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Trauma de traición

 

En realidad, ya hemos pasado el límite de recoger información sobre lo que está ocurriendo en el mundo en lo referente a la salud y a la enfermedad; sobre el giro totalitario que están tomando las ya obsoletas democracias o Estados de derecho en vías de extinción. Para quien quiera realmente saber, la información está ahí. Pero para ello, sería importante recurrir a la metódica duda cartesiana.

Hay demasiadas personas profesionales en muy variados campos de la ciencia como medicina, enfermería, psicología, biología, virología, epidemiología… y en otras ramas profesionales como policía, bomberos…; grandes personas investigadoras, algunas de ellas premios nobeles, cuya vida la han dedicado a investigar, divulgar y enseñar, que discrepan profundamente con respecto a la versión oficialista de la pandemia; que saben que se está faltando al código deontológico de las diferentes profesiones; que saben que no se está investigando, que no se está utilizando el método científico, que no se están haciendo cultivos ni autopsias, entre otras pruebas diagnósticas; que conocen tratamientos alternativos que han funcionado porque en sus investigaciones han utilizado el método científico experimental; que reconocen que las PCR no son pruebas diagnósticas; que saben que las medidas, además de aleatorias son absurdas, porque no responden a fines sanitarios, pero sobre todo, que las personas que más fuerte discrepan no tienen conflicto de intereses económicos. Profesionales que no tienen ni siguen una ideología política o económica, sino unos valores que les marcan la dirección a seguir, fieles a sus códigos éticos y deontológicos.

Mucha gente intuye que pasa algo que no es normal; intuye que algo no está bien en todo lo que está ocurriendo. Sobre todo, aquellas personas que han sido obligadas, a fuerza de chantaje, coacción y manipulación, a «vacunarse» contra su voluntad.

La violencia, el hostigamiento y el acoso al cual la población está siendo sometida desde hace dos años nos indica claramente la disfuncionalidad sistémica en la cual la población mundial está inmersa. En algunos países como Australia[1], la barbarie se ha impuesto. Violando las leyes, las constituciones y los acuerdos internacionales, los gobiernos se van apropiando y expropiando, por la fuerza, de los bienes de la población; de su población. A nada que observemos nos daremos cuenta de que todas las medidas adoptadas son formas de tortura psicológica: aislamiento, confinamiento, bozal, toques de queda, pasaporte sanitario, abuso de poder, amenazas, castigos y violencia; agotamiento y debilitamiento inducidos; monopolio de percepción, humillaciones y degradación… Todas, medidas que deshumanizan. La población está mentalmente más afectada  por este tipo de medidas y el terror inoculado. De hecho, los fallecimientos por suicidio son mayores que por y/o con Covid.

Históricamente, las guerras siempre habían sido contra un enemigo externo, muchas veces fabricado artificialmente a modo de chivo expiatorio o cortina de humo para conseguir beneficios económicos. En este sentido la periodista canadiense Naomi Klein en su libro La doctrina del shock lo expone perfectamente bien: el sistema económico imperante, la moderna religión, emplea la violencia y el terrorismo contra el individuo y la sociedad; la violencia es su modus operandi: “la guerra económica sustituye a la dictadura”. Este hacer psicópata consiste en generar crisis a partir de las cuales imponer una estructura técnico-financiera a modo de salvación. Actualmente la crisis sanitaria es la cortina de humo perfecta para imponer una nueva dictadura mundial. Recordemos que las grandes organizaciones como el FMI, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio… han tratado a las crisis como oportunidades para hacer negocios. Y es de lo que se trata desde hace décadas.

La diferencia de las guerras del pasado con respecto a la actual es que la población ha sido declarada como enemigo; lo que vivimos hoy es una guerra contra la población. Unos depredadores intraespecie utilizan toda la violencia de la que son capaces para dominar y controlar a la población mundial. Y todo eso ¿por qué? Por Poder.  La esencia de la psicopatía es siempre el poder. Tienen que tener en sus manos el control de la economía mundial. Como afirma el psiquiatra contemporáneo Hugo Marietan “el psicópata (…) tiene necesidades especiales, como el afán desmedido de poder”.

Los regímenes totalitarios, en términos clínicos psicópatas, siguiendo su delirio megalómano, siempre han ambicionado un control total del mundo y en el intento de consumar este delirio, han sometido, por todo tipo de violencia, a la sumisión y obediencia a la población, eliminando cualquier tipo de disidencia.

La población mundial en general parece estar aún en shock, bloqueada por el miedo y la angustia inoculadas; prisionera de la disonancia cognitiva entre la creencia de que Papá Estado les va a proteger y la realidad bélica de desprotección e indefensión que se está viviendo, con millones de víctimas.

Cuando las personas en quien confiamos nos traicionan, sufrimos lo que se ha denominado trauma de traición, con sus consecuentes secuelas de estrés postraumático. El trauma de traición es justamente cuando la persona en quien confías te traiciona, es decir, hace lo contrario de lo que se espera de él. La traición es exactamente cuando se actúa de forma anómica, es decir, por el beneficio propio, en contra del beneficio heteronómico o socionómico, es decir, comunitario. Pero gran parte del trauma reside fundamentalmente en confundir el bien propio con el bien común, obteniendo así el consentimiento para ser “libremente abusadas”. En esto consiste la ingeniería social: en lavar el cerebro y así parecer lo que no es y ser lo que no parece. Este es el accionar del psicópata: provocar para que el otro actúe exactamente como él quiere, sin que sea consciente de haber sido manipulado. Una de las secuelas del trauma de traición consiste en la imposibilidad de ver a los “cuidadores”, en este caso el Estado, el sistema sanitario y la ciencia, como responsables de la traición, culpándose las víctimas a sí mismas.

El ser humano por muy evolucionado que parezca, se guía fundamentalmente por su inconsciente, el cual está repleto de repertorios comportamentales primitivos y primarios, entre los cuales figura la transferencia. En general la relación que tenemos con nuestros padres es transferida a cualquier figura de autoridad. De esta forma el gobierno, el sistema sanitario, la ciencia… son instituciones vistas como un gran Padre ante el cual la gente tiende a obedecer porque tiende a confiar. Aunque políticamente las cosas no funcionen del todo bien, hasta ahora, gran parte de la población occidental pensaba que podía hacer algo para cambiar: votar. La población es incapaz de aceptar que su gobierno o el sistema sanitario no quiere su bien. Le resulta chocante e inconcebible la psicopatía del poder. No entiende que la maldad forma parte de la humanidad; que está ahí y que gobierna. Para la gente común y corriente, que sus gobiernos les traicionen, les vendan, les mal traten, les maten, les mientan, les manipulen, les violenten resulta impensable; le resulta totalmente inaceptable e inadmisible. Es la negación total. Necesitan un culpable, porque no puede ser que el gobierno no vele por su bienestar. Es lo que está estipulado, pactado, votado. No puede ser.

Siguiendo esta línea argumental, efectivamente podemos decir que la población está viviendo un trauma de traición. No puede ser, dicen y piensan muchas personas, que todos los medios y todos los gobiernos al unísono sean cómplices; que todo el sistema sanitario sea cómplice de esta barbarie; que todas las fuerzas del orden sean cómplices; que todos los medios de comunicación mientan y falseen la realidad. A pesar de que los hechos hablan -y hablarán- por sí solos. Así valga de ejemplo de esta neurosis experimental el hecho de que, para entrar en el parlamento – y su cafetería-, los políticos hayan decidido que el pasaporte covid no sea obligatorio, mientras lo han intentado imponer por la fuerza en todos los demás recintos. Estos nuevos sacerdotes de la religión económica, al igual que la Iglesia hizo en la Edad Media, prohibieron a los científicos realizar autopsias, la única manera de saber a ciencia cierta la verdadera causa de las muertes.

Las personas que constituyen el grueso del pelotón, se ven expuestas a la amenaza existencial ante esas organizaciones y organismos en quienes creen y confían que nos mantendrán a salvo, aunque en la realidad hacen exactamente todo lo contrario a lo pactado, lo prometido, lo debido, lo moralmente correcto. Para el cerebro, esto es demasiado y colapsa. Para poder sobrevivir, no queda otra que someterse y unirse al poder con vistas, inconscientemente, a que la situación disfuncional se detenga y volver a la normalidad. Por ello, deciden cargar la culpa y la responsabilidad a terceras personas -las no inoculadas en el experimento génico- y así eximir a las verdaderas culpables. Efectivamente, unirse contra un enemigo común, mismo si genera conflictos entre amistades, familias, colegas de trabajo y parejas, se ha revelado la mejor estrategia defensiva. Una forma de guerra civil alimentada principalmente por los medios de (des)información oficiales y los políticos. Es todo un clásico en la literatura psiquiátrica la paranoia del poder: esa necesidad de ver y crear enemigos por todas partes. Enemigos ante quienes presentar batalla. Se trata de inocular este virus para ayudar a romper lo que queda de tejido social. Inoculan el virus del enemigo y la población mayoritaria hace el resto solita: condenar, coaccionar, perseguir, controlar, vigilar, castigar. Esto se repite a lo largo de la historia.

Hanna Arendt ya en su día bautizó esta actitud obediente de una gran mayoría como la banalidad del mal. Porque no es posible un régimen totalitario y dictatorial sin la complicidad de la mayoría obediente, que cuál mujer maltratada defenderá a su agresor, negando y proyectando la violencia sobre sí misma y sobre todo, sobre aquellas personas que intenten abrirle los ojos. Y como lo sabe cualquier psicoterapeuta, puede tardar muchos años en tomar conciencia.

 

 

 

 

[1] Groso modo, los países más violentos han sido los anglosajones: Australia, Nueva Zelanda, Canadá, Estados Unidos, Irlanda e Inglaterra. A excepción de Israel. Los menos, los países nórdicos europeos. Los más rebeldes los pertenecientes a Centro Europa y los Balcanes.

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La auto-inculpación en los vínculos traumáticos y la perversión moral en el amor

 

Mucho se escucha hablar sobre la falta de valores morales en la sociedad actual. La socióloga Eva Illouz nos dirá que “Se aprecia una modificación sustancial en la estructura moral de la culpa”, la cual tiende a deslizarse hacia las personas afectadas.

En las relaciones amorosas esto se pone en evidencia ante la imposibilidad de elaborar una condena manifiesta cuando se producen falencias morales por parte de las parejas. Al contrario, se evita toda crítica y condena moral porque vivimos en la sociedad del “todo vale·”. No se sabe sopesar las consecuencias morales de las situaciones, particularmente cuando no se falta a ninguna normal legal. La consecuencia más inmediata de esta falta de responsabilidad moral es la tendencia a auto-inculparse, evitando condenar moralmente el comportamiento inmoral de la pareja. Es como si se hubiera perdido la posibilidad de discernir entre las personas que hacen bien y las que perjudican. Parece haberse perdido los criterios y el sentido común que permite diferenciar unas personas de otras, la verdad de la mentira, la honradez de la estafa, la fidelidad de la traición…

Esto es en gran parte debido a la impostura en tanto que lógica dominante en la posmoderna forma de ser. En efecto, la apariencia de virtud y moral es suficiente para producir beneficios, en los casos de las relaciones amorosas, obtener beneficios sexuales, económicos o de estatus. ¡Cuántas personas buscando relaciones sexuales y prebendas económicas, escenifican escenas amorosas como si buscaran compromiso!; se hacen pasar por personas honestas y actúan como si quisieran una relación íntima a largo plazo; “deseo” que se esfuma tras la culminación del encuentro sexual o ante la imposibilidad de obtener beneficios económicos o vivir a costa de la pareja. Relaciones amorosas fingidas por personas que solamente buscan el beneficio económico-sexual; fingimiento que deja de serlo en cuanto constatan que sus víctimas no están a su merced. Ahí empiezan a desplegar todo un arsenal de guerra psicológica de descarte que puede durar años.

Es muy frecuente que las parejas víctimas de relaciones tóxicas (psicópatas integrados, narcisistas -perversos- y maquiavélicos) se auto-incriminan por haber sido víctimas de una estafa emocional. Es como si nos culpásemos por haber sido víctimas de un robo o de una estafa. Y esta auto-inculpación ocurre particularmente en este tipo de relaciones en donde el valor propio y la autoestima, salen gravemente lastimadas. Porque no podemos olvidar que el estilo de las personas tóxicas suele ser parasitario no solo a nivel afectivo, sino económico. Hay personas que pierden casas, ahorros, coches… tras haberse relacionado un tiempo con este tipo de personas patológicas. “En lugar de proferir una condena moral lo que hacen estas mujeres es trazar una línea recta que une la partida del hombre con el yo de ellas y su sentido del valor individual” (Eva Illouz, 2012). Efectivamente, bien que una gran mayoría de personas estafadas son mujeres, también hay hombres víctimas de este tipo de relaciones vampirescas en donde pierden prácticamente toda dignidad, corriendo, además, el riesgo de ser denunciados por violencia de género.

Es como si la estafa emocional, la triangulación, el abandono, el rechazo y la infidelidad ocurren porque el yo de la persona afectada padece alguna deficiencia particular, cuando en realidad en este contexto relacional tóxico, lo que hay es une evidente dificultad -patología- únicamente en la persona que realiza el fraude.

En las historias que relatan pacientes que viven este tipo de relaciones en las cuales sus parejas roban, mienten, engañan, mal tratan, mal quieren, insultan, vejan, humillan, viven a sus costas… Estas conductas no solo son reprobables, sino que las personas que sufren las consecuencias, no adoptan ningún proceder, ni manifiestan condena alguna. Al contrario, la conducta inmoral en algunos casos como mucho se medicaliza o psicologiza, es decir se acude a terapia, bien para ver cuál es el fallo en la persona afectada auto-inculpada, bien para cambiar a la persona tóxica. También en ciertos casos, para, tras una separación temporal, volver con la persona tóxica cuál toxicómano en plena recaída. Y es que efectivamente, este tipo de relaciones son altamente adictivas. El lavado de cerebro que sufren algunas personas enamoradas por parte de sus parejas, impide la manifestación de una condena moral y en terapia, de alguna manera, la demanda es que la figura del terapeuta sea quien marque la línea moral de conducta, porque la persona afectada no sabe sopesar las consecuencias de la inmoralidad de la pareja. En otras palabras, gran parte de la terapia con personas víctimas de estas estafas relacionales requieren una terapia de validación. Son vínculos traumáticos propios de relaciones de abuso. Este tipo de vínculo se define como un estado mental en donde la persona afectada por mecanismos psicológicos como la disonancia cognitiva, siente amor y lealtad por su abusador. Lo que se ha denominado síndrome de Estocolmo. La persona víctima de este tipo de vínculo actúa como poseída, hipnotizada, en trance, para complacer a su verdugo, haciendo cosas que normalmente no haría. Muchas de estas acciones tienen carácter de perversiones sexuales, llegando incluso a la aberración.

A pesar de todo el coste económico, sanitario y jurídico, no se puede legalmente hacer nada porque no hay ninguna ley o norma que prohíba y condene este tipo de estafa afectiva. Es más, esta forma de ser y estar en el mundo impostada es favorecida culturalmente (Gori, 2013). Y es que la cultura está desterrando la naturaleza social, (inter)dependiente, solidaria y colaborativa del ser humano en pos de una autonomía tan competitiva y eficiente como enfermiza por individualista. Así, parece hoy que amar, (inter)depender, colaborar y solidarizarse resultan ser pecados o patologías a erradicar. Parece que estas condiciones humanas deben alienarse, desterrarse del horizonte relacional, para bien adaptarse a esta sociedad. En su lugar, se impone una visión racional y disociada entre amor y sexo, procurando evitar cualquier implicación afectiva. Así el “amor” en tanto que mercancía sujeta a la ley del mercado de la oferta y la demanda, se verá privado de aquello que lo define: el vínculo afectivo. En su lugar, dicho estado será sustituido por un sexo desapegado desprovisto de cualquier atisbo de intimidad y compromiso. En consecuencia, los estilos de amor que predominan en nuestra sociedad son fundamentalmente el encaprichamiento, el amor fatuo, el amor vacío y el amor romántico. Amores según la teoría del psicólogo Robert Sternberg incompletos y evolutivamente inmaduros. El dominio de la masculinidad tóxica cobra forma a partir de un disociado ideal de autonomía en detrimento de la afectividad. Así, mostrar afecto y querer compromiso se convierten en factores de vulnerabilidad y debilidad, además de ser susceptible de rechazo por dependencia. La relación de poder, hoy todavía presente en las relaciones amorosas, hace que la persona que ama más, esté en una posición más débil en la relación. El principio de autonomía “exigido” en las relaciones amorosas, fundamentalmente heterosexuales, reprime la necesidad, fundamentalmente femenina, de reconocimiento y afecto. Esta represión es la base de la violencia simbólica. No obstante, encontramos también este tipo de dificultades en parejas homosexuales, en donde uno de los dos quiere una mayor implicación y compromiso, y el otro busca compulsivamente, sexo.

Observamos que la moral afecta de forma muy distinta en las esferas pública y privada. Mientras que en la pública domina lo políticamente correcto y eufemístico, en lo privado se va fraguando lo bárbaro. La cuestión moral, los criterios para condenar moralmente ciertos comportamientos, parecen estar claros cuando se trata de actos vandálicos como el robo o el allanamiento de morada, entre otros. Pero en cuanto se toca la esfera íntima, esta línea se difumina. No parece posible definir la estafa, el vandalismo, la violencia, el abuso o el mal trato en esta dimensión. En estos casos, el abuso y la perversión sexuales, así como la estafa económica en sus diferentes vertientes (vaciamiento de cuenta, vida parasitaria…) no solo están permitidas, sino que además forman parte de estas nuevas formas de vinculación o no-relaciones que diría Eva Illouz.

Ahora bien, lo que a simple vista parecen problemas individuales o de pareja, en realidad son sociales. A nivel cultural, parte de la causa de esa falta de discurso moral está, como lo explica Eva Illouz, en que “las relaciones íntimas en la actualidad tienen como fundamento la libertad contractual, que excluye la posibilidad de responsabilizar a quien se echa atrás”. La autora entiende que este factor no es suficiente y recurre al concepto de “falsa conciencia” para explicar que se tiende a asumir el punto de vista del otro, el que abusa, en perjuicio del propio (el de la víctima). Finalmente, esta socióloga concluirá afirmando que esta transformación radical en la estructura de la culpabilidad moral reside en “las propiedades mismas del amor moderno” siempre en tensión entre la autonomía y el reconocimiento, estrechamente ligado a la reafirmación del propio valor o autoestima, ganando esta batalla el valor de la autonomía. La cultura terapéutica, cómplice de la distopía posmoderna, responsabiliza al yo de sus “fracasos”, ya sea, por ejemplo, culpando a la persona por elegir una pareja no disponible o por amar demasiado o por mostrarse socialmente dependiente al querer comprometerse…  Culturalmente estas personas, mayoritariamente mujeres, asumen su culpa, eufemismo de responsabilidad. Esta estructura moral y cultural del amor propio, la autonomía y la independencia aparece como responsable de tanta ansiedad e incertidumbre en los vínculos románticos modernos. Estos modelos fomentan la auto-inculpación y auto-incriminación. Resulta imposible además de paradójico amar y ser autónoma. No se puede ser dependiente e independiente al mismo tiempo.