Retratos de infidelidades con implicación emocional

Calle, Persona, Paseo, Snow, Invierno, Fríoo, Hielo

Este tipo de relaciones tiene un promedio de duración de entre uno y dos años (Risso, 2010). Estas infidelidades no se consideran tales hasta haber sexo. Hasta entonces se consideran amistades.
La persona infiel en estos casos parece percibir su realidad interna y externa deformada. Para enfrentar la angustia que le genera transgredir moralmente la fidelidad y acceder a su deseo afectivo-sexual utiliza inconscientemente el mecanismo de la escisión, encarnando la pareja oficial lo malo y la amante lo bueno: «Los amantes comparten lo bueno. Lo malo queda para cualquier otro tipo de relación» (Jaramillo, 2014, p. 17). Las relaciones quedan así polarizadas, separando lo gratificante de lo frustrante. Esta separación constituye una estrategia defensiva. Muchas veces esta disociación se ve claramente reflejada en la indecisión, expresada a veces en forma de oscilación entre quedarse en la relación oficial o irse a vivir el romance con la persona amante. Este mecanismo se activa, por así decirlo, ante el deseo de evitar dificultades internas.
La relación con la pareja oficial bajo esta distorsión cognitiva puede llegar a convertirse en una relación de amor-odio, sin posibilidad de integrar la ambivalencia afectiva. De ahí que sientan que no puede ni separarse ni convivir. La «salida» a este conflicto suele ser la prolongación de la doble vida, infidelidad, una solución de compromiso basada fundamentalmente en un estado de enamoramiento con la persona amante, más parecido a un delirio amoroso —en el sentido de fantasía— a la vez que se mantiene la familiaridad y la estabilidad con la pareja oficial.
Es como si la persona infiel durante posiblemente años hubiese estado viviendo en una relación confortable (en el sentido de cómoda) y familiar, sintiendo posiblemente que algo le faltaba, como resignada. Por otro lado, no acaba de decantarse lo suficiente como para abandonar a su pareja oficial. La persona infiel, en lugar de elaborar este incipiente conflicto, lo deja estar hasta que su parte dividida —por así decirlo— es invertida en la relación con la persona amante. Luego, una vez iniciada la aventura, se muestra incapaz de distanciarse de ambas personas, que hacen emerger probablemente dos partes escindidas de sí mismo. Es excepcionalmente raro que ante estas circunstancias la persona infiel se plantee la soledad; siempre oscila entre dos posiciones. En la práctica clínica, aún no he visto a nadie que se cuestione una tercera opción: la soledad.
La escisión seguirá su curso hasta «forzar» una salida, que será una ruptura definitiva con alguna de las dos personas, simbolizando probablemente así la ruptura con una parte de sí mismo. Pero en cualquier caso el problema no se acabará ahí. Se observa comúnmente que la nueva pareja —con la persona amante— parece una continuación de la antigua. La persona infiel tiende a seguir su vida allí donde la dejó con la persona oficial. Esa escisión genera normalmente un vacío que es llenado con la exaltación sentimental del nuevo romance. La persona infiel está en pleno apogeo teatral, en el clímax de la obra (su propia obra), la cual es condimentada con trazos histriónicos que evidencian la vacuidad. En este sentido, y al hilo de la dinámica psicológica de la persona infiel, la situación se asemeja enormemente a la adicción, en cuanto a que los sentimientos son sustituidos por sensaciones y los deseos por necesidades. Su enamoramiento —ese estado alterado de conciencia con carácter temporal, efímero, transitorio— tiene una fuerte dosis de irrealidad por estar basado en una ilusión, en una fascinación exagerada, teatralizada. La amante se convierte en su droga, su chute, su dosis. La vacuidad es temporalmente sustituida por la sensación de lleno, sensación histrionizada, para así camuflar una depresión subyacente a tal estado psicológico, semejante a la euforia. Recuerda a los amores adolescentes.
La persona infiel cree ganar autoestima y posiblemente la gana momentáneamente, porque se siente amada, valorada: «La autoestima arriba. Me siento valorado» (Jaramillo, 2014, p. 10). Su narcisismo parece repararse. Su impotencia y frustración se tornan omnipotencia y realización: «—¿Y qué sentiste con eso? / —Poder femenino […], poder seductor […]. Al sentir poder, sientes seguridad […]. De pronto estamos buscando sentirnos poderosos y seguros» (ibíd., pp. 31-33). En esta producción fantástica, el sujeto construye un yo falso, camuflado, enmascarado, que le hace actuar como él debiera ser en la realidad fantaseada. Se trata de un yo suficiente, omnipotente, majestuoso.
La persona infiel cree ganar autoestima y posiblemente la gana momentáneamente, porque se siente amada, valorada: «La autoestima arriba. Me siento valorado» (Jaramillo, 2014, p. 10). Su narcisismo parece repararse. Su impotencia y frustración se tornan omnipotencia y realización: «—¿Y qué sentiste con eso? / —Poder femenino […], poder seductor […]. Al sentir poder, sientes seguridad […]. De pronto estamos buscando sentirnos poderosos y seguros» (ibíd., pp. 31-33). En esta producción fantástica, el sujeto construye un yo falso, camuflado, enmascarado, que le hace actuar como él debiera ser en la realidad fantaseada. Se trata de un yo suficiente, omnipotente, majestuoso.
Pero en el fondo la persona infiel no hace sino agrandar su profunda herida narcisista, su melancolía, su imposibilidad de duelo; no elabora el dolor. Algunos extractos de la obra de Jaramillo (2014) nos parecen, en este sentido, muy reveladores: «Creo que la amaba en forma inmadura […]. Hoy puedo decir que la quiero pero no la amo […]. A esta edad, hoy puedo decir que podría estar con Luisa, pero al analizar los elementos uno se da cuenta de que es altamente riesgoso. Así que mejor quedarse en el lugar de menos impacto» (p. 26). Aquí vemos esa dificultad para afrontar su propio malestar afectivo, y lo hace de una manera instrumental, mercantilista. A esta persona el miedo a lo desconocido la paraliza literalmente: «Me venía a la cabeza la posibilidad de cometer un error, pero cuando uno es adulto, hay muchas cosas arraigadas, chocheras, hábitos, etc. Volver a iniciar algo hace que tenga mayores riesgos y genera miedo, mucho miedo […]. Un miedo profundo a lo desconocido» (p. 25). Evidentemente, palpamos esa enorme dificultad a hacer frente a su situación y vemos cómo la va justificando al hilo de los hábitos y las costumbres. Se trata de una relación de pareja (oficial) en la que viven, al parecer, como hermanos y por la que no siente ese amor. Él —en este caso la persona infiel— no quiere conflictos; prefiere la comodidad a pesar de no ser eso lo que realmente quiere. Parece conformarse o ¿resignarse, tal vez?: «¿Y cómo va tu ansiedad al haber terminado con Luisa? / —Mejorando. Después de lo que pasó con Luisa, me quedé muy lesionado […]. Lo que tuve internamente me dejó devastado. No podía complacer a la una y a la otra […]. Hoy la llamo de vez en cuando, porque me preocupa. Eso me hace ver que no me puedo desapegar por completo. Sin embargo, quiero llamarla, quiero escucharla, saber de ella, aunque no puedo ofrecerle nada. Quisiera estar con ella, pero no puedo ofrecerle una relación, pues me siento incapaz de separarme […]. No la quiero martirizar llamándola, pues veo que le hace daño. Cuando la llamo, muchas veces me insulta, me culpa, me dice tantas cosas que me dejan mal. Me deja triste. Dividido en dos […]. Con el correr del tiempo […] espera que esa herida sane […]. Hay personas que ni llegan a sanar las heridas del todo […]. No sé si seré yo uno de ellos» (ibíd., pp. 27-28). Párrafo bellísimamente claro, en donde vemos plasmado no solo su sufrimiento sino el salpicar de este en su amante. También vemos la incapacidad de comunicar con su pareja oficial su verdadero estado. Vemos su retraimiento, su rendición, su aflicción. El tiempo no cura las heridas si uno no se responsabiliza de ellas. Vemos también la ambivalencia, ese no poder desapegarse ni de una ni de otra. Una incapacidad de ir más allá de la escisión, de afrontar el conflicto interior proyectado.
No obstante, este tipo de relaciones infieles —por así decirlo— genera mucho estrés, mucha adrenalina, mucha inestabilidad emocional descrita como montaña rusa. Resulta agotador: «Al no tener ese estrés, comencé a respirar un poco mejor» (Jaramillo, 2014, p. 27).

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