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Creo luego existo. Cuando las creencias se convierten en la realidad

 

Vivimos en un mundo en donde las creencias son más importantes que las evidencias. Si la Ilustración fue un movimiento cultural e intelectual conocido como el siglo de las luces, la posmodernidad del siglo XXI podría perfectamente ser el siglo de las sombras. Y es que, si bien el período ilustrado se caracterizó por utilizar la razón para llegar al conocimiento, sacando al ser humano de la ignorancia y las tinieblas, la lógica del posmodernismo parece enfangarnos en el oscurantismo de las creencias -entre otros sesgos cognitivos-, las cuales anulan cualquier evidencia científica, empírica y existencial.  A modo de involución, la sinrazón económica, progresivamente, ha ido -y continúa- anulando el conocimiento humano, situándonos en un neo-oscurantismo, a partir de una ignorancia muy particular basada en sesgos cognitivos como la superstición, el pensamiento mágico, la creencia y el dogma. Nos dirigimos al mundo de la doxa: para Platón, el mundo de la conjetura, de la fe y de la creencia.

El problema de basarse en creencias como fuente de conocimiento desemboca en el error cognitivo de tomar la creencia por realidad, otorgándole además el estatuto de verdad. En otras palabras, las creencias ficcionan el mundo, generando realidades virtuales que suplantan la realidad de los hechos, de las evidencias y de la verdad vivenciada. Así el sujeto se relaciona con la realidad desde su representación y no desde su vivencia. La creencia permite confundir el mapa con la realidad. En estos casos estamos dentro de la patología, concretamente en el mundo del delirio con las ideas delirantes y las alucinaciones como protagonistas.

Pero ¿qué significa creencia? Desde la perspectiva etimológica, una creencia es el acto de poner el corazón en algo, emparentada a la idea de fe. Se trata de una convicción subjetiva independientemente de la realidad, de la experiencia, de los hechos… En psicología las creencias son ideas, en su mayor parte inconscientes, que dirigen gran parte del comportamiento humano. Se forman durante los primeros años de vida. Creer significa dar por verdadero y real algo sin pruebas suficientes. La creencia equivale a una suposición (Luis Villoro, 2001). El sociólogo Javier de Rivera nos aclara que las creencias son asunciones que no están demostradas ni se pueden demostrar. Quizás esta es la característica más sobresaliente de la creencia: la imposibilidad de demostrar su existencia, su realidad, su veracidad. Son realidades ficticias, en cierto modo virtuales; al margen de la realidad.

Ahora bien, la lógica de la creencia predispone al sujeto a actuar como si aquello en lo que cree fuera verdadero; como si existiera realmente (Antonio Diez, 2021), a modo de profecía autocumplida. El sentimiento de certeza o convicción está implícito en la creencia porque, nos dice el psiquiatra Antonio Diez, la creencia en algo implica que ese algo forma parte de la realidad subjetiva. Las creencias, afirma el filosofo español Ortega y Gasset, son pensamientos, por lo general heredados, tan asumidos que no se cuestionan, de tal manera que nos comportamos como si fueran reales. En otras palabras, muchas de las creencias están tan asumidas que no se repara en ellas en tanto que creencias, de tal manera que acaban confundiéndose con la realidad hasta finalmente, suplantarla. En estos casos la radicalidad de ciertas creencias hace perder de vista el carácter idealista cuando no delirante del pensamiento ficticio que las sustenta.

El caso es que las creencias, esos prejuicios que suplantan la realidad de la experiencia, la realidad fáctica y la realidad de la evidencia, tienen su efecto en el comportamiento humano tanto a nivel individual como grupal.

A nivel individual, familiar o de pareja, una parte del proceso terapéutico consistirá en hacer ver que la realidad que el (los) o la(s) paciente(s) trae(n) a terapia deriva de creencias irracionales, es decir, que no son sino construcciones ficcionales. Por ello, se ahondará en las creencias para tomar conciencia de ellas y en la medida de lo posible, ir corrigiendo esa visión sesgada de la realidad que tantas consecuencias negativas acarrea.

A nivel terapéutico es relativamente fácil poder hacer reflexionar sobre cómo las creencias suplantan realidades porque la gente acude voluntariamente a terapia para cambiar, dado el grado de saturación en el malestar. Pero, ¿qué ocurre cuando estas creencias son compartidas por grandes grupos de población, extraídas en apariencia, del conocimiento científico o empírico? Como resalta el historiador italiano Federico di Trocchio en su libro Las mentiras de la ciencia, lo primero que hay que tener en cuenta es que “resulta imposible demostrar de manera concluyente si algo es verdadero”. Por lo que todas las teorías que se creen verdaderas, no lo son; no, hasta que se demuestre lo contrario: hipótesis nula.

¿Qué ocurre cuando se inoculan creencias? Es lo que se conoce comúnmente como lavado de cerebro o persuasión coercitiva; esto es, acto deliberado por parte de una persona o grupo para influir en actitudes y/o comportamientos de otras personas o grupos utilizando la violencia, es decir, algún tipo de fuerza a modo de presión y así forzar algo que naturalmente no surgiría. De ello deriva todo un sistema de creencias bautizado como ideología. Cuando llegamos a funcionar al margen de la realidad siguiendo una ideología, hay un riesgo de colapso social o locura colectiva conocida bajo rúbricas como psicosis compartida, enfermedad psicógena masiva, delirio colectivo o histeria colectiva. Todas ellas hacen referencia a la misma esencia: alteraciones delirantes fruto de transmisiones cognitivas sin fundamento que desembocan en fenómenos fanáticos. Ejemplos históricos de ello son el nazismo, algunas de las grandes revoluciones y más reciente, las pandemias. Un famoso ejemplo histórico de delirio colectivo fue el generado por Orson Welles al radiar una obra teatral titulada “La guerra de los mundos” en el contexto de un proyecto experimental.

El médico normando Gustave Le Bon ya escribió en el libro psicología de las multitudes sobre la locura colectiva por sobreadaptación que es cuando los individuos pierden su propia identidad al someterse involuntariamente a la ley de la mayoría. Que es exactamente lo que observamos hoy en día a nivel sanitario.

La inoculación de algunas creencias socio-sanitarias en la actualidad se está haciendo a través de la desinformación por parte prácticamente de todos los medios. En efecto, asistimos hoy a la terrible desinformación que genera creencias próximas a la superchería. Es conocido y admitido por la ciencia, que no percibimos el mundo tal y como realmente es, sino a través de lentes deformadoras. Estas lentes están formadas por prejuicios y expectativas, lo que llevará a interpretar el mundo en función de creencias preexistentes. El no aceptar que nuestras creencias son eso, creencias y no realidades es lo que el psicólogo Lee Ross bautizó como realismo ingenuo. Esta percepción ingenuamente realista nos hace vulnerables a todo tipo de creencias y lo que es peor, nos incapacita a reconocerlas como tales. Hay muchos ejemplos, pero quizás uno de los más generalizados es la que concierne al concepto de causa. No se puede determinar científicamente la causa de nada. Lo correcto es hablar de correlación, es decir una media estadística del grado de asociación entre dos variables. En otras palabras, “correlación no significa causación” (Lilienfeld, Lynn, Ruscio y Beyerstein, 2010).

Otra creencia expandida que está generando graves errores médicos es que se puede conocer la causa del fallecimiento de una persona sin autopsia. Preferimos pensar que es sin mala intención, pero el haber prohibido las autopsias en esta pandemia, deja muchas dudas razonables sobre la supuesta causa de los fallecimientos achacada sin pruebas científicas suficientes al famoso virus.

La creencia  del determinismo génico sigue aún vigente a pesar de haberse demostrado, según estudios recientes de la epigenética, la influencia del medio ambiente sobre la genética. Así, factores como el estrés, la contaminación, la nutrición, las emociones, el paro, la guerra, el miedo… modifican los genes sin cambiar la secuencia básica del ADN. Lo sorprendente es que estas modificaciones pueden transmitirse a nuevas generaciones. Estos hallazgos científicos no son introducidos en los programas universitarios ni se divulgan ampliamente en charlas, talleres, cursos, etc. Evidentemente estos hallazgos que parecen bagatela, podrían tener enormes repercusiones sobre todo económicas.

Las creencias empapan no solo la ideología de la masa sino que, además, por lo que estamos viendo, la ciencia, ha dejado de funcionar bajo los principios del método científico debido al influjo de los principios economicistas que atraviesan todas las esferas de la vida. Como dice Jürgen Habermas en su libro Ciencia y técnica como ideología, la ciencia y la técnica no están ya al servicio de la sociedad, sino que se han convertido en un sistema ideológico y como tal, con intenciones de sometimiento y control. La racionalidad tecnológica y científica legitima una determinada forma de dominio político oculto “y el horizonte instrumentalista de la razón se abre a una sociedad totalitaria de base racional” (Marcuse, 1964). Entendiendo por racionalidad «la institucionalización de un dominio que se hace ya irreconocible como dominio político» (Habermas, 1984).

 

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La significación de la psicoterapia

 

Psicoterapia, término compuesto de psique y terapeia, hace referencia al cuidado del alma, no a su tratamiento (Hillman, 1999).

Cuidar en su sentido etimológico moderno deriva del latin cogitare, es decir, pensar, de donde se pasó al significado de poner solicitud, estar atento a (Corominas, 1986). En este sentido, cuidar, es decir, hacer terapia o terapeia, sería pensar, reflexionar; actividades que poco o nada tienen que ver con el concepto médico de enfermedad ni con su derivado terapéutico de tratamiento. La reflexión y el pensamiento van en paralelo con la palabra, el logos. Pensamiento y palabra están estrechamente imbricados. Pero ¿qué significa pensar, reflexionar? Crear un espacio-tiempo en donde, en este caso, las experiencias psíquicas tengan una morada, un “lugar” para poder abordarlas de manera reflexionada. La palabra pensada, reflexionada, no cabe sino dentro del espacio dialógico, fundamentalmente intersubjetivo. La construcción de dicho espacio tiene que ver con el cuidado.

El cuidado del alma hace referencia a aspectos como la literatura, la religión, el arte… Aspectos simbólicos y metafóricos relacionados con la imaginación. Hablamos de sueños, recuerdos, imágenes… narrativas que constituyen maneras de reflexionar sobre la vida; son maneras de contar y dar vueltas a la experiencia de la vida; son formas de metaphorein, es decir, de transferir, de trasladar, de cambiar de perspectiva, a partir de lo cual el problema, como tal, desaparece.

El cuidado de la psique hace referencia a un proceso continuo que no tiene tanto que ver con la enfermedad sino con la vida. En este sentido, el primer paso de la psicoterapia será ante todo de entender, de comprender la psique a través de la comunicación, las relaciones sociales, la dimensión espiritual, la cultura.

La psicoterapia, entendida aquí como el cuidado y no la cura del alma, no pretende resolver problemas, erradicarlos, sino más bien devolverlos a la persona, intentando buscar un sentido. La “enfermedad”, psicopatología, dentro de esta óptica, no sería más que una manera de manifestarse de la psique para la cual habría que descubrir el mensaje, el sentido. La psicoterapia busca conocer no tanto la “enfermedad” como al enfermo y en este conocimiento amoroso, caring, el ingrediente principal es el amor en el sentido de “caritas” (May, 1994). En el griego antiguo el verbo conocer era el mismo término que designaba el encuentro sexual. Así, la relación etimológica entre conocer y amar es estrechamente próxima. Esto significa que no podemos conocer al ser humano sin amarlo, es decir, el conocimiento humano implica una unión, una participación dialéctica con el otro (Ibid). Ya antes, Miguel de Unamuno (1958) decía que amar es una forma de conocer especialmente aquello que está invisible y oculto. Tenemos que recordar que en el mito griego la psique, representada por una mujer joven y bella, estaba estrechamente unida a eros (Hillman, 1999).

Para entender o comprender lo primero es observar, esto es escuchar; considerar atentamente lo que el sufrimiento, el pathos, está revelando a través de los síntomas, los cuales ofrecen una oportunidad para reflexionar. Intentar erradicar los síntomas sin entender su sentido puede perfectamente conducir a lo que los psicoanalistas han llamado resistencia. La psiquiatría y la psicología modernas han hecho de los síntomas un enemigo y lo han tratado como si de un virus se tratara.

El cuidado del alma tiene que ver con una vida profunda, plena, auténtica y no es un método de resolución de problemas. Cuidar la psique tiene que ver con el saber vivir, con el sentido de las cosas y, por lo tanto, con el cultivo de la vida.

La propia reflexión de lo que está pasando, de lo que ocurre, supone en sí mismo ya un cambio, pero no se trata de un cambio de acuerdo a un plan o a una intervención. Al contrario, si procedemos a la escucha con atención e imaginación, los cambios se producen sin casi percibirlos. La búsqueda obstinada de un cambio puede en sí provocar paradójicamente la persistencia del problema (Watzlawick, 1994). No podemos olvidar que el cambio es algo “espontáneo”, “natural” (Watzlawick el al, 1975), y por lo tanto fluye con el propio evolucionar del ser humano. Por otro lado, sabemos que la comunicación, la palabra del diálogo, tiene efectos poderosos sobre el ser humano puesto que influyen en los estados anímicos, las opiniones y los comportamientos. Baste aquí recordar el inestimable valor que tenían los presocráticos por la retórica y el método mayéutico[1] atribuido a Sócrates. Nuestra tradición occidental judeo-cristiana ha recogido este principio, plasmado en el libro sagrado, la Biblia: “y al principio fue el verbo”. La palabra, elemento simbólico por excelencia, representa la coordenada de donde lo humano no puede salirse. Lo humano está configurado en la palabra, en la comunicación y a su vez, ésta configura lo humano. En nuestro lenguaje, sólo podemos crear imágenes de la realidad y es a través de estas imágenes habladas que la realidad humana se expresa. Pero al igual que el alma, la realidad, la existencia, sólo pueden revelarse, manifestarse. En este sentido, la psicoterapia, entendida como el cuidado del alma, es decir, como el cultivo de aquello que condiciona al ser en tanto que humano, tiene relación con la semiótica, la retórica, la comunicación, el arte, la ética, la moral, la religión, la narrativa, la metáfora, lo simbólico, lo onírico… en definitiva, con las relaciones.

 

[1] Consiste en, a través de preguntas, llevar al interlocutor a que por sí mismo se de cuenta o tome conciencia de tal manera que encuentre sus propias respuestas y llegue a un conocimiento relacionado con la verdad de su inconsciente: “Conócete a ti mismo”

 

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El desconocimiento de sí y su impacto en las relaciones

 

El filosofo Roland Gori en su ensayo la santé totalitaire nos recuerda que hasta Descartes, la máxima de conocerse a sí mism@ iba de la mano del autocuidado y de la (pre)ocupación por sí, lo que suponía que además de ocuparse de la salud en su vertiente física y anímica, tal propósito se hacía a través de la cultura y del eje intelectual. Así, el autoconocimiento formaba parte del “arte de vivir”. Se trataría de un saber sobre sí mism@ de naturaleza subjetiva, que haría referencia al saber sobre cada individuo en su vertiente psicológica, espiritual, experiencial, existencial y moral, haciendo referencia a un conocimiento profundo sobre las cualidades y los defectos propios; sobre las fuerzas y debilidades de la persona. Se trataría de un tipo de reflexión que lleva a comprenderse a través de la propia observación y así poder conocer  los valores, las metas, los deseos y las expectativas propias; las raíces de las dificultades que se vivencian;  el funcionamiento tanto a nivel personal como social… en definitiva la consciencia; ser conscientes.

Tras el advenimiento del racionalismo del siglo de la ilustración, esta máxima del autoconocimiento se ha ido progresivamente convirtiendo en el negativo de la ciencia. En otras palabras, la subjetividad de la consciencia ha sido expulsada como forma preliminar de todo conocimiento, quedándose prácticamente circunscrita al ámbito psicoterapéutico. Esto implica que aquellas personas que sufren anímicamente, podrían acceder a dicho conocimiento de sí mism@. Fuera del marco psicoterapéutico, este tipo de conocimiento suele hacerse dentro del ámbito de crecimiento personal a través de talleres y formaciones, por supuesto, y siempre fuera del ámbito universitario.

¿Qué implica todo esto? Pues que este autodesconcimiento, que el psicoanálisis bautizó como inconsciente, impregna todas las relaciones, haciéndolas en consecuencia, más difíciles en cuanto a su potencial de conflictividad, por estar llenas de agendas ocultas o contratos implícitos; patrones de comportamiento, actitudes, creencias y pensamientos en general irracionales, en tanto en cuanto están fuera del raciocinio lógico formal. A ello se añade el desconocimiento no solo a nivel emocional en cuanto a las emociones y sentimientos, sino en cuanto a las necesidades y estrategias. Las grandes carencias en la comunicación hacen estragos en las relaciones.

Así pues, nos encontramos en terapia con todo un compendio de conflictos relacionales, derivados de contratos implícitos o inconscientes, a su vez derivados de necesidades ignoradas e inconscientes que generan emociones y sentimientos inconscientes en su mayoría, cuando no, negados, somatizados, sublimados… Desconocimiento que les lleva a situaciones difíciles de gestionar. En consecuencia, la terapéutica de las relaciones se centrará en la tarea de, al igual que en la terapia individual, hacer consciente lo inconsciente; poner las cartas boca arriba para que los y las protagonistas puedan tomar mejores decisiones, resolver conflictos e incluso, poder responder a las necesidades de manera asertiva. Por ello, a nivel terapéutico nos centramos en los llamados contratos amorosos inconscientes, basados fundamentalmente en carencias y necesidades no resueltas e implícitamente exigidas a la pareja.  Exigencias no clarificadas como el  “si me amas, tienes que sentir algo de celos”, “si me amas, debes hacer el amor diariamente”, “si me amaras realmente irías a tal sitio conmigo”, “si me amaras, lucharías más por la pareja”… Las relaciones amorosas están en consecuencia llenas de implícitos: si me quiere, debe: respetar, comunicar, sacrificarse, ceder, comprender, aceptar, desear, apoyar, estar presente, no abandonar, no traicionar… Y cuando estas exigencias no son satisfechas, vienen los reproches, las discusiones y las crisis… Y es que, frecuentemente, no es solamente que la pareja no sepa nada sobre las expectativas de la otra persona, es que ella misma no es consciente de qué espera y exige que ciertas de sus necesidades inconscientes sean cubiertas. Estas exigencias irracionales pesan mucho y generan mucha presión sobre las parejas porque “deben”, “tienen que”… Por eso resulta importante hacer explícito lo implícito y explorar las necesidades que se encuentran subyacentes en las exigencias.

Para la psicologa Véronique Konh, las reglas de todo contrato relacional, representan estrategias cuya finalidad es satisfacer necesidades. Si tengo la necesidad de saber que cuento para ti, te “exigiré” que celes o que me regales algo o que me escuches o que me apoyes o que me tengas en cuenta a la hora de tomar decisiones … Solo que no expresaremos claramente la(s) estrategia(s) o acciones que queremos que el otro realice y a través de la(s) cual(es) nuestra necesidad pretende ser satisfecha. En lugar de comunicarlo, esperaremos a que ello se produzca mágicamente, con el probable resultado de la frustración. “Quien espera desespera” dice, el refrán. Cierto es que para pedir claramente acciones concretas que respondan a nuestras necesidades, tendríamos que ser conscientes de éstas y, además, saber diferenciar entre acciones -estrategias- y necesidades. También tendríamos que haber asumido que, como adultos, nuestras necesidades ya no serán satisfechas por otras personas y, por lo tanto, no podemos exigir ninguna acción.

Culturalmente no estamos educad@s con suficiente autoconocimiento como para ser conscientes de nuestras necesidades ni de cómo satisfacerlas. Aprendemos a tientas y a ciegas con la experiencia, y muchas veces procedemos por ensayo y error. ¿Qué acciones concretas en la práctica traducen reglas contractuales como la exclusividad, el respeto, la dedicación, el cuidado…?

Tristemente todo este conocimiento ha sido expulsado del conocimiento científico, del saber en general, de las ciencias, de las humanidades, de los planes de formación y de los programas univesitarios. Encontramos formaciones aquí y allá, sin mucha relevancia, y en marcos marginales del conocimiento: talleres, conferencias, formaciones…

De cara a la mejoría del funcionamiento amoroso y precisamente porque no hay garantía de seguridad, propongo tres vías de autoconocimiento:  las emociones y los sentimientos, las necesidades diferenciadas de las estrategias y la comunicación en sus procesos de habla y escucha.

 

Lecturas recomendadas:

Corrígeme si me equivoco de Giorgio Nardone y

Comunicación no violenta. Un lenguaje de vida de Marshall B. Rosenberg