Que el amor es una trampa, especialmente para las mujeres, ha quedado ampliamente demostrado en la tesis de Coral Herrera (2010).
Otros autores han expresado esta idea de múltiples formas. Carlo Fabretti (2009) deja constancia de la utilización de este término y este sentimiento para la creación de la unidad familiar como base de la sociedad. Una estructura basada en la exclusividad y posesividad, permitiendo crear islas afectivo-sexuales llamadas pareja como fundamento social y económico. Una estructura jerárquica y jerarquizada en donde el género determina las posiciones y los roles a jugar.
En este sentido, entroncando con Foucault (2007), el amor se convierte en ideología de dominación en donde la mujer queda libre y voluntaria, aunque inconscientemente esclavizada al rol de secundaria, sumisa y cuidadora, además de cortesana “low cost”. Así se genera un modelo óptimo, en este caso del amor, que estipula un modelo de relación entre hombres y mujeres que, a través de toda una normalización disciplinaria hace que las personas se ajusten al modelo, bien reproducido y transmitido de generación en generación: “Oh mama… – No me lo puedo creer… Pareces tan mayor ahora… Vas a empezar una nueva vida; solo tienes que recordar siempre que los hombres vienen de un planeta diferente” (James, 2015, p. 24). Lo normal –y natural- quedará así definido como aquello que se conforma con la norma, quedando todo lo no normativo como anormal – y antinatura-, alienado y patológico. El amor patriarcal nos dice que la autorrealización de la mujer no es posible si no es a través de la dedicación a los demás. Esta será pues la norma, constituyendo todo incumplimiento a esta norma, una anomalía. Para bien interiorizar e introyectar esta ideología, el amor se construirá como el bien más supremo y específico femenino, pasando así el amor a formar parte de toda una serie de estrategias de manipulación. Así se crearán diferentes significados del mismo para el hombre y para la mujer que, a través de la socialización, serán “voluntaria y libremente” aprendidos y reproducidos.
La socialización de la mujer en este rol amoroso se hace de muchas maneras y siempre con y desde la violencia, puesto que se adoctrina desde la dominación. Una de las maneras que tiene la cultura de enseñar es a través de los mitos. Cuentos cuyas formas van variando y evolucionando a través de los siglos, destacando en la actualidad la literatura y el cine como formas postmodernas de mitología.
A través del amor y su sacrosanta institución, el matrimonio, la mujer queda disociada, destacando la mujer pura, virgen que será la esposa amante y madre de la progenitura –y de la pareja- relegada al ámbito de la casa, y la mujer impura sexualmente, relegada a cortesana, geisha o prostituta. La disociación masculina queda pues proyectada sobre la mujer e interiorizada y reproducida por ésta, “voluntariamente”.
La religión amorosa, mitología destinada a conjurar el miedo a la soledad, permite formar grupos fácilmente manipulables por ser atomizados, aislados, para lo cual el amor –la argamasa que une- se torna engaño, frustración y decepción, apareciendo el odio, cruz del amor, de este amor compulsivo (Fabretti, 2009). A pesar de la flexibilización de las reglas matrimoniales (divorcio, parejas abiertas –swinger-, tríos, prostitución, pornografía), la demanda tan melancólica como edípica de placer, seguridad plena e incondicionalidad están muy presentes todavía, visibles en los ingentes esfuerzos de la gente por encontrar y vivir aislada e individualmente en pareja, la cual parece constituir el vestigio de lo que antaño fue una compleja red social.
Amor compulsivo, cuya cara más oscura está dominada por los celos, la frustración, la decepción, la angustia y la violencia manifiesta o latente. Estos aspectos, intrínsecos al amor (romántico) postmoderno, quedan bien reflejados en la novela de cincuenta sombras, tanto en las oscuras como en las liberadas. Una trilogía amorosa que ejemplifica a la perfección el lavado de cerebro al cual hombres y mujeres somos simbólicamente de forma violenta sometidos, siempre desde el falso contexto democrático de libre expresión y por supuesto, con el libre consentimiento.
Durante toda la novela vemos una lucha en Anastasia por preservar su identidad, su mundo, su autonomía, su independencia: “(…) necesito establecer un rumbo (…) que me permita mantener mi integridad y mi independencia y a la vez seguir siendo lo que so para él” (James, 2015, p. 300). Vemos que le cuesta enfados y que el amor que Christian dice profesar, pretende anularla: “quiero seguir manteniendo mi apellido de soltera aquí (…) No me digas que has interrumpido tu trabajo después de tres semanas fuera para venir a pelear conmigo por mi apellido. ¡Yo no soy uno de sus activos! (…) Estabas interrumpiendo mi trabajo de una forma muy maleducada para pelear por mi apellido” (James, 2015, p. 165).
La desvalorización de lo femenino es más que evidente. Todo lo relativo a Anastasia no parece tener importancia a los ojos de Christian. Esto se hace patente en ciertos aspectos como el laboral: “- Christian estoy trabajando. – A mi me ha parecido que estabas cotilleando con tu ayudante” (James, 2015, p. 168). Porque el trabajo, desde esta perspectiva patriarcal de dominación, constituye una aspiración masculina, no femenina. La violencia de la virilidad hace que el hombre busque la gloria y la distinción en la esfera pública (Bourdieu, 1998). La esfera privada, diseñada para lo verdaderamente amoroso, corresponde a la mujer. Y la novela nos lo pone de relieve muy claramente: “El se queda muy quieto. – Sabes que no tienes que volver a trabajar si no quieres – me dice” (James, 2015, p. 144).
La paradoja del amor romántico conquistador es que acaba precisamente con lo que enamora en un principio y al respecto, Anastasia lo intuye: “… eres como un tren de mercancías y no quiero que me arrolles, porque entonces la chica de la que te enamoraste acabará despareciendo, aplastada” (James, 2015, p. 192). Es como una burbuja que tarde o temprano acabará por pinchar: “Lo pensé cuando estábamos en la luna de miel, y, bueno… no quería pinchar la burbuja” (James, 2015, p. 193).
La novela dibuja el amor como un campo de batalla entre un depredador y una víctima-cómplice. El cuento de la bella y la bestia, llevado además a la gran pantalla. La psicopatología de todas estas construcciones culturales y arbitrarias está muy clara. Tenemos el síndrome de Estocolmo en la figura de Bella y Anastasia, en tanto que la relación se plantea como una prisión. Queda claro perfil psicopático tanto de Grey, así como de la bestia. Así, la novela constituye una perfecta muestra de abusos psicológicos y emocionales. Una relación enfermiza, con alto potencial de peligrosidad. La patología sádica o parafilia de Cristian Grey se rebela en el hecho de que sólo le excitan las prácticas sexuales en las que ejerce dominación y obtiene voluntariamente la sumisión. La mujer es concebida como objeto y no como sujeto. Toda la novela es una lucha por la preservación de la subjetividad por parte de Anastasia. Una novela que ejemplifica a la perfección la psicopatología: “Oh, mi pobre marido, patológicamente sobreprotector” (James, 2015, p. 81). En la realidad, contrariamente a la ficción, ninguna persona ya sea esta psicópata, perversa narcisista o maquiavélica, toma conciencia de su patología psíquica.
El amor romántico es el gran mito, y al parecer el último reducto, del patriarcado que perpetua la división de roles según el género. El rol femenino, tradicionalmente de cuidadora, es decir de madre, implica a su vez muchos roles como enfermera y terapeuta. La mujer, diseñada en esta ideología, además de aceptar incondicionalmente a su pareja le debe comprensión. Y eso Anastasia lo borda: “Christian, sé que querías a tu madre y no pudiste salvarla. Pero eso no era responsabilidad tuya. Y yo no soy tu madre” (James, 2015, p. 290).
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