En general, en la práctica clínica observamos una pobre y escasa capacidad resolutiva. En su lugar, somos testigos de una severa culpabilización. Se trata de un sesgo cognitivo; una distorsión de lo que procesamos que consiste en atribuir erróneamente la culpa a la propia víctima, que en muchísimos casos suele ser atribuida a un@ mism@. De esa forma la persona que acude a terapia, además del dolor por lo que le sucede, sufre por el juicio y condena hechos a sí misma. En el caso de las terapias de pareja o familaires, la culpa suele versar sobre EL OTRO. No suele haber cuestionamiento personal sobre cómo contribuimos al problema. Así pues, en general, observaremos que las personas, ante ciertas dificultades, buscan al culpable antes que orientarse hacia la solución, lo que supone desviar la atención de lo que debiera ser la verdadera cuestión: ¿cuál es la dificultad? ¿Qué pasa?
Definir, saber cuál es realmente el problema, es la parte esencial de la solución. Pero paradójicamente, en terapia es la parte quizás más delicada porque los considerados problemas por la gente que acude son mayormente resultados fruto de soluciones aplicadas a problemas inconscientes. Es decir, la mayor parte de personas que demandan terapia no son conscientes de lo que les ocurre, ni de lo que hacen para mantener situaciones complejas. Proyectan hacia el exterior algo que construyen interiormente. Buscan al culpable, ese chivo expiatorio para, entre otros fines, evitar así hacer los cambios pertinentes y necesarios para una mejora. Esta proyección dificulta enormemente la comprensión de lo que sucede realmente y supone una gran resistencia al cambio. A modo de ejemplo nos servirá la ansiedad. ¿Cómo explicar que la ansiedad no es el problema en sí, sino el resultado o consecuencia de aplicar una serie de soluciones como la evitación, la huida y el control, más o menos inconscientes, a un problema sin definir, el miedo? La ansiedad puede ser más o menos difusa o puede presentarse bajo formas patológicas claramente definidas como la hipocondría, la fobia, la somatización… Pero en cualquiera de los casos, no es el verdadero problema, sino el foco desviado de atención.
Otra de las razones de esta búsqueda de un chivo expiatorio radica en la dificultad y a veces incapacidad, de asumir las consecuencias de los actos. El narcisismo o egocentrismo imperante no admite resquicio alguno en la imagen perfecta. No se admite que la propia persona pueda ser no solo artífice, sino garante de una mala situación enquistada en forma de problema sin solución. La pregunta “¿qué he podido hacer para contribuir al problema?” genera una situación incómoda al paciente porque le remite a sí mism@ y no a la otra persona, supuesta culpable de su situación.
Otra de los motivos que dificultan ver la solución de los impasses psicológicos es el propio discurso presentado en general en forma de juicios de valor e interpretaciones que nos alejan del conocimiento o la consciencia de la dificultad. Así pues, debemos eliminar de la narrativa – lo que nos cuentan los pacientes- toda interpretación, valoración, explicación; debemos ayudar a reconstruir una narrativa que se base en la descripción de los hechos; no en su juicio, ni en su valoración ni en su interpretación. Debemos conocer lo que ha sucedido y cómo. El discurso de much@s pacientes habla en términos por ejemplo de relaciones tóxicas o dependencia emocional o quejas como no me tiene en cuenta, o no me escucha, o baja autoestima… Pero realmente estas expresiones deben ser descodificadas y relacionadas con la secuencia de lo acaecido, por ejemplo, ¿cómo fue la conversación? ¿qué quieres decir cuando dices que no te escucha? ¿qué cosas han sucedido -o no- para llamar tóxica a una relación? ¿qué te hace pensar en la dependencia emocional?… En definitiva: ¿Cuáles son los hechos sobre los cuáles se construyen los discursos, las quejas, los problemas, las dificultades, las encrucijadas?
Los hechos nos permiten ver una pauta de acción y por lo tanto a su vez, nos permiten vislumbrar la solución. Si hemos sido capaces de construir el problema, seremos perfectamente capaces de construir la solución. Esta es una de las partes más difíciles de aceptar: asumir la propia responsabilidad de lo que hemos construido; que somos nosotr@s quienes construimos los problemas, generamos situaciones paradójicas de difícil salida. Muchas personas llegan a terapia analizando el comportamiento de otra persona que es supuestamente la culpable de la propia situación, es decir, a quién se le echa la culpa. El mensaje que transmiten es: no soy yo, es el otro.
Así pues, una gran parte de la terapia consiste fundamentalmente en hacer ver, en ayudar a tomar conciencia de que el problema real está en otra parte de donde el/la paciente lo sitúa. Es decir que el problema está en el interior de la persona y no tanto en el exterior. Si Sartre decía que el infierno son los otros, en terapia el infierno es un@ mism@. Y por ello, la terapia se sitúa en la persona que hace la demanda.
Este desplazamiento al origen real de la situación, un@ mism@, nos ayudará a redefinir o reencuadrar realmente cómo, no porqué, la persona ha construido el problema. Efectivamente, no me canso de decir una y otra vez que la pregunta «por qué» es estéril, puesto que es una pregunta orientada al problema y no a la solución. El «por qué» lleva a una justificación que asegura seguir haciendo más de lo mismo, es decir que mantiene el problema agravándolo. Además de llamar al mecanismo de defensa de la racionalización que enturbiará la comprensión de lo que realmente sucede.
Realmente en terapia hay dos preguntas claves que nos permitirán “descubrir” el problema y orientarnos hacia su solución: para qué y cómo. Veamos. El para qué es una pregunta que nos orienta a entender la función del síntoma o problema. Así, por ejemplo, saber para qué se discute, o para qué se come hasta el empacho, o para qué se vomita, o para qué se droga, o para qué la ansiedad…, nos ayudará a comprender lo que realmente necesitan las personas para su equilibrio. No nos conviene olvidar que todo comportamiento, por muy loco, insensato o aberrante que nos parezca tiene sus beneficios y sus costes. Y evidentemente, cuando los costes son mayores que los beneficios, el cambio se vuelve no solo posible sino real. Pero mientras los beneficios sean mayores, el comportamiento o problema persistirá. Las personas que escuchan esto, en primera instancia, se resisten a aceptar que un comportamiento problemático en el fondo se repite porque se ha llegado a un cierto equilibrio. Pero acuden a terapia porque pretenden eliminar los costes. Lo que resulta difícil de hacer entender es que dicho desequilibrio no es sino la punta del iceberg, esto es, un bloque grande de hielo que se ha desprendido de un glaciar, flotando a la deriva y que solo una novena parte del volumen total emerge a la superficie. En la terapia debemos ver lo que se esconde bajo lo aparente. Sin conocer las ganancias psicológicas del malestar, el proceso de cambio o aprendizaje será frenado y obstaculizado. Una vez que conocemos las necesidades que está cubriendo cualquier síntoma, podremos dibujar soluciones alternativas que no solo cubran esas necesidades, sino que además no perjudiquen a la o las personas implicadas en el problema.
Concluyendo, tras eliminar primeramente el discurso confuso y llegar a los hechos, seguidamente debemos conocer y comprender la finalidad del problema y así diseñar comportamientos alternativos que permitan más que un aprendizaje, llegando así a un nuevo equilibrio que descarte el autosabotaje.
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