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¿Dónde está nuestro sillón?

 

 

 

Esta semana hemos asistido, iba a decir atónitas pero ya es difícil superar la capacidad de asombro, a una reunión en Ankara entre los responsables políticos de Turquía y de la Unión Europea.

 

Probablemente esa cumbre diplomática no hubiese tenido mayor repercusión si el escenario elegido para la ocasión contara con el mismo número de sillones que de sillas. Pero no fue así. Curiosamente en una sesión en la que se iba a tratar  la salida de Turquía del convenio de Estambul para combatir la violencia machista, el gobierno presidido por Recep Tayyip Erdogan escenificó el respeto que tiene por las mujeres colocando dos sillones, uno para el y otro para el presidente del Consejo Europeo, Charles Mitchel dejando a la presidenta de la Comisión Europea «mirando para los celajes» que dirían en mi pueblo y preguntándose como Manolo Escobar, dónde estará mi sillón.  Solamente manifestó su sorpresa con una aclamación pero esto no derivó en un cambio de conducta ni en la búsqueda apresurada de otro sillón. Estoy segura de que hay muchos en los palacios tunecinos destinados a los señores gobernantes.

 

Lo que pasó en esa reunión en Ankara no es nada baladí, es la escenificación manifiesta de un gobierno que le dice a la presidenta de la Comisión Europea que ella, por ser mujer, por mucha presidenta de la Comisión Europea que sea,  no es igual que su homologo y compañero Mitchel, ni por supuesto el,  aunque en el protocolo oficial tengan el mismo rango y las fotos de las reuniones anteriores con su antecesor en el cargo, Jean Claude Junker, así lo corroboran.

 

Esta imagen sin ser publicitada se produce a diario en muchas instituciones, organizaciones y empresas de todo tipo.  Nos vamos dando de bruces con ello todos los días, máxime ahora que entre la pandemia y el creciente aumento de la extrema derecha misógina, los derechos de las mujeres vuelven a estar en entredicho. Muchas veces, en mis cargos de responsabilidades tuve que escuchar estoicamente de algunos de mis compañeros esta expresión: eso te lo hacen a ti, por ser mujer, con un hombre no se atreverían.

 

Pues eso es lo que ha pasado con Ursula Von Der Leyen, aunque sea la Presidenta de la Comisión Europea:  por ser mujer no ha tenido el sillón que le correspondía. Es más, algunos hasta pensarán que menos mal que la dejaron entrar. Pero lo grave también es la postura del presidente Mitchel, que no tenía que haberse sentado en ése sillón  sino pedir uno igual para su compañera o pedir una silla para él, si no quería complicar el protocolo.

 

Pero no, tampoco sucedió.  Seguramente se hace en aras a no romper la famosa paz del hogar europeo, de no crear más tensión, de ya veremos si más adelante,  porque claro,  como las mujeres somos más comprensivas….

 

Pues bien, el sillón que le han quitado a Ursula Von Der Leyen es el que nos quitan a las mujeres cada día en una gran parte del mundo y permitirlo es aceptar con ello que perdemos nuestros derechos duramente conquistados.

 

Por eso, sigamos reivindicando los sillones que nos corresponden a las mujeres porque ningún hombre, ni siquiera los cercanos, nos los van a dejar aunque tengamos derecho. Y  les aseguro que se muy bien de lo que hablo.

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Haciendo aguas

 

 

 

 

 

Hoy es el día internacional del agua. Me pregunto si existe en el calendario algún hueco libre o necesitamos centrarnos cada jornada en un tema para tomar conciencia de las necesidades actuales.

 

Pues bien, en el día del liquido elemento, vuelve a llegar una noticia que me revuelve las tripas: la muerte de una nena de dos años, procedente de Mali, que llegó al puerto de Arguineguín hace unos días. No pudo superar esa maldita travesía que hacía con su madre, hermana y seis criaturas más, dos de ellas aún en estado grave.

 

Nada pudieron hacer, ni los primeros auxilios del personal de la Cruz Roja en el muelle, ni el equipo del Hospital Materno Infantil para obrar el milagro. Sin embargo, hoy  ni siquiera sabemos su nombre porque el que se dio a conocer inicialmente, Nabody no corresponde a esta nena sino a otra que también ha llegado estos días a nuestra tierra y sigue hospitalizada en el centro insular esperando mejor suerte.

 

Es una historia menos mediática que la del niño sirio Aylan, que también nos soliviantó hace tiempo cuando su cadáver apareció en la orilla de la playa,  quizás porque nos hemos acostumbrado demasiado  a estas tragedias. Claro, no son nuestros hijos e hijas, no tienen para nosotras nombre propio. Y quizás, lo que es peor: estamos entrando en esa normalidad para aceptar que la desgracia, aunque esté cerca, no nos corresponde porque ya bastantes problemas tenemos aquí.

 

Este es un argumento que algunos usan también como arma arrojadiza. Manda tela que venga la gente enchaquetada a enfrentar a pobres contra pobres en una competición tan desigual como interesada.

 

Estas islas son sin duda alguna, la puerta a Europa.  Nadie mete a sus hijos e hijas en una patera miserable si tuviese la vida resuelta en su país; la gente busca el paraíso prometido que les hemos vendido, realizado en gran parte gracias a sus recursos naturales. Una parte de nuestro bienestar les pertenece y muy probablemente también necesitemos la migración para salvar  nuestro futuro. Este continente que envejece a pasos agigantados solamente podrá sobrevivir gracias a quienes vienen de fuera. Solamente hace falta mirar quienes trabajan en el servicio doméstico, de manera legal o ilegal, cuáles son las cuadrillas que recogen las frutas en los invernaderos y así podemos estar toda la tarde.

Aunque vivamos en una situación de crisis no debemos olvidar qué sociedad hemos construido en estos años y con quienes.

 

Mientras tanto, ojalá se consiga acabar con las mafias de trata de personas, acabe el expolio de las materias primas para que se puedan resolver los problemas en origen. Y los gobiernos sean más activos. A la ciudadanía nos queda mantener viva la sensibilidad para empatizar con quienes viven situaciones mucho más jodidas que las nuestras, reivindicar soluciones justas y mandar a sus casas a quienes vienen a sembrar odio en el rio revuelto de la miseria.

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Pandemia y dominó

 

 

He sido afortunada este fin de semana de poder disfrutar de una isla que reverdece sin control después del monumental incendio que sufrió hace dos años.

 

Las persistentes lluvias de estos días no solamente han aumentado considerablemente el caudal de las presas, a las que sigue llegando  el líquido elemento, sino que ha generado un manto verde que comparte los colores con el amarillo de los relinchones y los cerrajones mezclados con el lila de los mayos florecidos. Quedan todavía árboles calcinados, pinos que luchan por dejar atrás ese color negro azabache, mientras los brotes crecen y crecen bajo el arrullo del agua que suena cuando corre por los barrancos en medio de las piedras.

 

Cuando contemplaba el hermoso poder de recuperación que tiene la naturaleza, la capacidad de las cabras para abrirse camino entre los riscos, recordaba una de las frases que durante la pandemia nos repetían hasta casi  creerlo: que de esta situación íbamos a salir mejores.

 

Aunque suelo ser de las personas que ven el vaso medio lleno siempre creí que seríamos mejores quienes ya estábamos intentándolo, con mejor o peor resultado, pero que la imbecilidad también se consigue a base de entrenamiento.  Sin duda,  ésta se ha multiplicado como las setas bajo los pinos, dejándonos un panorama para tirarnos al monte. Eso si, solo para recargar pilas y hacer frente a este enorme desafío que tenemos por delante.

 

En esos paseos me vienen además imágenes repetidas a menudo de todas esas personas mayores que durante este año han estado solas, las que han muerto sin la compañía de sus seres queridos, los cadáveres que aún esperan en algunos centros a que alguna persona lo reclamen. Toda esa gente mayor que tanto ha luchado en este país, que ha vivido la guerra, la posterior reconstrucción y que por lógica justicia merecían un mejor trato al finalizar su vida.

 

Por eso estos días también agradezco, tras disfrutar del proceso sanador del campo,  el poder sentarme a jugar al dominó con mi madre los fines de semana. Le cuesta retener, cada domingo por la tarde, que puedo traer una botella en la mochila porque  en el coche no existen las restricciones de los aviones y que estoy a solo veinte kilómetros de ella.

 

Es uno de los resultados de esta pandemia, acercarme a la tierra que me vio nacer y que ha cuidado de los míos, jugar al dominó y colocar las fichas de nuevos proyectos que sirvan para aportar mi grano de arena en este nuevo ciclo de la vida y de la naturaleza. Esta nos pide sacar lo mejor de nosotras mismas para revertir tanta dureza, incertidumbre y pobreza como la que está trayendo esta pandemia.  Y que sea una oportunidad para aprender de la naturaleza que nos ofrece su compañía para hacer  frente a la nueva normalidad anormal.