desierto

La auto-inculpación en los vínculos traumáticos y la perversión moral en el amor

 

Mucho se escucha hablar sobre la falta de valores morales en la sociedad actual. La socióloga Eva Illouz nos dirá que “Se aprecia una modificación sustancial en la estructura moral de la culpa”, la cual tiende a deslizarse hacia las personas afectadas.

En las relaciones amorosas esto se pone en evidencia ante la imposibilidad de elaborar una condena manifiesta cuando se producen falencias morales por parte de las parejas. Al contrario, se evita toda crítica y condena moral porque vivimos en la sociedad del “todo vale·”. No se sabe sopesar las consecuencias morales de las situaciones, particularmente cuando no se falta a ninguna normal legal. La consecuencia más inmediata de esta falta de responsabilidad moral es la tendencia a auto-inculparse, evitando condenar moralmente el comportamiento inmoral de la pareja. Es como si se hubiera perdido la posibilidad de discernir entre las personas que hacen bien y las que perjudican. Parece haberse perdido los criterios y el sentido común que permite diferenciar unas personas de otras, la verdad de la mentira, la honradez de la estafa, la fidelidad de la traición…

Esto es en gran parte debido a la impostura en tanto que lógica dominante en la posmoderna forma de ser. En efecto, la apariencia de virtud y moral es suficiente para producir beneficios, en los casos de las relaciones amorosas, obtener beneficios sexuales, económicos o de estatus. ¡Cuántas personas buscando relaciones sexuales y prebendas económicas, escenifican escenas amorosas como si buscaran compromiso!; se hacen pasar por personas honestas y actúan como si quisieran una relación íntima a largo plazo; “deseo” que se esfuma tras la culminación del encuentro sexual o ante la imposibilidad de obtener beneficios económicos o vivir a costa de la pareja. Relaciones amorosas fingidas por personas que solamente buscan el beneficio económico-sexual; fingimiento que deja de serlo en cuanto constatan que sus víctimas no están a su merced. Ahí empiezan a desplegar todo un arsenal de guerra psicológica de descarte que puede durar años.

Es muy frecuente que las parejas víctimas de relaciones tóxicas (psicópatas integrados, narcisistas -perversos- y maquiavélicos) se auto-incriminan por haber sido víctimas de una estafa emocional. Es como si nos culpásemos por haber sido víctimas de un robo o de una estafa. Y esta auto-inculpación ocurre particularmente en este tipo de relaciones en donde el valor propio y la autoestima, salen gravemente lastimadas. Porque no podemos olvidar que el estilo de las personas tóxicas suele ser parasitario no solo a nivel afectivo, sino económico. Hay personas que pierden casas, ahorros, coches… tras haberse relacionado un tiempo con este tipo de personas patológicas. “En lugar de proferir una condena moral lo que hacen estas mujeres es trazar una línea recta que une la partida del hombre con el yo de ellas y su sentido del valor individual” (Eva Illouz, 2012). Efectivamente, bien que una gran mayoría de personas estafadas son mujeres, también hay hombres víctimas de este tipo de relaciones vampirescas en donde pierden prácticamente toda dignidad, corriendo, además, el riesgo de ser denunciados por violencia de género.

Es como si la estafa emocional, la triangulación, el abandono, el rechazo y la infidelidad ocurren porque el yo de la persona afectada padece alguna deficiencia particular, cuando en realidad en este contexto relacional tóxico, lo que hay es une evidente dificultad -patología- únicamente en la persona que realiza el fraude.

En las historias que relatan pacientes que viven este tipo de relaciones en las cuales sus parejas roban, mienten, engañan, mal tratan, mal quieren, insultan, vejan, humillan, viven a sus costas… Estas conductas no solo son reprobables, sino que las personas que sufren las consecuencias, no adoptan ningún proceder, ni manifiestan condena alguna. Al contrario, la conducta inmoral en algunos casos como mucho se medicaliza o psicologiza, es decir se acude a terapia, bien para ver cuál es el fallo en la persona afectada auto-inculpada, bien para cambiar a la persona tóxica. También en ciertos casos, para, tras una separación temporal, volver con la persona tóxica cuál toxicómano en plena recaída. Y es que efectivamente, este tipo de relaciones son altamente adictivas. El lavado de cerebro que sufren algunas personas enamoradas por parte de sus parejas, impide la manifestación de una condena moral y en terapia, de alguna manera, la demanda es que la figura del terapeuta sea quien marque la línea moral de conducta, porque la persona afectada no sabe sopesar las consecuencias de la inmoralidad de la pareja. En otras palabras, gran parte de la terapia con personas víctimas de estas estafas relacionales requieren una terapia de validación. Son vínculos traumáticos propios de relaciones de abuso. Este tipo de vínculo se define como un estado mental en donde la persona afectada por mecanismos psicológicos como la disonancia cognitiva, siente amor y lealtad por su abusador. Lo que se ha denominado síndrome de Estocolmo. La persona víctima de este tipo de vínculo actúa como poseída, hipnotizada, en trance, para complacer a su verdugo, haciendo cosas que normalmente no haría. Muchas de estas acciones tienen carácter de perversiones sexuales, llegando incluso a la aberración.

A pesar de todo el coste económico, sanitario y jurídico, no se puede legalmente hacer nada porque no hay ninguna ley o norma que prohíba y condene este tipo de estafa afectiva. Es más, esta forma de ser y estar en el mundo impostada es favorecida culturalmente (Gori, 2013). Y es que la cultura está desterrando la naturaleza social, (inter)dependiente, solidaria y colaborativa del ser humano en pos de una autonomía tan competitiva y eficiente como enfermiza por individualista. Así, parece hoy que amar, (inter)depender, colaborar y solidarizarse resultan ser pecados o patologías a erradicar. Parece que estas condiciones humanas deben alienarse, desterrarse del horizonte relacional, para bien adaptarse a esta sociedad. En su lugar, se impone una visión racional y disociada entre amor y sexo, procurando evitar cualquier implicación afectiva. Así el “amor” en tanto que mercancía sujeta a la ley del mercado de la oferta y la demanda, se verá privado de aquello que lo define: el vínculo afectivo. En su lugar, dicho estado será sustituido por un sexo desapegado desprovisto de cualquier atisbo de intimidad y compromiso. En consecuencia, los estilos de amor que predominan en nuestra sociedad son fundamentalmente el encaprichamiento, el amor fatuo, el amor vacío y el amor romántico. Amores según la teoría del psicólogo Robert Sternberg incompletos y evolutivamente inmaduros. El dominio de la masculinidad tóxica cobra forma a partir de un disociado ideal de autonomía en detrimento de la afectividad. Así, mostrar afecto y querer compromiso se convierten en factores de vulnerabilidad y debilidad, además de ser susceptible de rechazo por dependencia. La relación de poder, hoy todavía presente en las relaciones amorosas, hace que la persona que ama más, esté en una posición más débil en la relación. El principio de autonomía “exigido” en las relaciones amorosas, fundamentalmente heterosexuales, reprime la necesidad, fundamentalmente femenina, de reconocimiento y afecto. Esta represión es la base de la violencia simbólica. No obstante, encontramos también este tipo de dificultades en parejas homosexuales, en donde uno de los dos quiere una mayor implicación y compromiso, y el otro busca compulsivamente, sexo.

Observamos que la moral afecta de forma muy distinta en las esferas pública y privada. Mientras que en la pública domina lo políticamente correcto y eufemístico, en lo privado se va fraguando lo bárbaro. La cuestión moral, los criterios para condenar moralmente ciertos comportamientos, parecen estar claros cuando se trata de actos vandálicos como el robo o el allanamiento de morada, entre otros. Pero en cuanto se toca la esfera íntima, esta línea se difumina. No parece posible definir la estafa, el vandalismo, la violencia, el abuso o el mal trato en esta dimensión. En estos casos, el abuso y la perversión sexuales, así como la estafa económica en sus diferentes vertientes (vaciamiento de cuenta, vida parasitaria…) no solo están permitidas, sino que además forman parte de estas nuevas formas de vinculación o no-relaciones que diría Eva Illouz.

Ahora bien, lo que a simple vista parecen problemas individuales o de pareja, en realidad son sociales. A nivel cultural, parte de la causa de esa falta de discurso moral está, como lo explica Eva Illouz, en que “las relaciones íntimas en la actualidad tienen como fundamento la libertad contractual, que excluye la posibilidad de responsabilizar a quien se echa atrás”. La autora entiende que este factor no es suficiente y recurre al concepto de “falsa conciencia” para explicar que se tiende a asumir el punto de vista del otro, el que abusa, en perjuicio del propio (el de la víctima). Finalmente, esta socióloga concluirá afirmando que esta transformación radical en la estructura de la culpabilidad moral reside en “las propiedades mismas del amor moderno” siempre en tensión entre la autonomía y el reconocimiento, estrechamente ligado a la reafirmación del propio valor o autoestima, ganando esta batalla el valor de la autonomía. La cultura terapéutica, cómplice de la distopía posmoderna, responsabiliza al yo de sus “fracasos”, ya sea, por ejemplo, culpando a la persona por elegir una pareja no disponible o por amar demasiado o por mostrarse socialmente dependiente al querer comprometerse…  Culturalmente estas personas, mayoritariamente mujeres, asumen su culpa, eufemismo de responsabilidad. Esta estructura moral y cultural del amor propio, la autonomía y la independencia aparece como responsable de tanta ansiedad e incertidumbre en los vínculos románticos modernos. Estos modelos fomentan la auto-inculpación y auto-incriminación. Resulta imposible además de paradójico amar y ser autónoma. No se puede ser dependiente e independiente al mismo tiempo.

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