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El rechazo: algunos apuntes

 

Si nos atenemos al significado etimológico del término rechazo, aprenderemos que hace referencia a rehacer, retomar… volver a captar. Se trata de un retroceso que hace un cuerpo cuando se encuentra con alguna resistencia. Podríamos extrapolar diciendo que la persona rechazante se encuentra ante un obstáculo por el cual se batirá en retirada, se dará media vuelta, regresará a una posición anterior. Pero en el lenguaje coloquial, el término parece haberse alejado bastante de su significado original puesto que hace referencia a negarse a algo, rehusar a aceptar algo. Lo que parece haber en común en las dos acepciones es que se trata de una acción que parte de la persona que rechaza y que no (siempre) tiene que ver con lo rechazado. Y es quizás aquí donde vamos a incidir particularmente, ya que se da por hecho, erróneamente, que si un sujeto rechaza a otro es por culpa de este otro. Yo no tengo porque ser necesariamente la causa del rechazo. Sino que algo pasa en la persona que rechaza que cambia; algo se despierta en ella, o simplemente se escucha, cosa que no hacía antes. El caso es que recula. Parece más un acto defensivo que ofensivo.

¿Y si no existiera el rechazo? ¿Y si no fuera personal? ¿Y si no hubiera relación entre el acto de rechazar y la cualidad de lo rechazado?

En lo respectivo a las relaciones, particularmente las amorosas, muchas personas creen que, si alguien les dice que no, tiene que ver con su personalidad, o bien que algo han hecho mal y esa mala acción es la causa del rechazo. En consecuencia, empiezan a culpabilizarse tras repasar todo lo que han podido hacer para generar “rechazo”, lo que añade más dolor al dolor de la pérdida, generándose así un sufrimiento, a veces difícil de eliminar. En no pocos casos, la persona rechazada se culpa hasta tal punto que se autocastiga lastimándose a sí misma, ya sea con autolesiones, con comportamientos compulsivos… Conviene entender que, si nos dicen que no, no es necesariamente porque seamos de una manera o nuestro comportamiento haya sido inadecuado. No debemos culparnos tan fácilmente por ser como somos o por haber actuado como lo hicimos. En determinadas circunstancias, conviene separar el rechazo, de nuestra personalidad y comportamientos porque sencillamente no tiene nada que ver.

Efectivamente, resulta difícil entender que, en las relaciones humanas, se ponen expectativas y se proyectan deseos y necesidades no resueltas, a veces históricas, que no tienen relación con el presente.  Se mitifica e idealiza a la persona amada exigiéndosele reparaciones de daños y heridas ocasionadas fuera de ese contexto actual que es la relación. Se exige una satisfacción de necesidades que no tienen porque ser satisfechas. Mientras esos deseos y necesidades son satisfechos, la relación continua adelante. Pero desde el momento en que esas necesidades y deseos no son satisfechos, el rechazo puede surgir. La cuestión es si ese rechazo tiene que ver con la persona rechazada. Pues en muchísimas ocasiones no. En realidad, el rechazo no es más que el resultado de una frustración -o muchas- por no haberse satisfecho ciertas necesidades. Lo difícil es entender que las parejas -o demás personas del entorno- no están para satisfacer ninguna necesidad ni deseo. Que las personas deben aprender a resolver estas cuestiones por y para sí mismas. Y solo una vez resueltas estas cuestiones, las relaciones fluirán mejor.

Es frecuente encontrarnos en terapia con personas que han sido dejadas o víctimas de infidelidad, o simplemente no han sido “escogidas”. Como consecuencia, en lo más profundo de sí mismas se sienten rechazadas. Estas personas cuando acuden a terapia, en general, lo hacen con una autoestima baja y una pobre valoración de sí mismas y, a menudo, con un profundo sentimiento de culpa y vergüenza. Han sido rechazadas y se cuestionan cómo hubiera podido resultar la relación si hubieran actuado de otra manera. En los casos en que la persona rechaza y se va, a veces sin dar explicaciones o no las suficientes, conviene especificar que este rechazo poco o nada tiene que ver con la persona rechazada. Terapéuticamente hablando, resulta importante separar la persona rechazada de las necesidades o deseos de la rechazante. Se trata de evitar, en lo posible, realizar atribuciones personales que en la mayor parte de casos no tienen nada que ver con un@, sino más bien con las necesidades y circunstancias de aquellas personas que nos dicen no. Evidentemente, si no hay explicaciones o estas son incoherentes, ambiguas, extrañas o imprecisas, la gestión del rechazo puede resultar más difícil. Normal.

Como idea general en psicología se entiende que el sentimiento de rechazo viene de la necesidad de aprobación, validación y reconocimiento que ponemos fuera de nosotr@s mism@s. Muchas personas conceden gran parte de su poder a su pareja o a al entorno, de tal manera que lo que piensa, opina y dice es más importante que la propia experiencia, pensamiento y creencia. Es como si para validarnos y otorgarnos nuestro lugar en el mundo, dependiéramos del lugar que ocupamos en y para otras personas significativas. Evidentemente un rechazo en estas circunstancias puede resultar profundamente hiriente y traumático. De ahí que muchas personas tiendan a ocultar aquello que creen que ha podido ser motivo de rechazo, empezando así a comportarse de manera anormalmente complaciente o convirtiéndose en imprescindibles. También ocurre muy frecuentemente que estas personas se queden fijadas o bloqueadas en la idea de carencia y sentimiento nulo de autovaloración, por lo que aparecen comportamientos de autocastigo. Otra de las respuestas características es el desarrollo de una coraza defensiva llena de rabia y resentimiento por ese profundo sentimiento de injusticia experimentado por esa no pertenencia o rechazo. Así estas personas tienden a aislarse para así no necesitar de nadie.

Gran parte del significado emocional que cobra el rechazo es debido a la confusión entre el comportamiento del sujeto y su esencia. Nos han enseñado a confundir lo que hacemos con lo que somos, y ello sin entender que lo que hacemos tiene un sentido, una finalidad, un para qué. También se nos ha enseñado a evitar el afrontamiento de aquello que nos puede generar conflicto sin entender que, si queremos relaciones sanas, debemos tener conversaciones incómodas. Y, por último, cabe señalar nuestra ignorancia en las habilidades lingüisticas más básicas, hablar y escuchar, fruto igualmente en una educación. El rechazo aglutina este tipo de mala educación emocional. A ello, le sumaremos nuestra tendencia a interpretar y alejarnos de los hechos, lo que confunde aún más si cabe la percepción de la realidad.

Con todo ello concluiremos que el rechazo es el fruto de una errónea interpretación según la cual somos la causa del rechazo. Y para salir de este bucle mental, debemos separar y reordenar algunos de nuestros pensamientos y creencias. Quizás una de las más importante es que no somos la causa de la acción de otra persona. De aquí se deriva la siguiente relativa a la imposibilidad de meternos en la mente de otra persona. Debemos tener mucho cuidado en distinguir los hechos, es decir, lo que sucede en la realidad, de su interpretación que en general, no deja de ser una proyección que habla más de la persona que interpreta que de la persona interpretada. Por último, insistir en que somos más de lo que hacemos. El ser humano tiene una esencia y su comportamiento es solo una parte visible. Tomar la parte por el todo induce a errores.

 

 

 

 

 

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Violencia de género, violencia vicaria

Hace ya más de 30 años cuando trabajaba en un centro de intervención psicológica y social para víctimas de mujeres maltratadas llamado “Flora Tristán”, nos formaban en materia de violencia siguiendo manuales como el de Ginette Larouche Agir contre la violence, explicándonos qué es  la violencia de género, los ciclos de la violencia, la escalada, las rupturas, la intervención de crisis… Nos dejaban muy claro que la violencia se acaba con la muerte, concretamente con el suicido del maltratador tras acabar con la muerte de la mujer y/o los vástagos. También hacían hincapié en que si este suceso no ocurría más a menudo era porque el ciclo de este particular tipo de violencia se había interrumpido en alguna de las etapas del mismo. También que este tipo de violencia se enmarca dentro de un contexto económico, cultural y social igualmente violento por machista: un sistema basado fundamentalmente en la dominación masculina sobre la femenina, reminiscencia de un patriarcado primigenio en tanto que sistema de organización social cuya autoridad es ejercida por el varón, el pater familia, poseedor del patrimonio dentro del cual estaban incluidos los esclavos, la esposa, los vástagos y por supuesto los bienes.

Claudio Naranjo acuña el término «mente patriarcal» para designar un espíritu que se transmite de generación en generación a través de la educación, la crianza, la cultura… Se trata de un orden que, aunque difícil de definir, sí podemos decir que está cimentado en una autoridad violenta, extendiendo ésta a la dimensión amorosa del cuidado y, en consecuencia, reprimiendo el aspecto materno de la naturaleza humana. Una mente fundamentalmente explotadora y depredadora que no es sino La raíz ignorada de los males del alma y del mundo. Más que de patriarcado, Naranjo en La mente patriarcal, nos hablará de un complejo patriarcal cuya base es la familia y que se basaría fundamentalmente en la subordinación histórica de la mujer, en su colonización.

Sin llegar al extremo tan reciente del caso de Tomás Gimeno, en la clínica vemos con bastante frecuencia la llamada violencia vicaria, término acuñado por la psicóloga clínica Sonia Vaccara para describir la violencia ejercida hacia la mujer a través de los vástagos que son utilizados como meros instrumentos para dañar a la madre fundamentalmente a través de la culpa. Sin llegar a este tipo de situaciones tan extremas y por suerte no tan frecuentes,  constatamos este tipo de violencia en la negligencia en cuanto a la atención de las necesidades básicas de la progenitura, en la negación o interrupción de tratamientos médicos o psicológicos, en la utilización de variadas estrategias con la finalidad de modificar sus conciencias y así obstaculizar hasta destruir el vínculo con la madre… Hijos e hijas que vuelven a casa después de haber pasado el fin de semana con el maltratador físico, psíquico y/o emocional con secuelas que se evidencian a través de comportamientos disruptivos y trastornos psicológicos como insomnio, pesadillas, fobias… que requieren invertir días e incluso semanas para recuperar un mínimo de normalidad. Así se explicarían por qué los momentos de recogida y entrega de los vástagos acaben siendo tan conflictivos con tanta frecuencia, porque estos agresores actúan con el objetivo de provocar reacciones en la madre a través de acciones u omisiones como no lavar la ropa o entregarla sucia, darle chucherías antes de cenar, desempeñar el rol de «poli bueno» no cumpliendo los horarios para que la madre se vea obligada a jugar el de «poli malo», aplicando los horarios, hablar mal de mamá… Una infinidad de acciones a goteo que se suceden más o menos de manera sibilina y cuyo objetivo calculado y premeditado es impedir que la madre haga o rehaga su vida sin él.

Mujeres que llevan soportando esta situación años sin atreverse a denunciar por miedo a ser juzgadas como mentirosas o por falta de pruebas o por la dificultad para demostrarlas. Como profesionales, en ocasiones nos vemos impelidas a intervenir con niños y niñas obligadas a pasar períodos de tiempo con maltratadores a pesar de la evidente y verbalizada reticencia y desgraciadamente en general no tenida en cuenta. Porque más o menos hasta los 12 años, los infantes se mantienen próximos a su intuición y vivencian sin atisbo de duda esa violencia en sus carnes. La progenitura se siente malquerida, ninguneada, manipulada; no se siente amada. Sufre el mismo tipo de violencia física, emocional y/o psicológica que la madre, y lo sabe perfectamente y en numerosas ocasiones, mejor que muchas personas adultas.

Situaciones que, desgraciadamente, han pasado y siguen pasando desapercibidas incluso a profesionales forenses, quienes han caído igualmente en la manipulación del maltratador, en ocasiones por ignorancia, falta de experiencia y cualificación necesaria en materia de psicología clínica, además de una gran falla en cuanto a su propio trabajo personal. Así he podido leer informes con claros sesgos interpretativos favoreciendo al maltratador, que han sumido a mujeres en la más absoluta de las impotencias con las subsecuentes secuelas postraumáticas, depresivas, ansiosas…

Dentro de este contexto, situaciones como las de Olivia y Anna son comprensibles, porque de alguna manera, y resulta duro decirlo, este tipo de violencia obedece a un mandato masculino todavía legitimado culturalmente. No se trata de un problema individual. Se trata de un problema social. Concierne a toda la sociedad empezar a afrontarlo y confrontarlo con un espíritu crítico, científico capaz de cuestionar los pilares que sustentan la ideología patriarcal.