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Sobre el miedo… apuntes

 

Como nos lo recuerda el filósofo Bernat Castany Prado en su libro Una filosofía del miedo, se trata de un concepto ambivalente pues “designa tanto un sistema de conocimiento y motivación como su desarreglo generalizado”. El uno se refiere al miedo normal y el otro al miedo patológico o phobos (de donde viene la palabra fobia). Resulta tan desagradable que queremos dejar de sentirlo de una vez por todas, al igual que el dolor o la tristeza, sin comprender que todas estas emociones y sensaciones constituyen un sistema de conocimiento, puesto que nos informa de un peligro o de un problema, así como de motivación porque nos mueve a solucionar y remediar aquello que nos perjudica.

No podemos eliminar todas estas emociones y sensaciones de nuestras vidas, como promulga la filosofía estoica y la teología cristiana, entre otras orientaciones, porque simplemente estaríamos poniendo en peligro nuestra vida y nuestra supervivencia. El miedo, al igual que el dolor y la tristeza, nos permite ubicar nuestras heridas y ponerles remedio, cambiando nuestra vida y nuestra sociedad ya que “buena parte de nuestra tristeza, tiene un origen político”.

Ahora bien, la desmesura en el miedo puede volverse tan intensa que no permite ni conocer ni motivarnos para poner remedio. El miedo exacerbado, en unos casos, nos hace descarrilar, impidiendo evaluar la situación y tomar decisiones adecuadas. En otros, a pesar de haber cumplido su función informativa, se resiste a transformarse en acción y bloquea, generando ansiedad, angustia, frustración, vergüenza o depresión. El miedo nos saca fisiológicamente de nuestra ventana de tolerancia, dando un cariz traumático a una situación. El miedo nos avisa también de peligros existenciales; es realmente un aviso de que “nuestra vida ha adoptado una dirección equivocada que deberíamos abandonar”. El miedo nos intenta alejar de ese “eterno retorno” de Nietzsche; no queremos repetir esquemas; queremos alejarnos de aquello que nos hace daño.

El miedo así mismo no solo nos informa de la situación, sino que nos informa sobre quienes somos, puesto que nos quita la máscara, dejando al desnudo la realidad. También nos informa sobre las personas de nuestro entorno, sobre la pasta de la cual están hechas

La clásica reacción ante el miedo suele ser la huida. Hay varias formas de concretarse dicha reacción entre las cuales se encuentra la sumisión, la autocensura, las adicciones, las compulsiones e incluso el suicidio.

El verdadero antídoto ante el miedo es el actuar. Además de la información que éste nos da, nos exhorta a emprender una acción. Y mientras no la hagamos, el miedo permanecerá. “La acción es el único remedio contra el miedo”. Cuando el miedo es excesivo, nos confunde y nos bloquea, entrando en el terreno patológico de las fobias, de la ansiedad, de la angustia y del pánico. Se convierte en irracional; no atiende a razones. Nos distrae distorsionando la percepción. Se apodera de nuestros sentidos y así las cosas se deforman; el miedo hace “que las cosas no parezcan lo que son”. Exageramos, nos imaginamos e incluso inventamos peligros y percepciones inexistentes, disminuyendo nuestras fuerzas, convenciéndonos de que no las tenemos. Nos impide ver las relaciones causales, los fenómenos se desconectan de sus verdaderas causas, y los asociamos a causas irreales. Además, el peligro se extiende (ansiedad generalizada) progresivamente a todas las demás esferas de la vida, estrechándola, haciéndola angosta (de ahí la angustia), convirtiendo la visión en un sentido maniqueo. La atención se deforma porque además de mirar y no mirar al mismo tiempo, se vuelve hipervigilante. Se vuelve tan angosta que el mundo exterior desaparece para, en forma de bucle melancólico, tornarse hacía sí, centrándose solo en lo negativo. Toda la atención y esfuerzo queda relegada a prevenir y protegerse de aquello que da miedo. Las amenazas aumentan mientras disminuye nuestras fuerzas.

Salir de esa angostura requiere así pues “revertir la distorsión de los sentidos y recuperar el control de la atención”. Y nada mejor para ello que la acción, que nos permite fijar la atención. La acción nos baja a tierra porque “es una modalidad fundamental del conocimiento”. La acción es como una verificación empírica de nuestros sentidos, de nuestras capacidades y realidades. A través de la acción nos conocemos y conocemos a las demás personas; conocemos la realidad. “Saltar es un modo de medir la altura. Enfrentarse, la mejor técnica para calcular el impulso y la resistencia”. Si no actuamos, el miedo toma el control. “La acción, en cambio, nos pone en contacto directo con la realidad”.

El temor nos sumerge en un mar de confusiones, en un “atropello mental” que no es sino otra forma de huida. Somos incapaces de razonar de manera clara y concluyente. Desaparece la lucidez para girar obsesivamente en torno a ideas y pensamientos encadenados de manera incoherente. Así se desarrollan los pensamientos obsesivos tan inútiles como inhabilitantes.

El miedo paraliza de tal manera que no hay nunca una buena razón para salir. Cuanto más se informan las personas sobre el objeto del miedo o el miedo mismo, mayor es la indecisión. La razón asustada gira sobre si misma; entra en bucle que se retroalimenta, desembocando en el pánico. Tras semejante esfuerzo, la persona cae en esa especie de nihilismo en el que todo vale; nada tiene ni sentido ni valor y entonces “lo temo, luego existe”. Ningún fundamento, ninguna razón; la persona con miedo renuncia a saber: “se ha resignado a las razones del miedo que la razón prefiere no contemplar”. Lo irracional, fantasea y especula arrinconando la subjetividad.

Por ello en el trabajo terapéutico con el miedo, a la acción debe acompañarle la razón, que, aunque no nace de ella, si se nutre de ella (o de su falla más bien).

Otra capacidad que se ve mermada es la memoria, “sistema digestivo del conocimiento”. En este sentido, debido al temor a que algo amenazante vuelva a suceder o se vuelva a repetir, la memoria se vuelve incapaz de descomponer las percepciones y los pensamientos para así poder generalizar y extraer patrones de comportamiento. Al mismo tiempo, tampoco puede olvidar “aquellos componentes inútiles y tóxicos que podrían contaminar el espíritu. La melancolía es el reflujo del alma”. El miedo hace que en la memoria permanezcan pensamientos ofuscados. Imposible olvidar, imposible procesar lo traumático, esa herida constantemente abierta sin cicatrizar. Paradójicamente, la memoria que no olvida ciertas cosas, olvida otras en una amnesia selectiva, obviando así aspectos que sí serían necesarios y que nos permitirían extraer conocimientos, patrones con los que actuar. Falso olvido o recuerdo reprimido en el inconsciente que habrá que hacerlo consciente y por lo tanto habrá que recordar, si queremos transformarlo. Porque en el caso del temor, la memoria no solo hace referencia al pasado sino al futuro: la profecía autorrealizadora. En este caso, el miedo hace actuar a la persona como si ya ha sucedido aquello que teme. Se anticipa al futuro en términos proféticos y adivinatorios. “La memoria asustada establece asociaciones extrañas y falaces que acaban formando una tela de araña extremadamente compleja y sensible”.

La imaginación, esa facultad cognitiva específicamente humana, de crear imágenes o escenas que no están en el campo perceptivo en el momento, también se ve seriamente afectada por el miedo. Como el filósofo griego Aristóteles lo subraya, “el miedo es una aflicción o desbarajuste de la imaginación que se produce cuando está a punto de sobrevenir un mal destructivo o aflictivo”. La imaginación inventa y crea nuevos miedos, formándose así el miedo a tener miedo, lo que nos llevará directamente al pánico. Mas sin embargo, al utilizar la técnica de exasperar el miedo hasta el absurdo, restauramos el daño generado a nuestra facultad creativa, sabiendo a ciencia cierta que la mayoría de los peligros imaginados nunca sucederán. Así pues, la imaginación, bajo el hechizo mágico del miedo, se volverá catastrofista, confundiendo así la posibilidad con la probabilidad. Pero una cosa es ponerse en lo peor y otra muy distinta confundir lo imaginado con la realidad o suplantarla. La imaginación en este caso parece anticiparse en ese falaz intento de controlar el futuro, prediciendo así un sinfín de situaciones que nunca sucederán. La realidad se sobreinterpreta, hasta malinterpretarse. Especula generando cosmovisiones alucinatorias que hacen del mundo un lugar tan hostil como impredecible, inseguro, peligroso, indefenso, cruel, absurdo o indigno. No obstante, mientras estas cosmovisiones se forjan en la mente de la persona aterrorizada, la salud mental y física se deteriora rápidamente, segregando toda una serie de hormonas para hacer frente a tanto estrés. “creamos y creemos nuestras propias sugestiones (…) nadie nos devolverá lo que sufrimos en vano”.  Males imaginarios como el miedo, la ansiedad y la angustia enferman nuestro imaginario, generando sentimientos de impotencia, indefensión y descontrol.

Estos malestares son tan individuales como sociales. Así se forman y conforman toda una serie de dogmas, infligiendo en vida una serie de sufrimientos infernales para no saber qué es la muerte. Inventa así conspiraciones que ignoran la razón, la lógica y el contexto de los desastres. Concretará la ansiedad, transformándola en miedos concretos, inventando enemigos y fomentando el odio (“primogénito del miedo”). Y todo ello para dar sensación de seguridad, orden y poder. Magia, hechizo y brujería posmoderna.

La retórica del miedo está hecha de un discurso interior enfermo, en tanto que dominado “por la obsesión, la irracionalidad y la tristeza”. A este discurso le gustan “las repeticiones, las interrupciones, las exclamaciones, las generalizaciones y la vaguedad”. La mente asustada entra así en un trance hipnótico, hecho de rumiaciones con voz “balbuceante y asincopada”. De manera atropellada, el miedo habla rápido con la urgencia de encontrar una solución, pero sin llegar a nada concreto, por lo que lo que será sustituida la acción por cogitaciones. Agobio, aceleración y desestructuración caracterizan el discurso del miedo. El lenguaje asustado hiperboliza, exagera, histrioniza el peligro, minimizando y ninguneando el potencial y la potencia de la acción. Evita igualmente el presente que es el tiempo de la acción para privilegiar tiempos pasados (tenía la intención de, yo quería…), futuros (pienso, algún día…) o condicionales (si todo fuese diferente, si las cosas no fueran así, si no hubiera, si pudiese…), “que son los tiempos de la rendición, la pasividad y el fatalismo”. Al hablar del futuro lo hace en tiempo presente: seguro que fallo, no lo consigo, no puedo… El condicional de una posible acción futura, quisiera hacer, me gustaría intentarlo… no son sino formas negativas de una acción al igual que una balan en la recamara.

Esta misma retórica genera tabús expresados de forma de “perífrasis eufemística” o con “sobrenombres” hasta rozar lo ridículo, absurdo y esperpéntico. “No es improbable que el alto grado de ansiedad que caracteriza nuestro momento histórico esté en la base tanto del puritanismo mágico de lo políticamente correcto, propio de ciertas formas del “progresismo” como de esa especie de feísmo o cruelismo político, propio de los populismos de derechas en particular y de las redes sociales en general”.