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Habitar el cuerpo

 

A menudo la mayor parte de problemas y situaciones difíciles se viven en la mente: se piensan, se creen, se crean, se deducen, se interpretan, se juzgan, se justifican… el ser humano parece estar habituado a pensar y a utilizar la mente como única herramienta para resolver toda clase de cuestiones. Y por supuesto, la mayor parte de las veces no funciona. ¿Y por qué? Porque no se habita el cuerpo, porque no se viven las situaciones, las emociones, los estados fisiológicos. Y en muchos casos, aunque se intuyan, se sientan o se escuchen, no se obedece. Imponemos al cuerpo mentalmente toda una disciplina de la negación, con sus autoengaños, sus minimizaciones, sus huidas, sus evasivas…

La mente y su excesiva racionalización conduce a enquistar la mayor parte de síntomas en síndromes y trastornos que se cronifican con el paso del tiempo. Y aún encima la mente pretende comprender preguntándose el porqué de todo lo que le ocurre, sin entender que ya la propia pregunta, por qué, es una pregunta trampa que no está orientada a la solución sino al problema. Y que por supuesto, todo lo que surja del porqué, se queda en la mente. No hay transformación posible en el plano mental. Y ello entre otras razones por el tiempo en el cual la mente habita: o futuro o pasado. Pero nunca el presente.

En la práctica clínica cotidiana, de manera psicoeducativa, repito el mismo mensaje. La mente está bien utilizarla para estudiar y planificar. Pero si no estamos haciendo ni lo uno, ni lo otro, la mente está tupiendo sentimientos que a su vez conectan con necesidades no resueltas. Este taponar la vida emocional y afectiva encarnada, de tanto utilizarse, acaba volviéndose un círculo vicioso en el cual no hay solución sino un continuo volver a empezar. En general, además de toda una sintomatología propia de un malestar psicológico, las personas muestran un malestar añadido, sufrimiento, por vivir encerrados en un bucle mental, disociadas completamente del cuerpo.

Por otro lado, la información que la mente nos da cuando la utilizamos excesivamente y fuera de contexto, está sesgada la mayor parte del tiempo. Como suelo decir: la mente siempre miente. Y como nos dirá la psicoanalista Alice Miller “El cuerpo nunca miente”.

Algunas formas de terapia, no las más usuales, intentan hacer entender que los síntomas que las personas presentan y que forman el malestar, son señales que su cuerpo da para que comprenda y por supuesto, cambie. Que no son síntomas que deben combatirse y que el cuerpo con sus informaciones no es el enemigo, sino todo lo contrario. Como nos lo señala el médico Daniel Dufour en su libro “la herida del abandono” “el cuerpo no es un enemigo sino, por el contrario, un amigo que da un mensaje a la persona que sufre con el fin de permitirle hacerse cargo de sí misma y avanzar hacia el bienestar”.

La pregunta que nos permitirá comprender, entender en su conjunto y de manera global, es ¿Qué es lo que el cuerpo trata de decirnos con esos síntomas y ese malestar?  Y “todo está en el cuerpo” nos dirá la psicóloga Christine Caldwell en su libro “habitar el cuerpo”. Ahora bien, el tiempo en el cual habita el cuerpo es el presente: el famoso aquí y ahora con el que nos bombardean herramientas como el mindfulness, pero también prácticas como la meditación, el yoga, el taichí o el chi-kung, siempre y cuando no lo adoptemos como formas compulsivas de consumo.

Todas estas prácticas y otras muchas pretenden enseñarnos que habitar el cuerpo, vivir en el presente aquello que el cuerpo nos indica nos conectará y aquello que se aleje, nos disociará. La señal que el cuerpo envía para explicarle al ser humano que no está viviendo es la tensión; tensión que se cronificará desembocando en síntomas, síndromes y enfermedades. Estas tensiones cobran forma también dependiendo del tiempo en el cual se proyectan. Así, si la persona se sitúa en el futuro, esta tensión se manifestará en forma de miedo, angustia, pánico, ansiedad y fobia. Y si se proyecta hacia el pasado, tenderemos síntomas derivados de la culpa, el arrepentimiento y el remordimiento.

Por lo tanto, cada vez que bloqueamos, el cuerpo nos lo comunica de manera inmediata en forma de tensión más o menos intensa. Y esto significa que la mente ha tomado el control del sujeto. Lo ha “secuestrado”. La mente, ese gran ego, impide que nos queramos desligándonos y desconectándonos de aquello que puede ser una solución. Nos comunica un montón de señales senoriomotrices que a su vez conectan con los sentimientos y con aquello que necesitamos. Antes que en la mente, la información está en el cuerpo. En cuento la mente interfiere, el cuerpo nos lo comunica. Como lo señala Daniel Dufour, “en un primer momento, aparecen una serie de síntomas que podemos reagrupar bajo los términos de fátiga- estrés”. Las señales son las siguientes: cansancio al levantarse por la mañana, bajones repentinos a ciertas horas del día, trastornos del sueño, irritabilidad, dificultades para la concentración y la memoria, disminución del apetito… Si imponemos la mente al cuerpo sin hacerle caso, el cuerpo hará todo lo posible para llamar la atención poniéndonos delante de sucesos más graves como un trauma o una enfermedad.

En este sentido, resulta básico y fundamental el trabajo corporal en el conocimiento de sí y en la toma de conciencia que la psicoterapia proporciona. En otras palabras, además del trabajo cognitivo y emocional, el trabajo corporal, resulta ser una potente herramienta desde la cual pueden ser abordados los problemas.

 

 

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Diferencia entre alimentación y nutrición: “El banquete de Babette”

 

 

Mientras que el mundo de la comprensión privilegiado por las ciencias naturales excluye toda referencia a la intersubjetividad y, naturalmente, toda alusión a la hospitalidad y la habitación humana, tornándose explicación, comprender dentro de la fenomenología significa transportar el fenómeno al horizonte del encuentro entre invitado y anfitrión, en gesto de hospitalidad. Este gesto es susceptible de interpelar la atención del otro, ya sea éste, oyente, espectador o lector. Así, el mundo puede emerger del contacto con un libro, una película, una obra de teatro, un cuadro, una escultura o una comida. Es el caso que aquí nos ocupa con el fenómeno de la alimentación humana que emerge de la obra literaria de Isak Dinesen (1995). Este autor, con gran maestría, nos revela dos actitudes y maneras diferentes de concebir la alimentación. Por un lado, tenemos la posición representada por las hermanas Martine y Philippa, así como para la congregación luterana para quienes la alimentación refiere a un proceso cotidiano y repetitivo en donde los alimentos no tienen más valor que el que literalmente y genéricamente refieren sus nombres. Los alimentos son reducidos a su más pura y simple expresión de ingredientes y no de suculentos platos cuyos nombres honran la imaginación y la elaboración. Puesto que la dimensión evocadora desaparece, sería más adecuado hablar en este contexto de nutrición.

Por otro lado, tenemos la concepción representada por Babette y también por el general Loewenhielm, quienes ven en la alimentación, además de ingredientes desnudos, toda una dimensión simbólica y cultural. Así, para estos dos protagonistas, algunos alimentos tienen un nombre:

«“¿Qué contiene esta botella, Babette?”, preguntó en voz baja. “¿No es vino?” “¡Vino, Madame”,contestó Babette. “No, Madame. ¡Es un Clos Vougeot de 1846” Y tras una pausa añadió: “De Philipp, de Rue Montorgueil!” Martine jamás había sospechado que los vinos pudiesen tener nombre» (Dinesen, 1995: 34-35).

 

Dicha particularidad además de despertar la imaginación, permite insertar los alimentos en un contexto humano intersubjetivo. Comer para ellos significa algo más que nutrirse; evoca reunirse, intercambiar, charlar, contar historias, reír, cantar, rezar, celebrar, conmemorar, amar, cuidar, mimar, dar, recibir. La alimentación prolonga la comida más allá de ésta, transcendiéndola a la conversación entre los comensales que participan de ella, confluyendo así los actos de comer y hablar, de dar y ser dado, así como anfitrión e invitado, hombre y mujer, diferentes generaciones:

«Normalmente, en Berlevaag, la gente no habla mucho durante las comidas. Pero, de alguna forma, esta noche se soltaron las lenguas. Un Hermano viejo contó la historia de su primer encuentro con el deán. Otro analizó aquel sermón que sesenta años atrás había propiciado su conversación. Una anciana, la misma a la que Martine había contado sus inquietudes en primer lugar, recordó a sus amigos cómo, en toda aflicción, cualquier Hermano o Hermana estaba dispuesto a compartir la carga de los demás. El general Loewenhielm, que debía dominar la conversación de la mesa, contó que la colección de sermones del deán era uno de los libros favoritos de la reina» (Dinesen, 1995: 48).

 

Esta dimensión intersubjetiva se encuentra en la propia raíz latina de la palabra alimentación: alo (Corominas, 1987), cuya significación remite, por un lado, a educar y, por otro lado, a crecer en el sentido de altura, altus. En este sentido, la alimentación transciende la dimensión terrenal, exclusivamente corporal, permitiendo al ser humano alcanzar la espiritualidad propia de su condición humana: «Cuando el pariente pelirrojo de Babette abrió la puerta del comedor y los invitados cruzaron el umbral, se soltaron las manos y enmudecieron. Pero fue un silencio dulce; porque, en espíritu, aún cantaban con las manos cogidas» (Dinesen, 1995: 46). La alimentación humana adquiere este carácter educativo y formativo, refiriéndose así a algo más que a la mera acción de ingerir alimentos[1]; implica cultivar los sentidos como el gusto, preparar los alimentos, ofrecerlos al otro en un contexto ritual de dar y recibir, convirtiéndolos en algo más que puros ingredientes.

Por el contrario, la nutrición deriva directamente del término griego nutrix (Corominas, 1987), que designa a una nodriza, y cuyo significado remite a la crianza. En este sentido, hace referencia a una manera de comer característica del recién nacido: amamantar. Se trata de una manera inmediata y directa en donde la boca del bebé se confunde con el pecho que lo nutre en una unidad idílica, paradisiaca. Para el infante, no hay diferencias entre la boca que come y el pecho que le ofrece comida. Todo ello forma parte de una unidad primordial. No hay un yo y un tú diferenciados, no hay dos sino uno. En este periodo de la vida, uno y otro están fundidos. Se trata de una manera de comer próxima a la de cualquier otro mamífero. Este parecido entre la forma de comer animal y el amamantamiento se encuentra plasmado en la expresión anglófona de amamantar, breast feeding, en donde aparece el término feeding, que denomina la manera animal de comer. Una manera directa, natural, en donde no hay mediación entre el alimento y el animal.

Durante su desarrollo, el infante evolucionará hacia otra forma de comer en donde utilizará instrumentos que le servirán de mediación entre él y la comida. El paso de una etapa a otra se realiza muy progresivamente, aunque el punto crucial que iniciará al infante en la distancia mediada es el destete. Dicho proceso implica, además de una separación de un alimento natural e inmediato, una separación de la madre, haciendo emerger la existencia de dos personas bien diferenciadas allí donde sólo había una. Esta separación permite la constitución de lazos sólidos con la comunidad familiar, pues la entrada del padre y otros miembros de la familia en escena hace que sean tres o más personas en vez de dos. Por otro lado, entre el infante y la madre, se perfila una nueva relación mediada entre ellos.

La separación anunciada por el destete estará presente en la alimentación humana bajo aspectos diferentes como el sacrificio:

«–¿No tiene dinero? –exclamaron las dos hermanas al unísono. –No –dijo Babette. –Pero ¿y los diez mil francos? –preguntaron las hermanas con una horrorizada aspiración. –Esos diez mil francos los he gastado, Mesdames –dijo Babette […] –¿Los diez mil? –susurró despacio Martine. –¿Qué quieren ustedes, Mesdames? –dijo Babette con gran dignidad–. Una cena para doce en el Café Anglais habría costado diez mil francos» (Dinesen, 1995: 60).

 

Otra forma que tiene la alimentación humana de evidenciar esta separación es evocando toda una dimensión festiva, separando así el mundo cotidiano y laboral del mundo festivo. Esta dimensión celebra el encuentro con el invitado, para lo cual exige cultivar, preparar y elaborar los alimentos:

«En noviembre, Babette emprendió un viaje. Tenía que hacer algunos preparativos […] Diez días después regresó a Berlevaag. ¿Había arreglado las cosas tal como deseaba?, preguntaron sus amas. Sí, contestó, había visto a su sobrino y le había entregado una lista de mercancías que debía traerle de Francia […] Pero ¿qué mercancías, Babette?, preguntaron las señoras. Pues, mis señoras, replicó Babette, los ingredientes para la cena del aniversario» (Dinesen, 1995: 33-34).

 

Dicha preparación refiere a algo más que los alimentos, incluyendo así otros aspectos como el vestir o el decorar:

«Al final se pusieron sus mejores y viejos vestidos negros y los crucifijos de oro de su confirmación […] Las anfitrionas hicieron sus pequeños preparativos en el cuarto de estar […] La mantelería había sido magníficamente planchada, pulida la vajilla y traídos vasos y frascos […] Martine y Philippa hicieron cuanto pudieron por embellecer los dominios que les había dejado […] Durante todo el día las dos hermanas estuvieron alimentando la vieja e imponente estufa con leños de abedul. Pusieron una guirnalda de enebro alrededor del retrato de su padre, colgado en la pared, y encendieron velas en la pequeña mesita de trabajo de la madre, debajo de él; quemaron ramitas de enebro para perfumar la habitación» (Dinesen, 1995: 39).

 

En definitiva, la alimentación permite cultivar –transformar– las relaciones con los otros, siempre dentro de una relación de hospitalidad regulada por la relación anfitrión e invitado: «Esa noche, los invitados fueron recibidos en el umbral por un calor y un olor agradables» (Dinesen, 1995: 40). Es, pues, esa presencia del otro en tanto que invitado la que dará un sentido a la comida. Esa dimensión intersubjetiva de la alimentación permite la creación de un cosmos habitado en donde el mundo se nos aparece tal y como es verdaderamente: «Las vanas ilusiones de este mundo se habían disuelto ante sus ojos como el humo y habían visto el universo como verdaderamente es» (Dinesen, 1995: 56). Este mundo cósmico sólo puede revelarse a través de la mirada ingenua, próxima a la del poeta y a la del infante: «Era maravilloso para todos ellos haberse vuelto como niños; era bienaventuradamente gracioso ver a los Hermanos, que tan en serio se tomaban entre ellos, inmersos en esta especie de segunda niñez celestial» (Dinesen, 1995: 57). A través de ella, el mundo se nos revela como una armónica unidad entre la tierra y el cielo. A través de ella, el ser humano se acerca a esa otra dimensión representada por el cielo y las estrellas: «“Las estrellas están más cerca”, dijo Philippa» (Dinesen, 1995: 58). Esa dimensión de ensueño en donde tiene cabida aquello que refiere a la imaginación, el sueño, el arte, la religión, la mitología.

 

[1] “El estómago no nace; se hace” aparecía escrito en la portada del menú de un restaurante.