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Dependencia emocional: una sana cualidad humana

 

Aristóteles ya decía que el ser humano es un ser social por naturaleza y que necesita de otros seres humanos para sobrevivir. Desde que el zoólogo ruso Karl Fiódorovich Kessler desarrollara la teoría sobre la ley de la ayuda mutua según la cual la ayuda mutua ha desempeñado un papel fundamental en la evolución progresiva de las especies, mucho más que la competitividad y la lucha, muchos campos de la ciencia, entre los que destacan la epigenética y la neuropsicología, siguen constatando con más pruebas esta verdad ontológica del ser humano. Al punto de considerar la sociabilidad como un instinto existente tanto en el mundo humano como animal.

El ser humano es fundamentalmente dependiente y es sano depender. Es decir, la dependencia emocional es sana y lo contrario, personas independientes y autosuficientes resulta patológico. Sin embargo, en la sociedad actual, la dependencia emocional tiene fuertes connotaciones negativas al igual que la noción de apego, que tal y como lo definió el psiquiatra y psicoanalista John Bowlby, se define como cualquier forma de comportamiento, que hace que una persona, alcance y conserve proximidad con respecto a otras personas. El apego se refiere al vínculo afectivo. Así pues, se trata de una de las conductas innatas para la supervivencia. Pues bien, la dependencia, esa continuidad del apego en las personas adultas, es por lo tanto una conducta no solo sana, sino innata e instintiva que permite al ser humano – y su cerebro- desarrollarse.

Vivimos en una sociedad en la que prima la visión del ser humano como un ser hecho a sí mismo, el paroxismo del narcisismo. Un ser independiente, autosuficiente, desapegado, desvinculado. Este es el principal negacionismo en el cual estamos patológicamente enculturados y adoctrinados. En general aceptamos la dependencia en la infancia, presuponiendo que una vez adultas, llegaremos a ser absolutamente independientes. Estas falaces y absurdas teorías han venido siendo apoyadas por la psicología “mainstream”, es decir, las principales corrientes psicológicas sesgadamente vehiculadas. Sin embargo, poco se ha difundido sobre la intersubjetividad en psicología. Un concepto que tiene su origen en la filosofía fenomenológica.

La intersubjetividad enfatiza la función de la otredad, toda persona otra bien diferenciada de una misma, en la constitución psicológica del ser humano. El psicoanalista Daniel N. Stern en su obra “the interpersonal world of the infant” sitúa esta interdependencia en el corazón del desarrollo humano y de la psicología. Hoy en día este concepto es importante para las modernas escuelas de psicoterapia. Y es la base de estudio de la psicología social, entre otras áreas. Una persona absolutamente independiente sería una patología social y emocional ya sea por la soledad, ya sea por la falta de empatía.

El ser humano no evoluciona de la dependencia a la independencia, sino de la dependencia vertical a la dependencia horizontal como lo subraya el psicólogo Arun Mansukhani. La dependencia vertical designa una relación en la que una persona es cuidada por otra que cuida; una que da y otra que recibe. El ser humano adulto maduro es aquel cuya capacidad de dependencia ha llegado a su horizontalidad, es decir, a establecer relaciones de cuidado recíproco. Esta relación de dependencia entre adultas es lo que se denomina interdependencia. Muchas personas no llegan a este nivel de desarrollo. Hay padres, jefas, familias, parejas que tienen dificultad en esa transición. En consecuencia, en sus relaciones siguen buscando alguien que les cuide y les provea; también hay quienes buscan alguien a quien cuidar y salvar y otras, que buscan alguien a quien dominar. Estas relaciones de dependencia no son sanas; son relaciones de dependencia tóxicas. Las relaciones de dependencia sanas son las relaciones horizontales, relaciones amorosamente recíprocas, de colaboración, de ayuda mutua, de solidaridad y de igualdad.

Para tener relaciones sanas entre personas adultas se requiere un grado de autonomía y de intimidad. Y para ello se necesita una regulación emocional (Daniel Hill). Esos procesos por los cuales las personas ejercemos una influencia sobre las emociones que tenemos, cuando las tenemos y cómo las experimentamos y expresamos (Gross, 1999). Supone tomar conciencia de la relación entre emoción, cognición y comportamiento. Implica tener estrategias de afrontamiento. Y esto no solo en cuanto a las emociones propias sino también las ajenas, en contextos y situaciones diferentes. Hay dos tipos de regulación: la autoregulación y coregulación. La autoregulación es aquello que yo hago para regularme. La coregulación es lo que yo hago con otra u otras personas para encontrarme mejor. Hay personas que son buenas para autoregularse, pero no para coregularse y vice-versa.  Otro elemento esencial es la seguridad relacional; el grado de seguridad que sentimos tanto estando solas como con gente. Así pues, si tenemos capacidad de regularnos y estar bien solas, tendremos un grado óptimo de autonomía. Y si tenemos una capacidad para coregularnos y estar seguras cuando estamos con gente, tendremos una óptima capacidad de intimidad (Arun Mansukhani).

Ejemplos de relaciones verticales, de dependencia tóxica por cuanto existen dificultades en la autonomía y la intimidad, en personas adultas están aquellas personas que se relacionan desde la sumisión y la complacencia. En estas personas hay poca autonomía e intimidad, puesto que no se sienten seguras. El miedo básico es el miedo al abandono. Les cuesta poner límites, se sacrifican fácilmente. Dan y les cuesta recibir. Otras personas se relacionan desde la evitación o contradependencia o dependencia fóbica, es decir, desde el miedo a ser invadidas y perder esa autonomía. Y se distancian e intiman difícilmente. No sienten sus emociones muy bien. Están desconectadas del cuerpo y de los instintos. Personas desapegadas que les cuesta intimar. Otras personas se relacionan desde la dominación. Tienen tan poca valía de sí mismas, que están convencidas de que, si las conocen tal y como son, las van a abandonar. No se fían de las demás personas y, en consecuencia, establecen relaciones desde el control. Tenemos diferentes formas de control: el control agresivo, es decir las clásicas personas que dominan desde la agresión verbal, física y/o emocional. Luego está el control pasivo-agresivo, es decir, aquellas personas que controlan y dominan desde la culpabilización y el chantaje emocional. Expresan su hostilidad de formas sútiles. Y finalmente, la dependencia inversa, personas que cuidan tanto que vuelven a las demás personas de su entorno totalmente dependiente. Arun Mnsukhani habla de cuidadores castradores. Las relaciones entre estos tres tipos de personas suelen ser tóxicas porque son verticales y no de igual a igual. Son dependencias tóxicas.

Así pues, concluiré diciendo que es bueno y sano para el desarrollo personal y evolutivo que el ser humano dependa de las demás personas. Una dependencia basada en la autonomía y seguridad. Para lograrlo, es necesario desarrollar una regulación del afecto. Es decir, herramientas que permitan regularnos cuando nos desregulamos.

 

 

 

 

 

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El abandono emocional como forma de negligencia, maltrato y trauma

 

La OMS en su primer informe sobre la violencia y salud (2003) concibe el maltrato infantil como un vasto constructo que comprende tanto los abusos como la desatención, en el que se incluyen los malos tratos físicos y emocionales, los abusos sexuales y la explotación comercial o de otra índole que signifique un daño para la salud del infante, su supervivencia, desarrollo o dignidad dentro de una relación de confianza o poder. Dentro de este constructo se habla igualmente de descuido y negligencia.

Pero ¿Qué significa negligencia emocional? La negligencia emocional es un tipo de abandono que por su carácter de omisión no es visible y, en consecuencia, se pasa por alto. Se trata de una forma de maltrato consistente en no actuar, en omitir, en desatender, en no prestar atención, en no dar una respuesta a las necesidades de la prole. Se habla de negligencia física, psíquica o emocional y económica.

Cuando escuchamos hablar de abusos, malos tratos y negligencia, se hace referencia en general al maltrato físico y/o psicológico, pero poco sobre la negligencia. Se trata de un tema bastante invisibilizado dentro incluso en “la psicología oficial”. De hecho, nos cuesta encontrar bibliografía científica al respecto. Lo más cercano a este tipo de negligencia lo encontramos en el libro del médico suizo Dufour “la herida del abandono” y algunos artículos salteados. A nivel diagnóstico, existe la “neurosis de abandono” desde que la psicoanalista francesa Germain Geux bautizara esta problemática que no encajaba con las patologías de la época. Designa un cuadro clínico en el que predomina la angustia de abandono y la necesidad de seguridad. Se trata de “una sensación y estado psicoafectivo de inseguridad permanente, ligados al miedo irracional de ser abandonado (…) sin relación con una situación real de abandono” (Dufour).

Huelga decir que la vivencia de abandono, puede ser consecuencia no tanto de un abandono como tal, sino más bien, como secuelas de un estilo parental desapegado; no vinculado debido a problemáticas narcisistas, adictivas, trastornos de personalidad… en el sistema parental. Estos casos se conocen como perfil abandónico o personalidad abandónica. La psicoterapeuta estadounidense Karyl McBride en “madres que no saben amar” trata de las secuelas de la maternidad narcisista en las hijas con multitud de casos clínicos que reflejan el vasto abanico de secuelas caracterizadas fundamentalmente por los diferentes tipos de dependencia emocional.

El abandono emocional es un tipo de trauma que prácticamente lo vemos en forma de secuelas tanto físicas como psíquicas en personas adultas, pudiendo ir desde una simple sensación de tener el corazón encogido hasta la ansiedad, o desde una depresión hasta la agresividad. “Pero lo que predomina, sobre todo, es la renuncia a uno mismo y el repliegue en uno mismo” (Dufour). La persona abandonada se siente marginada e indigna, con un profundo sentimiento de culpabilidad y una gran sensación de desvalorización. De esta vivencia de abandono se desprende la tendencia en estas personas a fusionarse en las relaciones, ya sean de pareja o cualquier otro tipo, en un intento de reparar las situaciones de desafecto en las que tratan de buscar alguna de las figuras parentales significativas que las abandonaron. Lo que suele acabar ocurriendo es una repetición retraumatizante del abandono original. Esta reviviscencia repetitiva es una de las secuelas postrumáticas. Algunas otras serían la hipervigilancia, trastornos del sueño crónicos, somatizaciones diversas, dependencia afectiva, falta de confianza en sí, miedo y culpabilidad relacionados con la separación, ira, vergüenza, actitud catastrofista… Prácticamente toda la vida se cimenta en la evitación y posterior reproducción del abandono original.

La clínica psicológica está llena de personas emocionalmente abandonadas o abandónicas con secuelas de dependencia emocional, de codependencia, de miedo al compromiso, de miedo a la intimidad relacional, de adicciones, de víctimas de relaciones tóxicas por su estilo de apego ansioso y evitativo. Muestran una avidez afectiva insaciable, la cual puede producir una mezcla de angustia, agresividad relacional (exigencias, puesta a prueba del otro para asegurarse su interés o actitudes masoquistas) y desvalorización de sí, ya que piensan que no son amables en el sentido de capaces de inspirar amor. Por ello, muchas de estas personas tienden a complacer y a perderse en las relaciones. De este tipo de perfiles se nutren los depredadores emocionales. Algunas de las características psicológicas son: el temor a apoyarse en los demás, rechazando ayuda, apoyo o cuidado; dificultad para identificar cualidades, fortalezas, lo que quieren, metas…; una (auto)exigencia para consigo mismas que no la aplican a las demás personas; nula autocompasión; culpa y vergüenza por sus necesidades y sentimientos; sentimientos de vacío y de desconexión con respecto a sus emociones y el cuerpo; dificultad para expresar sus emociones y sentimientos; baja autoestima; sentimientos de abrumación; tienden a rendirse fácilmente; hipersensibles al rechazo o abandono; sentimiento profundo de inadecuación, entre otras.

La parentificación es quizás el ejemplo por excelencia de abandono emocional y se refiere a cuando los niños ejercen de cuidadores de sus padres. Se produce una inversión de roles en la cual los hijos hacen de padres y los padres de hijos. Es una clásica dinámica familiar disfuncional. Estos niños se ven repentinamente obligados a estar atentos a responder a las necesidades físicas y afectivas de los padres. Tienen que comportarse como adultos, perdiendo gran parte de su infancia. Se convierten en adultos hiperresponsables, autoexigentes…

La parentificación suele ser grave en caso de que los padres sufran algún trastorno mental como la depresión, el trastorno bipolar, el trastorno narcisista, el dependiente o el trastorno límite de la personalidad. Este tipo de trastornos imposibilita al progenitor ejercer sus funciones como padre o madre, en general por tener una mentalidad infantiloide, en búsqueda de atención y aprobación o, por todo un cuadro sintomático como el de la depresión que le impide hacer las tareas más básicas. La parentificación puede ser emocional o instrumental.

A nivel terapéutico el trabajo iría encaminado hacia una validación del abandono, acercamiento corporal (sensoriomotriz) al trauma (de abandono), modificación de las creencias nucleares que están sosteniendo el comportamiento autodestructivo así como los mecanismos de defensa subyacentes a tal perfil.