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La cultura tóxica nos enferma. El mito de la normalildad

 

Vivimos en una sociedad obsesionada con la salud y el bienestar. Sin embargo, la salud colectiva se deteriora notablemente. Cada vez hay más enfermedades físicas y mentales. Las adicciones van en aumento. En cuanto a las relaciones entre el contexto cultural y social y las enfermedades, ya Freud en su libro El malestar en la cultura, ponía el énfasis en la estrecha e imbricada relación entre enfermedad y cultura. Actualmente, existen sobradas evidencias científicas que ponen sobre el tapete la relación entre nuestra manera de vivir y nuestras enfermedades. El médico canadiense Gabor Maté en su libro El mito de la normalidad, habla de cultura tóxica, refiriéndose a su sentido más contemporáneo de negatividad, desconfianza, hostilidad y polarización: “Con cultura tóxica” pretendo caracterizar algo incluso más profundamente arraigado: la totalidad del contexto de estructuras sociales, sistemas de creencias, cosas que se dan por supuestas y valores que nos rodean y que, necesariamente se filtran en todos los aspectos de nuestras vidas”. No es ninguna novedad que la vida social y cultural influye en nuestra salud. El problema es la falta de reconocimiento de esta realidad y la inclusión de este factor en el análisis y tratamiento de los numerosos malestares que nos acechan. Debemos situar al individuo en su contexto y desplazar el concepto de bienestar de lo individual a lo colectivo. Nuestro contexto social, económico, político y cultural está generando factores estresantes crónicos que socavan gravemente nuestro bienestar, de tal manera que se convierte en un caldo de cultivo tóxico e inadecuado para el crecimiento y desarrollo del ser humano. Como lo subraya el escritor Thom Hartman en su obra Las últimas horas de la vieja luz del sol: la crisis ambiental y cómo salvar el futuro, “la cultura puede ser saludable o tóxica, promotora o asesina”.

A pesar de mostrar unos recursos económicos, tecnológicos y médicos espectaculares, esta cultura tóxica globalizada induce al sufrimiento de enfermedades, muchas de ellas crónicas, derivadas del estrés, la ignorancia, la pobreza, la desigualdad, la degradación ambiental, el aislamiento social… Amén de enfermedades crónicas como la diabetes o la hipertensión, el aumento de enfermedades autoinmunes invalidantes como la esclerosis múltiple, el cáncer no relacionado con el tabaco (en alza), la obesidad, tenemos los problemas de salud mental que en Europa “se han convertido en el mayor problema sanitario” (Maté, 2023). Millones de personas, cada vez más jóvenes, están medicadas con estimulantes, antidepresivos y antipsicóticos cuyos efectos a largo plazo están aún por establecer. El suicidio también está aumentando, particularmente en la población más joven. Aumentan los trastornos de ansiedad, los colapsos nerviosos y las depresiones…

La toxicidad cultural en la que nos encontramos está tan normalizada que ni se cuestiona. El término normal, especifica el médico canadiense Maté, se refiere a “algo que anteriormente se consideraba aberrante se convierte en suficientemente normal para que no lo detecte nuestro radar”. Desde una perspectiva sociológica, algo normal es algo que no llama la atención. Y estos fenómenos tan patológicos como habituales de la vida cotidiana ligados a nuestra forma de vida moderna que nos parecen normales, están pidiendo a gritos una revisión porque conducen a una somatización física y mental del gran malestar que están generando y que para nada es normal. Es más, mucho de lo que está pasando actualmente aparentemente normal no es ni sano ni natural, ni mucho menos normal. Y lo que es peor, adaptarse a los criterios considerados normales en cuanto a nuestras supuestas necesidades es, en muchísimos sentidos, ajustarse a requisitos profundamente anormales, nocivos y dañinos a nivel psicológico, mental y espiritual. En este sentido, las enfermedades son una consecuencia esperable y normal de una sobreadaptación a circunstancias anormales y antinaturales. “Los dolientes cuerpos y mentes que hay entre nosotros no se considerarían ya expresiones de patología individual, sino alarmas vivientes que dirigen nuestra atención hacia lo que se ha torcido en nuestra sociedad, y hacia el hecho de que las certidumbres y los supuestos dominantes en relación con la salud son, en realidad, ficciones” (Maté, 2023).

El principal impedimento en la actualidad para fomentar un mundo más sano es la sesgada idea de normalidad que tenemos en nuestra cultura. Los efectos más opacantes de este perverso fenómeno (lo anormal se ha convertido en normal y lo normal en anormal), los observamos en la medicina. El paradigma médico actual, heredero de un flagrante sesgo científico que lo sitúa próximo a la ideología del conocimiento empírico y lo aleja del real conocimiento científico, reduce sucesos complejos a su biología, separando mente y cuerpo. En su consecuente ceguera fruto de la disonancia cognitiva, sólo se centra en uno de los dos componentes: el cuerpo. No solo olvida la unidad esencial mente/cuerpo, sino que omite el propio origen relacional, así como las manifestaciones de la influencia medioambiental en la genética humana. A pesar de todos los avances de la epigenética, la psiconeuroinmunoendocrinología y la neuromedicina, entre otras ramas, la industria médica se empecina en su resistencia o incapacidad para metabolizar este hecho y, en consecuencia, se niega a adaptar los procesos y los tratamientos a esta realidad.

Las enfermedades surgen en un contexto general de las vidas de los seres humanos. No surgen “ex nihilo”. “La salud y la enfermedad no son estados aleatorios de un cuerpo o de una parte de este, sino que son expresiones de toda una vida vivida y que no se puede entender de forma aislada: viene influida por – o mejor, surge de- un entramado de circunstancias, relaciones, sucesos y experiencias” (Maté, 20223).

Ya el filósofo humanista y psicoanalista Erich Fromm en su obra Psicoanálisis de la sociedad contemporánea decía que para estudiar la salud mental del ser humano actual, había que estudiar las influencias que los modos de producción y de organización social y política tienen sobre la naturaleza humana. Este autor diferenciaba entre el carácter individual y el social; este último es definido como una estructura de carácter compartida por una mayoría de individuos cuya función sería la de moldear y canalizar la energía humana con el fin de que la sociedad funcione. La génesis de este carácter está en la interacción de factores sociológicos e ideológicos. Este autor afirma que la estructura socioeconómica de la sociedad moldea el carácter del ser humano y considera que las condiciones socioeconómicas de la sociedad industrial moderna son causa de perturbaciones de su salud mental. Si en algo condiciona este sistema es en la enajenación del ser humano, peaje a pagar que compromete su salud tanto mental como física. Se trata de un modo de experiencia en la que la persona se vive (vivencia) a sí misma como extraña. El sujeto no es dueño de sí mismo y vive separado, alienado, de sus actos, de su cuerpo y de su entorno. La separación entre la mente y el cuerpo no es sino una representación más de dicha enajenación. Pero la realidad es que todas las enfermedades “si no son psicosomáticas de entrada, tienen un indiscutible componente psicosomático” (Maté, 2023). Y es que la biología humana es una biología interpersonal. Llevamos ya años escuchando sobre el enfoque biopsicosocial pero no está en absoluto integrado. De hecho, Daniel Siegel un prolífico psiquiatra estadounidense introdujo el concepto de neurobiología interpersonal. La ciencia ha dejado sobradamente demostrado un modelo integral del ser humano en donde los aspectos relacional, emocional, social, político y económico pueden, y de hecho lo hacen, alterar toda la genética humana. Los genes, sin quitarles su importancia “no pueden dictar siquiera los comportamientos más sencillos y, mucho menos, ser responsables de la mayoría de enfermedades” (Maté, 2023). Los genes responden a su entorno y no pueden funcionar fuera de ningún ambiente. Todas estas investigaciones demuestran que las circunstancias configuran la forma en que los genes se ajustan al entorno.

La conclusión que se deduce de tantas investigaciones innovadoras es que hasta que no haya cambios estructurales sustanciales en nuestras sociedades, el ser humano seguirá enfermando, la salud será cada vez más precaria. El propio sistema perpetúa condiciones de vida tóxicas que modifican y alteran nuestro genoma, agravando así la salud y potenciando la enfermedad. Vivimos en una sociedad en la que hemos normalizado la toxicidad, haciendo de esta nuestra forma de vida.