexual actual es la proliferación del narcisismo. Aclararemos conceptos e ideas. Si bien, puede entenderse vulgarmente el narcisismo como una serie de rasgos relativos al amor propio, su exacerbación da lugar a formas patológicas conocidas bajo la rúbrica, trastorno o desorden narcisista de la personalidad. En el psicoanálisis que es donde se enraíza el concepto, tiene un doble significado, por un lado, significa una forma de estructuración de la personalidad y, por otra, una etapa del desarrollo humano (narcisismo primario y secundario). La extensión del narcisismo, desde un punto de vista evolutivo, se entiende en como una fijación en etapas tempranas del desarrollo humano, en donde el infante dirige todas sus energías a la satisfacción de sus necesidades y no distingue ni diferencia entre sí mismo y las demás personas. Es un período en donde se toma a sí mismo como objeto de amor.

La narcisización de la sociedad sería, en términos de estructuración de la personalidad, la expansión de rasgos narcisistas hasta niveles patológicos a las esferas sociales, culturales, políticas y económicas, convirtiéndose el narcisismo, en lo que el historiador y sociólogo estadounidenses Christopher Lasch dijo: “metáfora de la condición humana”. En este mismo sentido el médico y psicoterapeuta estadounidense Alexander Lowen en su libro «El narcisismo. La enfermedad de nuestro tiempo» la designó como una enfermedad tanto psicológica como cultural. Rasgo, trastorno, metáfora, enfermedad… el calificativo de narcisismo o narcisista connota y denota un desarrollo involutivo, describiendo, de manera aglutinante, un individualismo asocial, hedonista, vacuo, mercantilista, utilitarista, cosificado, consumista y adicto. Y en este sentido, la sexualidad narcisista sería fundamentalmente onanista con un sentido grandioso del yo y de su valía sexual. Una sexualidad enfocada al placer propio que consiste en servirse de la otra persona para la propia satisfacción y placer. La única persona importante en la relación es sí misma. La condición de alteridad de la otra persona desaparece en este tipo de relaciones que hoy pueden concebirse más como transacciones. En una cultura narcisista, a nivel sexual, el que cada persona reclame su “dosis” de placer, al parecer, puede hacer disminuir el deseo porque en ese caso, ya se introduce una cierta “reciprocidad”: una especie de “quid pro quo”, que por lo visto ya no estimula tanto… demasiado esfuerzo para el hedonismo narcisista de ahora. En otras palabras, la sexualidad ya no parece tanto ser monopolio de una persona o de un género, sino de todas las personas. Y esta nueva realidad puede ser motivo más que suficiente para perder el interés y el deseo. Y es que efectivamente en el modelo relacional narcisista, las otras personas están para la propia satisfacción y en el propio beneficio; las demás, no pueden tener ni reivindicar una satisfacción propia y autónoma.

Otro factor a tener en cuenta es la mercantilización de las relaciones, en particular las sexuales. El capitalismo es un sistema nefasto en cuanto a las relaciones se refiere. El estilo de vida que tenemos lejos de proporcionarnos bienestar, nos proporciona una panoplia de trastornos mentales cuyos mayores representantes son la ansiedad y la depresión. Amén del aumento de las enfermedades autoinmunes. Todo ello tiene una influencia negativa en la expresión de la sexualidad humana. La filósofa española Ana de Miguel habla de “neoliberalismo sexual” para describir cómo la ideología neoliberal ha convertido la vida humana en mercancía, en particular los cuerpos, enteros o trozeados. En este contexto neoliberal, la libertad sexual “se ha practicado en el modo de la autonomía, el desapego y la acumulación” (Illouz, 2020).

Los imperativos modernos han convertido a la sexualidad en una actividad recreativa y por lo tanto, orientada al entretenimiento, ocupando un lugar protagonista en la cultura visual y comercial.  Tal actividad, se ha convertido en “un atributo visible de la yoidad” (Illouz, 2020). La sexualidad se liberó del yugo religioso y ha pasado al yugo de la cultura de consumo. Todo se ha mercantilizado: el yo, la vida, los sentimientos, las relaciones… y el sexo. “La liberación pasó a ser un nicho de consumo y un estilo de consumo” (Illouz, 2020). El vacío que la sociedad iba generando en los años 80 y 90 por la pérdida de referentes de autoridad y las comunidades tradicionales (familia, vecindario, asociaciones…) ha ido llenándose con formas de consumo simulacro… y en todo ello, la sexualidad se ha convertido en un objeto de consumo muy especial. Al irse separando de su contexto relacional y de apego, la sexualidad, consecuentemente, se libera y emancipa de las (otras) personas; se vacía de significado que conectaba la condición humana de trascendencia y se queda reducida a su aspecto material orientada a un placer hedonista y autoreferencial (masturbatorio). Las otras personas nos sirven de juguetes para expresar nuestra identidad sexual. El cuerpo sexual pasa a buscar su sentido en la autoafirmación dentro del mercado de consumo. Y como el capitalismo manda: el sexo también se vuelve una cuestión de cantidad. Se trata de acumular encuentros, lo que da estatus y otorga competencias en materia sexual. La sexualidad queda oficialmente separada de las emociones, de las relaciones y de todo aquello que tenga que ver con la reciprocidad y cualquier forma de atadura. Se trata de un sexo sin compromiso, sin apegos, sin ataduras y, en consecuencia, sin esfuerzo. En este contexto se habla de competencia sexual, de sexualidad guionada o fantaseada, de clichés pornográficos, de cuerpos sexualizados, de relaciones sexualizadas. Algo que siempre ha sido característico de la masculinidad hegemónica, la cual “se define por la capacidad de acumular encuentros sexuales casuales, así como de desechar a las mujeres” (Illouz, 20209). Esta forma de sexualidad “entraña desapego y confiere poder, y como tal, constituye un tropo de la masculinidad” (Ibid). El resultado final es la falta de deseo y una clara disminución de la práctica de la sexualidad, con una profunda sensación de vacuidad. En su paroxismo, se trata de un sexo sin sexo.

Por último, mencionar el estrés como factor importante en la disminución del deseo. Prácticamente la investigación es bastante unánime al respecto. Nadie pone en duda que el estilo de vida actual genera muchísimo estrés. Pero ¿Qué es el estrés exactamente? Se trata de un mecanismo que se activa ante situaciones que desbordan. Genera muchos síntomas físicos, psicológicos y emocionales. Produce grandes cambios en el sistema hormonal que a su vez modifican los genes, generando todo tipo de cambios a nivel comportamental, cognitivo, biológico… Que tenga que ver directamente con la sexualidad, el sistema hormonal bajo estrés genera niveles altos de cortisol y prolactina que disminuyen el nivel de testosterona que es justamente la hormona del deseo. El estrés mata la libido de manera lenta y progresiva.

Gran parte del estrés está generado por el grado de incertidumbre y de temor en el que nos mantienen. El estrés económico y financiero generado por la crisis económica, escenario ya continuo y enquistado, así como la situación de precariedad laboral y la incertidumbre correlacionan con la proliferación de disfunciones sexuales.

Como resultado de todo este conglomerado, resulta cada vez más frecuente, particularmente en la población joven, el establecimiento de relaciones sin sexo. Algunas de ellas han acudido a consulta terapéutica para preguntar si eso es normal o no. Dada la dificultad de concretar y objetivar estos conceptos, suelo responder que, si las dos personas están totalmente de acuerdo y no les genera ningún problema, es perfectamente viable esta nueva modalidad. De hecho, es un formato que está en auge.