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El machismo en femenino

Que el patriarcado ha influido negativamente en el desarrollo y evolución de la sociedad,  está fuera ya de toda duda. Son numerosos los textos, unos más científicos que otros, que muestran y demuestran cómo la masculinidad mata a los hombres de muy diferentes maneras. Se habla incluso de masculinidad tóxica como aquella caricaturizada, dañina incluso para sí misma, caracterizada por actitudes misóginas, homófobas, violentas… masculinidades correlacionadas con la pornografía, el puterio, las adicciones (abuso de sustancias tóxicas), los accidentes, los suicidos … nos dibujan a un ser fundamentalmente alienado de su propia naturaleza y disociado de los afectos que ocasiona más daños que beneficios, pero eso sí, superior.

El psiquiatra chileno Claudio Naranjo en sus libros La raíz ignorada de los males del alma y del mundo y La mente patriarcal, deja claramente (de)mostrado que esta forma de dominación que él  llama «mente patriarcal», es la base del malestar social que vivimos, definiendo el patriarcado como un “conjunto de fenómenos íntimamente relacionados” con la dominación y la explotación, siendo el principal prototipo de dominación el del hombre sobre la mujer. De este esquema primigenio de dominación derivan todos los demás: una civilización fundamentalmente cimentada sobre la barbarie. Para este autor la mente patriarcal es una mente voraz, dominante, hegemónica, competitiva, represiva… que no solamente subyuga a la mujer sino también a los vástagos. A través de la ley romana se formula el derecho del hombre a la propiedad de la mujer, así como la de su descendencia y ello siempre por la fuerza. Se trata de una mente alienada; un tipo de locura basada en una normalidad estadística.

El chauvinismo patriarcal también subyugará principios, actitudes y comportamientos. Así por ejemplo subordinará el principio del placer al principio de realidad, la creatividad a la imitación, la libertad a la obediencia… La sociedad patriarcal aparece así como un modelo de civilización, caracterizado por la represión de todo aquello que derive de lo natural: instintos, ciclos, procesos, solidaridad, cuidado, amor…

Ahora bien, la masculinidad parece enmascarar una identidad insegura, miedosa y frágil, temerosa en todo momento de perder su falsa y falaz hegemonía. Una identidad dudosa cuya duda es compensada en la histerización e histrionización de sus trazos. Incluso existen sospechas o dudas razonables sobre una homosexualidad encubierta bajo esa capa de machismo, caricaturizada en el macho alfa. En ese caso hablaremos del machismo como una formación reactiva; un mecanismo de defensa que consiste en enmascarar una emoción, un deseo, una serie de comportamientos… en su contrario. Entre otros, el miedo a la mujer quedaría enmascarado en su dominación bajo formas paternalistas. Una dominación visibilizada a través del esfuerzo histórico de más de 5000 años en anularla, aniquilarla, invisiblizarla, cosificarla, animalizarla… de todas las maneras posibles: física, psíquica, emocional, económica y simbólicamente.

Pero lo que realmente impacta es ver cómo esta mente ha influido  de forma perjudicial en las mujeres no ya solo cómo víctimas sino como verdugos. Cómo las mujeres han interiorizado la autoridad paterna hasta hacerla suya, continuando su tóxico legado en la progenitura. Mujeres que a través de sus discursos y su educación promueven valores tanto o más misóginos y machistas que los propios hombres. Mujeres que parecen envidiar el famoso falo masculino hasta el punto de establecer una educación completamente diferente según se trate de sus hijas o sus hijos. Muchos estudios demuestran las diferentes reacciones de las madres hacía sus vástagos según se traten de niñas o de niños, sobrevalorando en cualquier ámbito a ellos en detrimento de ellas.

El propio trato que las mujeres dan a otras mujeres no es sino el reflejo de ese machismo interiorizado. Como lo es su negacionismo ante hechos constatados como la desigualdad de oportunidades o la exclusión de las mujeres en la historia (invisibilización). Negacionismo que se refleja en la obstinada ridiculización ante el lenguaje inclusivo o las críticas feroces ante la visibilización de logros femeninos. La idealización de la maternidad y del amor no dejan de ser aspectos patriarcales profundamente interiorizados en las mujeres, hasta incluso convertir su cuestionamiento en tabú. Mi madre solía repetirme que la peor enemiga de la mujer es la propia mujer. Y eso es consecuencia de la mente patriarcal cuyo lema es dividir para vencer. El amor de la mujer hacia las demás mujeres (sororidad o solidaridad) o el amor propio hacia sí misma, parecen haberse borrado del concepto del amor. La mujer hoy por hoy se sigue sintiendo culpable de desarrollarse personalmente. Critica duramente a las demás y las ve como potenciales rivales. El fantasma de la otra sigue estando tan presente que tiene dificultad para aceptar las ex de muchas parejas. Se autoimpone un canon de belleza femenino que el varón demanda de forma rígida además de tóxica. El trastorno dismórfico corporal está tan extendido hoy día que ya se hace visible en todo lo concerniente a la cirugía estética. Se reduce voluntariamente la jornada laboral, abandonando rápidamente su carrera y lo que es peor, comprometiendo su futura jubilación. Se sacrifica y culpabiliza con una facilidad pasmosa, cuestionando a aquellas que no lo hacen. Los problemas de salud física y mental son tan crónicos que vivirá empastillada hasta el fin de sus días, asumiéndolo como algo normal e incluso animando a otras a hacerlo. A través de toda una serie de estrategias a veces sibilinas, intentará imponer ese machismo a todas las demás mujeres y de manera cruel, a aquellas que desafíen estos patrones. Criticará dura y ferozmente cualquier deconstrucción que se haga en torno al patriarcado.

Hay tantas mujeres machistas como hombres machistas y la pregunta que nos asalta inmediatamente es por qué. El patriarcado, como cualquier otra forma de dominación, no puede existir sin cómplices. Conocemos el mecanismo de identificación con el agresor que hace que muchas víctimas defiendan a su propio agresor. El síndrome de Estocolmo es también otra explicación posible. Aún así, ¿Cómo es posible que muchas mujeres sigan queriendo el mal para otras mujeres? ¿Cómo es posible que no vean lo obvio? ¿Cómo es posible que se obcequen en criticar la conciliación familiar, la igualdad salarial, la igualdad de oportunidades o incluso la violencia de género…? En gran parte achacamos este fenómeno a la propia banalización del machismo que no deja de ser una forma de la banalización del mal en el sentido que lo describe Hanna Arendt: trivializar la dominación hasta convertirla en algo natural. Convertir en normal lo anormal. Obedecer sin cuestionar ni pensar. Seguir la tradición. Y como tal, resulta incuestionable; es del todo imposible deconstruirla.

 

 

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Ansiedad: cuando la solución mantiene el problema

La ansiedad puede ser considerada como un sano mecanismo de defensa, que, por su carácter ancestral, ha permitido la supervivencia. Es un mecanismo adaptativo que tiene una función, un motivo, un para qué. Tiene su utilidad.

La mayoría de las personas que sufren de ansiedad en sus diferentes formas (crisis de ansiedad, crisis de pánico, ansiedad generalizada, agorafobia, hipocondría…) intentan resolverla evitándola y controlándola. Sin embargo, la solución acaba formando parte del problema, agravándolo. Acaba generándose un miedo al miedo que, paradójicamente, acaba en pérdida de control, pudiendo enquistarse a la larga en un trastorno ansioso-depresivo. Y cuando hablamos de trastorno ya no podemos hablar de un mecanismo adaptativo. Una trampa mental acaba fraguándose, ya que el propio intento de controlar y evitar las desagradables reacciones fisiológicas acaba por generar aún más síntomas que a su vez generan más miedo, que a su vez generan más síntomas… El control desemboca en descontrol. La evitación hará aún más grande el problema. Entramos en bucle.

Ante el componente psicológico de la ansiedad, echar mano de “soluciones” que eviten y controlen la ansiedad, si bien  pueden proporcionar un alivio inmediato, éste será solamente temporal, puesto que hasta que no se resuelva el problema que la genera y que pone al sujeto en modo lucha, no desaparecerá. La ansiedad nos prepara para la lucha ante una amenaza de vida o muerte. Los cambios fisiológicos son necesarios en situaciones de peligro real. Pero la mayor parte de amenazas actuales no tienen que ver con esta ancestral amenaza a la supervivencia. Por lo que estas reacciones fisiológicas se vuelven en muchas situaciones inadaptadas. Estas desadaptaciones aparecen fundamentalmente como respuesta a amenazas a los valores significativos para la identidad y la autoestima alrededor de los cuales se han erigido las vidas, a los proyectos vitales frustrados…

Desde una perspectiva constructivista, la ansiedad se entiende como el resultado de una lucha interior entre lo que deseo y lo que debo. Indica una desconexión entre la realidad de lo que somos o hacemos y lo que en realidad estamos necesitando hacer. Y cuanto más se lucha contra esta brecha, más se ahonda en ella y se agudizan los síntomas. De esta manera podríamos decir que la causa del mantenimiento de la ansiedad está en la manera de resolverla: en evitarla y controlarla. Otra cosa muy distinta será el desencadenante.

La ansiedad en la sociedad actual, tan afectada por el estrés ambiental, puede considerarse un mecanismo de defensa que actúa como indicador de que algo va mal en quien la sufre. Eliminarla sería como eliminar la señal del salpicadero. Sin ella, quedaría fuera de nuestro control elementos imprescindibles para la conducción.

Anestesiar la ansiedad a base de medicación suele tener efectos paradójicos. Por un lado, agrava el malestar, puesto que estamos reconociendo que la ansiedad nos “puede”, lo que hace que la persona afectada pierda confianza en sus propias capacidades de afrontar situaciones difíciles o críticas. Por otro lado, se generaliza y extiende afectando a otras áreas de la vida, haciendo que se estreche el mundo y las posibilidades de resolver los verdaderos problemas subyacentes y que tienen que ver en general con el miedo.

Pero ¿qué yace bajo la ansiedad? En la práctica clínica se observa en general que bajo la ansiedad subyacen conflictos en su mayor parte relacionales. En efecto, la ansiedad, en bastantes casos, indica que algo pasa en las relaciones significativas que mantenemos. Indica que tenemos que dar un giro a nuestra vida, a nuestras relaciones. Suele ser la antesala de cambios necesarios que teníamos que haber hecho tiempo atrás. Suele señalar el enquistamiento que precede a la toma de conciencia.

Si bien hay bastantes terapéuticas que enseñan técnicas de afrontamiento, confundiendo la causa con el sentido y la comprensión, lo que nos queda claro es la necesidad de una aceptación y, en consecuencia, de un aprendizaje en la gestión de este tipo de malestares existenciales, puesto que nos orientan en la dirección a seguir. Eliminar el malestar psicológico generado por la ansiedad no es positivo a la larga. Conviene aprender a escuchar la ansiedad. Entender que ésta es la forma que cobra muchas veces el sufrimiento. Se trata de una señal que requiere de escucha y de elaboración; algo está necesitando abordarse y con urgencia. No es conveniente eliminar el dolor generado por la ansiedad; no sin antes haber entendido a qué obedece este mecanismo. No podemos pasarnos la vida paliándola o anestesiándola.

Al igual que el miedo, el sufrimiento, el dolor y la muerte, la ansiedad forma parte de la vida y es conveniente integrarla; ni evitarla ni eliminarla. El psicólogo humanista existencial Alberto de Castro nos dirá que la ansiedad nunca puede ser evitada porque “la ansiedad siempre surge ante cualquier evento o situación en que nuestros valores, ideales e intereses pueden verse en peligro, destruirse o no llegar a ser cumplidos”. O como diría el psicólogo social Jacques Salomé, “los males constituyen en sí mismos un verdadero lenguaje codificado, estructurado, que a veces viene a llenar las lagunas de una relación perdida o que se ha hecho imposible”. “Si me escuchara, me entendería”. Solo hay que escucharlos.

 

 

 

 

 

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Las tiranías de la epidemia según Christophe Barbier

Una epidemia de miedo se ha expandido sobre la sociedad de forma más  rápida que el virus corona. La letanía de cifras desgranadas a conveniencia, el acoso mediático e histriónico, entre otros factores, han aumentado exponencialmente el fenómeno. Esta epidemia consagra el triunfo de lo emocional frente a lo racional. Como ya han subrayado numerosas personalidades científicas e intelectuales basándose en la estadística, el riesgo de atrapar la covid no es inmenso y el de morir por ello es bajo. El 99% de las personas que se enferman se curan, por lo que la cuasi totalidad no tendría ninguna razón de tener miedo del coronavirus, o por lo menos  no más que al de una gripe (Barbier, 2021). El pavor ha sido provocado y alimentado. Y gracias a este miedo, los gobiernos han obtenido la disciplina y la eficacia de las medidas de profilaxis. Incapaces de convencer a la ciudadanía, han preferido vencerla mediante el poder del miedo, la amenaza, la coacción y la manipulación, fundamentalmente mediática.

El ser humano del siglo XXI en los países desarrolldos, hipocondriacos hasta la médula, ha permitido el desarrollo de esta «operación». El estado de miedo difundido en estos últimos años se ha catartizado en un real estado de pánico colectivo gracias a la epidemia como pretexto. La crisis actual deja al descubierto la necesidad de certidumbre y la exigencia del riesgo cero. Consecuencias: seguridad máxima, confinamientos, pasaportes verdes, controles, obediencia ciega, renuncia de libertades y derechos. No hacen falta ya tiranos. El miedo ejerce su tiranía, dictando nuestros comportamientos, entre los cuales destacan la irracionalidad, la desconfianza y el egoísmo.

El higienismo ambiental construido a base de intimidación moral define ahora el egoísmo bajo una perspectiva de insolidaridad de cualquier forma de cuestionamiento, pensamiento y forma de actuar que no coincida con la oficial. Opresión colectiva, cualquier persona puede erigirse en evangelizadora e inquisidora del nuevo fundamentalismo higienista. Debajo de todo esto emerge la enorme fragilidad de la población, como consecuencia de muchos años de confort, paz y comodidad; estados que prometían la supresión de los males inherentes a la condición humana, para así alcanzar la tierra prometida: la felicidad. Un nirvana analgésico a falta de herramientas psicológicas y espirituales para hacer frente a la vulnerabilidad ante la vida.

En una civilización moderna sin Dios ni alternativa ideológica que la sostenga, la muerte se vuelve insoportable. Hay que negarla además de evitarla. El ser humano debe ser inmortal. El sueño del Narciso posmoderno. Un ser desalmado, pero con cuerpo.

¡Prohibido morirse! parece ser el lema, según  Christophe Barbier, que la pandemia pone de relieve. Esta prohibición entraña la extraña paradoja de prohibido vivir para vivir. Una vida desnuda reducida a una supervivencia minimalista. Una vida sometida a los valores de la biología. Lo que importa de la vida no es su calidad sino su cantidad, su duración, su perpetuación… Todo ello a cambio de cargarnos la solidaridad intergeneracional según la cual, la prioridad debiera ser la juventud, el futuro. No se trata de una vida de riesgo, abierta a lo desconocido, osada y aventurera. Una vida cuya limitación última, la muerte, debiera permitir vivir con conciencia.

La lucha contra la pandemia generada por la Covid-19, por las medidas decretadas y sobre todo por el asentimiento colectivo y la ejecución disciplinada que le sigue, muestra hasta qué punto nos confundimos sobre lo que debe ser la vida, hasta qué punto hemos retrocedido, al identificar el ideal de la perfección humana con el rechazo a la vida real y sus “imperfecciones”: virus, bacterias, enfermedad, muerte, ciclos, cambios, tsunamis, crisis…, medidas que no aceptan la vida real con el inherente desarrollo del potencial humano, en nombre del culto a la “pequeña vida” relegada a la perpetuación, lo más duradera posible, de nuestro organismo estrictamente biológico (Barbier). Nuestro cuerpo toma el poder e impone sus exigencias al espíritu, a la conciencia. El cuerpo, el Amo, el dictador autoproclamado nos destrona. El infierno ya no son los otros que decía Sartre, sino el cuerpo. Una vida reducida a la vida del cuerpo bajo el imperio médico y nuestra subyugación, puesto que consentimos. Nuestra servidumbre voluntaria se asienta sobre la escucha abusiva de nuestro cuerpo. Estamos muertos de miedo a morir.

Oliver Servais, profesor de antropología y François Gemenne, investigadora, hablan sobre el declive de Howard Hughes obsesionado por su terror patológico a los microbios. Acabó los últimos diez años de su vida confinado. Estos autores, entre otros, se cuestionan las consecuencias del confinamiento en la sociedad. El final de la vida de este gran hombre corre el riesgo de ser la cuesta sobre la cual nos desliza una estrategia higienista que quisiera hacer desaparecer de nuestra vida los virus y las bacterias. Riesgo (físico) cero parece haberse convertido en el objetivo de la salud pública. El resultado paradójico será la enfermedad, a medio y largo plazo, de toda una población consecuencia directa de carencias básicas como la humanidad, la sociabilidad, la cultura, el espíritu y el alma.

Tras la pandemia, esta lógica parece haberse amplificado: se ha privilegiado una relación corporal individual en detrimento una relación con un cuerpo social activadora de vínculos. Con la finalidad de preservar la sociedad, se demanda a la ciudadanía confinar sus cuerpos físicos y alejarlos de cualquier otredad. En esta sociedad materialista el objetivo último, nos recuerda Barbier, parece ser la lucha desenfrenada contra la muerte.  Cortamos puentes hacia las demás personas; obstruimos el cuerpo social con barricadas para salvar cuerpos físicos. Evidentemente las consecuencias se hacen sentir particularmente por la pérdida de referencias sociales.

La lógica sanitaria proclama el riesgo cero como el nuevo derecho humano a través del principio de precaución. Pero realmente no es este principio de precaución quien legitima el confinamiento, sino el higienismo, como subraya la filósofa y novelista Chantal Delsol. Lo único que nos queda tras la bancarrota de las ideologías.

La epidemia es la nueva forma de guerra. Nos está prohibido anteponer cualquier otro valor que no sea la vida física desnuda. Una protección idolatrada de la vida con un rechazo bárbaro a la muerte. La supremacía idealizada de la existencia biológica aplasta cualquier otro valor. Se prefiere el confinamiento higienista, ese acuartelamiento de alta seguridad. Hipotecamos el futuro. Nos suicidamos socialmente para no morir biológicamente. Matamos al ser humano para dar más posibilidades de durar nuestro cuerpo biológico. Como subrayan Olivier Servais y François Gemenne: “Empujando al paroxismo esta retórica del riesgo cero, esta hipertrofia higienista, reduce el riesgo de una muerte biológica, pero corriendo el riesgo mortal de una inhumanidad futura”.

Abstraernos de los virus y las bacterias implica abstraernos de la sociedad como hizo Howard Hughes. La lógica del riesgo cero y sus acólitos, el higienismo y el confinamiento consentido, es la lógica del desastre descrito por Nietzsche: “humano, demasiado humano, para finalmente nada humano” (Barbier).

Otra de las consecuencias de la elección colectiva del sobrevivir cueste lo que cueste, es el triunfo del panmedicalismo, como lo ha bautizado el filosofo André Compte-Sponville. Hacer de la salud el valor supremo, lo que supone confiar en la medicina ya no solo la salud, sino el comportamiento de nuestras vidas y nuestras sociedades. Craso error. La medicina, si bien parece algo bueno, no puede suplantar a la política ni a la moral ni a la espiritualidad.  Como ya alertaba Michel Foucault, el control de la sociedad sobre los individuos no se efectúa solamente a través de la ideología, sino también en y con el cuerpo, el cual se ha convertido en una realidad biopolítica, así como la medicina, en una estrategia biopolítica. Un saber-poder que se expande a la vez por los cuerpos individual y social, sobre el organismo y sobre los procesos biológicos, teniendo efectos disciplinarios y reguladores. Esta biopolítica instauraría una forma de gobierno de sí para sí.

En nombre de la eficacia sanitaria, de nuevo con Barbier, el civismo ha engendrado la sumisión y la salud ha aplastado la libertad. Tras la pandemia la hoy buena ciudadanía acabará convirtiéndose en una no ciudadanía. Esclavos de la supervivencia y rehenes del miedo, hemos sacrificado sin dudarlo la libertad sin reflexionar y sin negociar. Asistimos al derrumbe de la democracia, ya anteriormente herida de muerte, por la falta de respeto a  las leyes. Los costes sociales de esta situación son y serán infinitamente superiores a los beneficios sanitarios. El riesgo cero es una quimera destructiva. La situación actual nos hace correr el riesgo de un colapso social a largo plazo por falta de fundamento o sentido. Sin perspectiva política ni consenso social que guíen las decisiones, esta sociedad de riesgo cero viene acompañada de la asepsia biológica y social. No arriesgar es una ilusión. Esta exigencia de nivel cero en el riesgo condena a abolir el humanismo y a empujar el totalitarismo hasta lo íntimo.