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Las tiranías de la epidemia según Christophe Barbier

Una epidemia de miedo se ha expandido sobre la sociedad de forma más  rápida que el virus corona. La letanía de cifras desgranadas a conveniencia, el acoso mediático e histriónico, entre otros factores, han aumentado exponencialmente el fenómeno. Esta epidemia consagra el triunfo de lo emocional frente a lo racional. Como ya han subrayado numerosas personalidades científicas e intelectuales basándose en la estadística, el riesgo de atrapar la covid no es inmenso y el de morir por ello es bajo. El 99% de las personas que se enferman se curan, por lo que la cuasi totalidad no tendría ninguna razón de tener miedo del coronavirus, o por lo menos  no más que al de una gripe (Barbier, 2021). El pavor ha sido provocado y alimentado. Y gracias a este miedo, los gobiernos han obtenido la disciplina y la eficacia de las medidas de profilaxis. Incapaces de convencer a la ciudadanía, han preferido vencerla mediante el poder del miedo, la amenaza, la coacción y la manipulación, fundamentalmente mediática.

El ser humano del siglo XXI en los países desarrolldos, hipocondriacos hasta la médula, ha permitido el desarrollo de esta «operación». El estado de miedo difundido en estos últimos años se ha catartizado en un real estado de pánico colectivo gracias a la epidemia como pretexto. La crisis actual deja al descubierto la necesidad de certidumbre y la exigencia del riesgo cero. Consecuencias: seguridad máxima, confinamientos, pasaportes verdes, controles, obediencia ciega, renuncia de libertades y derechos. No hacen falta ya tiranos. El miedo ejerce su tiranía, dictando nuestros comportamientos, entre los cuales destacan la irracionalidad, la desconfianza y el egoísmo.

El higienismo ambiental construido a base de intimidación moral define ahora el egoísmo bajo una perspectiva de insolidaridad de cualquier forma de cuestionamiento, pensamiento y forma de actuar que no coincida con la oficial. Opresión colectiva, cualquier persona puede erigirse en evangelizadora e inquisidora del nuevo fundamentalismo higienista. Debajo de todo esto emerge la enorme fragilidad de la población, como consecuencia de muchos años de confort, paz y comodidad; estados que prometían la supresión de los males inherentes a la condición humana, para así alcanzar la tierra prometida: la felicidad. Un nirvana analgésico a falta de herramientas psicológicas y espirituales para hacer frente a la vulnerabilidad ante la vida.

En una civilización moderna sin Dios ni alternativa ideológica que la sostenga, la muerte se vuelve insoportable. Hay que negarla además de evitarla. El ser humano debe ser inmortal. El sueño del Narciso posmoderno. Un ser desalmado, pero con cuerpo.

¡Prohibido morirse! parece ser el lema, según  Christophe Barbier, que la pandemia pone de relieve. Esta prohibición entraña la extraña paradoja de prohibido vivir para vivir. Una vida desnuda reducida a una supervivencia minimalista. Una vida sometida a los valores de la biología. Lo que importa de la vida no es su calidad sino su cantidad, su duración, su perpetuación… Todo ello a cambio de cargarnos la solidaridad intergeneracional según la cual, la prioridad debiera ser la juventud, el futuro. No se trata de una vida de riesgo, abierta a lo desconocido, osada y aventurera. Una vida cuya limitación última, la muerte, debiera permitir vivir con conciencia.

La lucha contra la pandemia generada por la Covid-19, por las medidas decretadas y sobre todo por el asentimiento colectivo y la ejecución disciplinada que le sigue, muestra hasta qué punto nos confundimos sobre lo que debe ser la vida, hasta qué punto hemos retrocedido, al identificar el ideal de la perfección humana con el rechazo a la vida real y sus “imperfecciones”: virus, bacterias, enfermedad, muerte, ciclos, cambios, tsunamis, crisis…, medidas que no aceptan la vida real con el inherente desarrollo del potencial humano, en nombre del culto a la “pequeña vida” relegada a la perpetuación, lo más duradera posible, de nuestro organismo estrictamente biológico (Barbier). Nuestro cuerpo toma el poder e impone sus exigencias al espíritu, a la conciencia. El cuerpo, el Amo, el dictador autoproclamado nos destrona. El infierno ya no son los otros que decía Sartre, sino el cuerpo. Una vida reducida a la vida del cuerpo bajo el imperio médico y nuestra subyugación, puesto que consentimos. Nuestra servidumbre voluntaria se asienta sobre la escucha abusiva de nuestro cuerpo. Estamos muertos de miedo a morir.

Oliver Servais, profesor de antropología y François Gemenne, investigadora, hablan sobre el declive de Howard Hughes obsesionado por su terror patológico a los microbios. Acabó los últimos diez años de su vida confinado. Estos autores, entre otros, se cuestionan las consecuencias del confinamiento en la sociedad. El final de la vida de este gran hombre corre el riesgo de ser la cuesta sobre la cual nos desliza una estrategia higienista que quisiera hacer desaparecer de nuestra vida los virus y las bacterias. Riesgo (físico) cero parece haberse convertido en el objetivo de la salud pública. El resultado paradójico será la enfermedad, a medio y largo plazo, de toda una población consecuencia directa de carencias básicas como la humanidad, la sociabilidad, la cultura, el espíritu y el alma.

Tras la pandemia, esta lógica parece haberse amplificado: se ha privilegiado una relación corporal individual en detrimento una relación con un cuerpo social activadora de vínculos. Con la finalidad de preservar la sociedad, se demanda a la ciudadanía confinar sus cuerpos físicos y alejarlos de cualquier otredad. En esta sociedad materialista el objetivo último, nos recuerda Barbier, parece ser la lucha desenfrenada contra la muerte.  Cortamos puentes hacia las demás personas; obstruimos el cuerpo social con barricadas para salvar cuerpos físicos. Evidentemente las consecuencias se hacen sentir particularmente por la pérdida de referencias sociales.

La lógica sanitaria proclama el riesgo cero como el nuevo derecho humano a través del principio de precaución. Pero realmente no es este principio de precaución quien legitima el confinamiento, sino el higienismo, como subraya la filósofa y novelista Chantal Delsol. Lo único que nos queda tras la bancarrota de las ideologías.

La epidemia es la nueva forma de guerra. Nos está prohibido anteponer cualquier otro valor que no sea la vida física desnuda. Una protección idolatrada de la vida con un rechazo bárbaro a la muerte. La supremacía idealizada de la existencia biológica aplasta cualquier otro valor. Se prefiere el confinamiento higienista, ese acuartelamiento de alta seguridad. Hipotecamos el futuro. Nos suicidamos socialmente para no morir biológicamente. Matamos al ser humano para dar más posibilidades de durar nuestro cuerpo biológico. Como subrayan Olivier Servais y François Gemenne: “Empujando al paroxismo esta retórica del riesgo cero, esta hipertrofia higienista, reduce el riesgo de una muerte biológica, pero corriendo el riesgo mortal de una inhumanidad futura”.

Abstraernos de los virus y las bacterias implica abstraernos de la sociedad como hizo Howard Hughes. La lógica del riesgo cero y sus acólitos, el higienismo y el confinamiento consentido, es la lógica del desastre descrito por Nietzsche: “humano, demasiado humano, para finalmente nada humano” (Barbier).

Otra de las consecuencias de la elección colectiva del sobrevivir cueste lo que cueste, es el triunfo del panmedicalismo, como lo ha bautizado el filosofo André Compte-Sponville. Hacer de la salud el valor supremo, lo que supone confiar en la medicina ya no solo la salud, sino el comportamiento de nuestras vidas y nuestras sociedades. Craso error. La medicina, si bien parece algo bueno, no puede suplantar a la política ni a la moral ni a la espiritualidad.  Como ya alertaba Michel Foucault, el control de la sociedad sobre los individuos no se efectúa solamente a través de la ideología, sino también en y con el cuerpo, el cual se ha convertido en una realidad biopolítica, así como la medicina, en una estrategia biopolítica. Un saber-poder que se expande a la vez por los cuerpos individual y social, sobre el organismo y sobre los procesos biológicos, teniendo efectos disciplinarios y reguladores. Esta biopolítica instauraría una forma de gobierno de sí para sí.

En nombre de la eficacia sanitaria, de nuevo con Barbier, el civismo ha engendrado la sumisión y la salud ha aplastado la libertad. Tras la pandemia la hoy buena ciudadanía acabará convirtiéndose en una no ciudadanía. Esclavos de la supervivencia y rehenes del miedo, hemos sacrificado sin dudarlo la libertad sin reflexionar y sin negociar. Asistimos al derrumbe de la democracia, ya anteriormente herida de muerte, por la falta de respeto a  las leyes. Los costes sociales de esta situación son y serán infinitamente superiores a los beneficios sanitarios. El riesgo cero es una quimera destructiva. La situación actual nos hace correr el riesgo de un colapso social a largo plazo por falta de fundamento o sentido. Sin perspectiva política ni consenso social que guíen las decisiones, esta sociedad de riesgo cero viene acompañada de la asepsia biológica y social. No arriesgar es una ilusión. Esta exigencia de nivel cero en el riesgo condena a abolir el humanismo y a empujar el totalitarismo hasta lo íntimo.

 

 

 

 

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Formas de infidelidad

En la infidelidad parecen confluir fundamentalmente dos grandes componentes: el primero —y al parecer, principal— sería el sexual; el segundo, el afectivo, entendido como sentirse amado y amar,  sentirse escuchado y escuchar así como sentirse comprendido y acompañado (Jaramillo, 2014). No obstante, parece que las personas infieles buscan cada vez más  romanticismo, chispa y afección tanto o incluso más que sexo. Buscan enamorarse. «—¿Fue la primera vez que entablaste una relación paralela en tu matrimonio? / —No. Ya había tenido una casual […]. En aquella ocasión no se estableció una relación de pareja […], el problema es cuando se involucran los sentimientos» (Jaramillo, 2014, p. 26).

Un patrón parece extraerse de las relaciones infieles, que perfila básicamente dos tipos de infidelidad: aquella que implica involucrarse afectivamente y otra muy distinta, en la que no hay una implicación afectiva.

Actualmente, en la clínica se observa cada vez con mayor frecuencia un tipo de infidelidad que, más que sexual, parece emocional, afectiva, íntima. La sexualidad, si llega, llega más tarde. Este tipo de infidelidad parece estar más ligada a entornos laborales, en los que la amistad entre compañeros/as de trabajo se desliza hacia la confidencia y desde esta hacia la aventura (Reyes, 2016). En este tipo de infidelidad tomar una simple taza de café puede significar mucho más que eso. Como decía una víctima de infidelidad: «No sabía que aquí tomar un café pudiera significar cualquier cosa menos eso». Es lo que Fred Humprey (1983) denominó el síndrome de la taza de café[1]. Con esta expresión el autor hace referencia al hecho de que  muchas infidelidades comienzan inocente y asexualmente con una taza de café. Pronto esta pareja desarrollará el hábito de verse regularmente para compartir cada vez más cosas de sus vidas íntimas, desarrollando una especie de dependencia de estas charlas de café. Después vendrá el sexo. Y así se fraguan muchas infidelidades. Incluimos en este tipo las que se dan en un principio por internet, si bien la taza de café o conocerse en persona viene más tarde, meses incluso después de frecuentarse virtualmente. Tanto Glass (2002) como Pittman  (1994) dejan claro que muchas aventuras empiezan como amistades y se deslizan hacia la infidelidad gradualmente: «Inicialmente habíamos sido amigos, muy amigos durante dos años y medio. Después, debido a las circunstancias, nos enredamos» (Jaramillo, 2014, p 31). Pittman (Ibid) puntualiza que la sexualización de la amistad está en la base de muchas infidelidades, es decir, que muchas infidelidades ocurren porque no se sabe mantener una relación de amistad con el otro sexo. Al respecto, Glass (Ibid) especifica que es importante entender cómo amistades platónicas pueden deslizarse en aventura amorosa. Con respecto a los hombres, esta autora dice que estos se sienten más cómodos intercambiando sentimientos en una relación amorosa. Como resultado, cuando una relación empieza a ser emocionalmente íntima estos tienden a sexualizarla.

En la muestra clínica de Glass (ibíd.), el 83% de las mujeres implicadas y el 61% de los hombres implicados caracterizaron su relación extramatrimonial más emocional que sexual. En una muestra recogida por este mismo autor en un aeropuerto, el porcentaje fue de 71% en las mujeres y 44% en los hombres (ibíd.).

La infidelidad con implicación emocional parece entroncar con el enamoramiento, con esa ilusión propia de los primeros amores. Esta parece en esencia constituir una de las principales insatisfacciones en las personas infieles con respecto a las parejas oficiales: “¿Qué buscas en tu amante? / —Temas interesantes, compartirlos; etapas de enamoramiento, primeros amores, grandes niveles de satisfacción» (Jaramillo, 2014, p. 18). Un enamoramiento paradójico, puesto que debe —e intenta— ser abortado antes de que «la situación se complique», es decir, antes de implicarse emocionalmente: «Las nuevas opciones siempre son buenas, por eso a veces es tan difícil parar. Hay que acelerar y frenar. La búsqueda del enamoramiento que se puede generar a largo plazo es una ilusión. Si permitimos que esa relación se dispare, la situación se vuelve muy complicada. Aquí el tema no es enamorarse o no. Es ser realista. El esfuerzo por ser realista impide el enamoramiento» (ibíd.). Se huye de la responsabilidad y del compromiso: «No me interesa comprometerme ni ser altamente infiel» (ibíd., p. 17).

 

[1] cop-of-coffée síndrome.