La familia como fuente de patología

Una de las grandes paradojas del sistema capitalista actual reside en el mantenimiento de la familia en tanto que institución no solo de procreación sino de educación, al mismo tiempo que aleja a sus progenitores del hogar el mayor tiempo posible, debido a las exigencias desmesuradas del trabajo, el lucro y el progreso. Al mismo tiempo que el sistema destruye la familia en pos de su interés (beneficio), mantiene la idea de la misma tal y como se desarrolló en el siglo XVIII. Una de las consecuencias de esta “presión” es la gran culpa que sufren madres y padres por no poder abarcar todo lo que concierne a la educación de los hijos. Se culpabiliza y patologiza rápidamente a las familias de los errores ocasionados sin tener en cuenta cómo el capitalismo neoliberal las ha ido destruyendo. Ningún sistema asistencial se ha inclinado aún sobre este tema, mas sin embargo se está excesivamente encima de las familias. No se puede educar a los vástagos si la mayor parte del tiempo los padres tienen que estar fuera de casa produciendo. Una vez más se insiste en la función educativa familiar sin realmente atajarse la raíz del problema: la incompatibilidad entre la economía y política de un país, por un lado, y el desarrollo educativo familiar, por otro. En este sentido, los esfuerzos para mejorar la familia debieran ir destinados a modificar la economía. Sabiendo qué preponderancia ocupa cada uno en la pirámide, se podrían hacer “políticas sociales” más efectivas, pues los principales destinatarios ya no serían las familias sino, por ejemplo, los propios actores sociales: economistas, políticos, jueces. De alguna manera, los intermediarios asistenciales seguimos jugando el juego del poder: culpabilizar a la familia, dejando de lado todo el aparato económico.

Se debería atacar a las inflexibles exigencias del mercado laboral en sí y a aquellas personas, grupos y políticas que las hacen viables. Se debiera reorganizar el trabajo, la educación y todo lo relativo a la familia. En vez de cargar a la familia con programas educativos, se debiera cargar a aquellas personas que hacen las leyes, las representan y las defienden, a aquellas personas que se encargan de la economía. Igualmente habría que transformar la sociedad y sus objetivos de bienestar material a costa del bienestar físico, psíquico, social y cultural. Si es cierto que el Estado somos tod@s en nuestra sociedad moderna, entonces tod@s debemos ser el objeto de políticas asistenciales y educativas. Tod@s debemos transformarnos y revisar a fondo nuestros valores y creencias.

La modernidad ha supuesto un control social sobre las actividades antes individuales o familiares. Así, durante la primera etapa de la revolución industrial el capitalismo sacó la producción de la casa y la colectivizó en la fábrica. Más tarde se apropió de las habilidades y conocimientos técnicos del trabajador. Finalmente extendió su control sobre la vida privada del/de la trabajador/a con la supervisión de la crianza de los vástagos por parte de médicos, psiquiatras, maestros, jueces, trabajadores sociales, psicoeducadores, psicólogos. A la “socialización” de la producción ha seguido la socialización de la reproducción (Lasch, 1996).

Paradójicamente, la salud pública y la moral ha insistido en que la familia por sí misma no puede satisfacer sus propias necesidades sin la ayuda e intervención de profesionales expert@s (Lasch, 1994). La política pública, lejos de erigirse como defensora de la vida doméstica, la invade y la invalida. Esto es, la familia es percibida como un freno al desarrollo y progreso social. Como un reducto de la nueva tradición moderna, frenando así todo el proceso de homogeneización que hoy conocemos. La familia tiende a conservar tanto la tradición en contra de los cambiantes e inestables postulados económicos que hoy en día han invadido todas las esferas humanas. En consecuencia, se intenta apartar a los vástagos de la familia. Se coloca a muchos niños/as bajo la tutela del Estado y la influencia de la escuela, principal actor de aculturación. La sociedad –encarnada por las instituciones del Estado– se erige como la sustituta de la familia privada. Los/as niños/as son ciudadanos/as cuyos derechos sólo son garantizados por el Estado. La escuela rápidamente remplaza al hogar ya que éste no cumple su función, sino que, al contrario, la familia produce inadaptados, delincuentes y criminales. Así pues, escuela y servicios de bienestar social se ponen a trabajar juntos para el Estado y crear así buenos/as ciudadanos/as. La escuela, además de enseñar los rudimentos del conocimiento, debe también encargarse de la formación física, mental y social del infante (Lasch, 1996). La asistencia social se erige como tutor “in loco parentis”, pues los padres no tienen ni la sabiduría ni la educación necesaria para formar a sus hijos. El Estado es la nueva paternidad de la infancia, mientras las familias se convierten en fuente de patología social.

En la era moderna, el poder médico remplaza al legislativo que a su vez sustituye al eclesiástico como centro simbólico de la sociedad (Lasch, 1996). Con la medicalización social, la desviación se transforma pasando de ser delito a enfermedad. Así con el surgimiento de las profesiones asistenciales, la sociedad invade la familia, particularmente la función de la madre. Se cumple la profecía de que la familia es incapaz de satisfacer sus propias necesidades, para lo cual le hace falta la ayuda de expertos en salud, educación y bienestar. Tras monopolizar el conocimiento para socializar a los jóvenes, se trata de educar a los padres, es decir, tras declarar a la familia (los padres) incompetente para educar a sus vástagos, se la reclama de nuevo para verter sobre ella el conocimiento del cual los patólogos sociales se habían apoderado (Lasch, 1996). De este modo predominan las modalidades terapéuticas remplazando la política para lograr mejoras en los trabajadores. Dado el fracaso terapéutico se impone la política del consumo como método para compensar las privaciones sufridas y aparece así el trabajador como consumidor. El consumismo prescribe un papel más amplio para las mujeres, sobre todo en lo tocante a la administración y gestión del hogar.

Al desaparecer la familia como mecanismo de control, las profesiones asistenciales y la publicidad aparecen como agentes “nuevos” de control con sus “nuevas” prescripciones y proscripciones acerca de cómo ser y estar en la sociedad. De esta manera socavan la poca autoridad que quedaba en la familia.

 

 

 

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