Empatía cero: la banalidad del mal

En el libro Maldad líquida, Bauman y Donskis ya señalan que “las nuevas formas del mal tienden a presentarse disfrazadas de bondad y amor”. El mal ya no es ni obvio ni evidente. Asistimos a una violencia tildada de baja intensidad, que se refleja en la opresión política, en la violación de los derechos humanos y en los conflictos militares, borrando así la línea divisoria entre guerra y paz: “la guerra es paz y la paz es guerra”. Esta es la nueva naturaleza del mal.

El mundo orweliano plagado de distopías, parece ser un mundo enculturado en valores psicópatas como señalé en su día en mi artículo Psicopatía, pandemia de la modernidad, cuyo principal objetivo es el poder por el poder. Un mundo estructural y culturalmente violento, como consecuencia fundamentalmente de la economización neoliberal de todas las esferas de la vida humana -Wendy Brown-, naturalizando así las diferentes formas de violencia, tanto individual como colectiva. La violencia no es ya solamente monopolio de los Estados, sino también de la colectividad individualizada, la cual parece haber asumido la posición del amo, en un proceso de identificación proyectiva para defenderse del estado postraumático de shock, en el que parece estar sumida, e incluso aletargada.

Baron-Cohen en su libro sobre la empatía cero, al preguntarse cómo el ser humano puede ignorar a las otras personas y su sufrimiento, sustituye el término “mal” por el de “empatía cero”. Y dirá que en la actualidad predomina una erosión de la empatía, un estado de desconexión con la otredad que desemboca en el “yo exclusivamente”. Solo en este estado, las personas pueden erosionar la conexión con lo humano y convertirlo en objeto cosificándolo, principal característica psicopática.

Wendy Brown en su libro El pueblo sin atributos explica este fenómeno a partir de la infiltración de los principios neoliberales en todo lo que concierne a lo humano, atacando así los principios, las prácticas, las culturas, los sujetos y las instituciones de la democracia. Se trata de una razón instrumental, una forma de racionalidad normativa autoritaria que genera formas de gobierno totalitarias, pero por consentimiento. Francisco de Goya dejó grabado en sus Caprichos algunos de los resultados de este sueño loco de la razón. En ellos hace una crítica de la sociedad desenmascarando los monstruos. En este punto, recurrimos al concepto de malestar cultural, brillante ensayo de Freud en donde expone cómo los malestares sociales son el resultado directo de las restricciones culturales, impuestas.

La sociedad de hoy ha dado un giro de tuerca haciendo que las restricciones culturales ya no tengan necesidad de ser impuestas, sino que sea el ser humano voluntariamente el que elija su propia esclavitud, como subraya Byun Chul Han en su brillante ensayo La sociedad del cansancio. Y así nos vamos acercando a una sociedad autófaga según el filósofo alemán Anselm Jappen; una sociedad narcisista que no tolera ninguna frustración, que niega una realidad incuestionable: la necesidad de límites, normas y moral y cuya ausencia debido a la lógica extractiva neoliberal, desemboca en la pulsión de muerte. Sí. La sociedad se fagocita a sí misma. Una sociedad mortífera en su autodestructividad que ha naturalizado la violencia, legitimándola bajo principios economicistas como “si se puede, se debe hacer”, “siempre más”, “nada es suficiente”, “todo es explotable”, “el fetichismo de la mercancía”…

Los deshechos de esta economía han sido convertidos en enemigos y como tales, banalizados, es decir, cosificados, convertidos en chivos expiatorios dispuestos a ser sacrificados. Todo aquello que no vale, será estigmatizado y susceptible de ser eliminado por inútil. Todo lo que no sea digno de rendimiento y de explotación, será arrojado a los infiernos o empujado a que se arroje voluntariamente.

Las nuevas guerras virales – gripe A, Sars-Cov2…- son un claro ejemplo de estas nuevas formas de violencia estructural. El objeto de exterminio ahora serán virus y bacterias, sustituyendo a la guerra de las drogas iniciada en Estados Unidos en los años 70 y a la guerra contra el terrorismo de principios de este siglo. Más que guerras, parecen cortinas de humo, con las que se pretende ocultar las verdaderas intenciones o desviar la atención, tal y como aparece en la excelente película dirigida por Barry Levinson, La cortina de humo. Intenciones ya esbozadas en el foro de Davos y por instituciones como el FMI. Un nuevo orden mundial que como desarrolla el economista canadiense Michel Choussudovsky en su obra Globalización de la pobreza y nuevo orden mundial, se ha instalado derogando soberanías nacionales, derechos y democracias. Bajo nuevas reglas establecidas por la Organización Mundial del Comercio, se han concedido una serie de derechos permanentes a los grandes bancos y los conglomerados multinacionales, aderezado con una economía delictiva floreciente. En este orden de cosas, “la deuda pública de las naciones se ha ido acrecentando, las instituciones estatales se han desplomado y la acumulación de la riqueza privada ha avanzado implacablemente”.

La pandemia es el escenario perfecto para el último golpe de la economía financiera del siglo XXI. Lo intentaron con la gripe A (H1N1) y ahora nos llega con el SARS-COV2. Gracias a ella, la megalomanía del poder -hoy global- realizará el sueño con el que muchos dictadores habían fantaseado: el dominio total y absoluto del mundo; jugar a ser dioses.

Y como todos los regímenes totalitarios, este nuevo orden no es posible sin la complicidad de la población, también global, quien participa voluntariamente con su violencia colectiva, gracias a la industria del miedo, en su implementación. Con una élite psicópata y una población psicopatizada, es posible dibujar el principio del fin. El mecanismo que hace posible esta conversión pseudoreligiosa es lo que Bauman denomina el “fenómeno del lavado de cerebro”, un fenómeno propagandístico bien publicitado y comercializado, con la participación estelar del sector sanitario.

La cualidad de la ocultación y el encubrimiento de tal procedimiento representa así el “nuevo salto verdaderamente trascendental en la historia de la tecnología del lavado de cerebro”. Sí, efectivamente, el lavado de cerebro de hoy cobra forma de algoritmo. Y esta maldición nos será presentada como una bendición. Porque la programación neurolingüística que se está realizando a modo de “neolengua” se encarga de pervertir y subvertir el lenguaje, haciéndonos creer que lo anormal es normal. Y así, las creencias suplantan las evidencias y se van fraguando fanatismos religioso-científicos con tintes emocionales que parecen estar derivando en fanatismos variopintos. La realidad supera la ficción hasta tal punto que esta nueva virtualidad parece haberse convertido en el único mundo en donde vivimos. Un mundo unidimensional de pensamiento y comportamiento que tan bien nos describió Marcuse. Sujetos con “encefalograma plano” en los cuales la capacidad para el pensamiento crítico y el comportamiento de oposición desaparecen. Ya empiezan a ser realidad algunos de los escenarios que Orwell apuntaba en su distopía 1984; hoy ya se empieza a hablar de un ministerio de la verdad, lo que equivaldría a la policía del pensamiento en 1984.

La población destinataria de este experimento social ha dado libremente el consentimiento, ha firmado un cheque en blanco para el imparable crecimiento y perfeccionamiento de la vigilancia tecnologizada disfrazada de seguridad. El título de la obra de Alice Miller Por tu propio bien es perfectamente apropiado para describir estos tiempos que estamos analizando. Efectivamente, por nuestro bien, se están llevando a cabo las peores tropelías como la experimentación humana, estados de excepción, toques de queda, confinamiento… Están dinamitando lo que queda de los Estados de derecho. Los PIB de muchos países como España, han bajado, acercándose a niveles que se alcanzaron en la Segunda Guerra Mundial o en la Guerra Civil Española. Ya hay voces que afirman que estamos en una guerra invisible disfrazada, camuflada, distorsionada… La devastación no es bélica sino económica. Ya no hace falta destruir físicamente un país.  Fenómenos como la diáspora o la shoah se repiten. Mismo perro, distinto collar. ¿Habrá también una solución final?

 

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