Amores digitales

Cómo Internet y las redes sociales han cambiado nuestra forma de relacionarnos

 

Carolina. Así se llama mi primer amor, o llamaba, no sé si habrá muerto. Espero que no.

 

La conocí en el colegio y me dejó totalmente prendado desde un principio. Por aquel entonces, pedía a mis compañeros de clase que tiraran un lápiz a su alrededor para poder acercarme y sonreírle (a esa edad no tenía muchos más recursos), o hablaba con su mejor amiga, una tal Grimanesa, buscando crear algún tipo de conexión que nunca se dio o para llamar su atención, algo que sí ocurrió con una tal Guacimara que demostraba su interés pellizcándome todo lo fuerte que sus dedos permitían. Por lo visto, a esas edades, ese comportamiento es habitual.

No existían los smartphones y, por lo tanto, no habían fotos en un perfil de Facebook a las que poner likes para dar a entender algo, ni cuentas de WhatsApp para allanar el terreno desde casa, ni siquiera estados efímeros en Instagram -de esos que duran veinticuatro horas- donde plasmar algún mensaje velado a ver si respondía aunque, la mayoría de las veces, en esos casos, lo hace otra persona que no viene a cuento o algún ex sobreestimulado por pensar que quieres retomar algo.

 

Cada tarde de aquel entonces, después de llegar a casa, mi mayor ilusión era que se esfumara el resto de la jornada, que apareciera la noche cuanto antes, la antesala del regreso a la escuela; recuerdo cómo sonreía con ilusión mientras preparaba la mochila, tarareando cualquier canción AOR, tipo Don’t Stop Believin’ de Journey, un estilo que generacionalmente no correspondía a aquellos momentos pero que me facilitaba pensar en ella. Era como un ritual. Incluso buscaba coincidir en la guagua, intentando coger su misma línea, una que no me venía nada bien, todo sea dicho. Por aquel entonces, las retenciones de tráfico en la capital no eran habituales, esos métodos de ligue eran asumibles. Hoy, ni me lo pensaría. Utilizaría otras tácticas.

 

Ilustración: Dreaming Of Elephants (Silvia Fernández de la Torre)

 

Mientras escribo estas líneas soy consciente de que, durante mi infancia y adolescencia, se producía en mí, y con mucha intensidad, ese famoso y recurrido estado llamado efecto halo y que viene a ser, resumiéndolo mucho, el atribuirle a una persona una serie de características positivas simple y llanamente porque hay algo en ella que te parece atractiva. Carolina me hizo experimentar esa situación por primera vez.

 

Antes, las relaciones interpersonales requerían de maceración, de tiempo. Todo se fraguaba despacio, a fuego lento. E incluso así, nunca sabías a ciencia cierta si estabas en la dirección adecuada, o qué pensaba esa otra persona sobre ti. Era la época de las meriendas con un bocata de Nocilla, acompañadas de Oliver, Benji y sus diálogos introspectivos mientras corrían por un campo de fútbol infinito; de cuando convivían los cassettes con los vinilos y los compact discs; de los Caballeros del Zodiaco, los que con sus vestuarios, cadenas y personalidades ambiguas asentaron las bases para la Gala Drag que aparecería poco después, y del Grunge, ese género abanderado por Kurt Cobain que duró más bien poco en comparación con el “todopoderoso” reguetón y sus infinitas variantes… Vamos, que hace un montón.

 

Algunos años después, apareció Internet en nuestras vidas (casi) tal y como lo conocemos, el medio perfecto para relacionarnos aunque, en un principio, fue creado por militares con otros fines más que turbios. La única problemática para conversar en ese entorno fue la asincronía (no habían diálogos instantáneos, en tiempo real) pero, con los años, aparecieron los chats y ese pequeño defecto se solventó. Recuerdo dos en concreto: el desaparecido Terra e IRCAP. Este último, tras instalártelo, te ofrece (y no ofrecía, porque aún existe) la posibilidad de entrar en diferentes canales temáticos, una especie de salas virtuales, o panópticos digitales, denominación que utilicé en mi anterior post para otro contexto. En aquel período, no era habitual el uso de la Red. Era poco probable que una abuela enviara una solicitud de amistad a su sobrino. Vivíamos otros tiempos. Si usabas Internet para estos menesteres, para los relacionales, eras un friki en toda regla. Y yo, como ya sabrás a estas alturas de la película, era uno de ellos.

 

Durante el final de los noventa y principios del dos mil, todos los usuarios de estas aplicaciones nos convertíamos, sin saberlo, en la primera oleada de cibernautas avanzados y asentábamos las bases de cómo vincularnos -las personas- a través del ordenador. Era incluso más íntimo y romántico que en la actualidad porque, no habían fotos de perfil que analizar, ni selfies, ni boomerangs, ni huella digital… no existía nada de eso. La única manera de saber cómo era la persona que tenías al otro lado, era solicitándole una fotografía y confiar en que realmente fuera ese individuo que aparecía en la imagen recibida. Solo había una variable: cómo hablaban las letras. La ortografía era la mejor carta de presentación. Podríamos decir que, tanto en aquel momento como en este, la forma de escribir es como ese perfume que hueles en una noche de marcha, a no se sabe quién y que viene de no se sabe dónde pero, cuando identificas a la persona que lo emana, piensas algo así como “el físico no es su fuerte pero si usa esa fragancia tiene estilo, clase. Tiene un pase”. En la actualidad, con el auge, o mejor dicho, con la normalización de la comunicación digital en nuestras vidas, resulta inevitable que la forma de escribir sea tan reveladora y la utilicemos para intentar crearnos una imagen del sujeto que tenemos al otro lado, y lo hacemos con escasa información en la mayoría de las ocasiones. Mitificamos a ese individuo. Una vuelta de tuerca al efecto halo del que hablábamos anteriormente pero producido desde otro prisma, con otros parámetros más intangibles.

 

Y llegados a este punto, me pregunto, ¿qué habría pasado con Carolina si hubiera existido Internet por aquel entonces? Pues, posiblemente, le hubiera dicho a través de Messenger lo mucho que me gustaba y que todas aquellas veces que nos tropezábamos por el pasillo estaban planificadas, al milímetro, incluso aquellas situaciones en las que recogía algún lápiz de su alrededor; probablemente, me hubiera envalentonado por un chat y le habría propuesto tener esa cita que presencialmente no me atrevía a plantear, o le habría confesado que había un estilo musical que servía de banda sonora mientras pensaba en ella pero, seguramente, si esa tecnología hubiera estado presente, no la recordaría de la misma manera. O sí…

 

Escena poscréditos: Como habrás comprobado, he obviado aplicaciones como Tinder, POF o LOVO, por citar algunas. Ha sido intencionado. Nunca las he utilizado y, en caso de que lo hubiera hecho, dudo que existiera una historia de amor que contar como hilo conductor.

 


 

Sobre la ilustración: La ilustración que acompaña a esta publicación es obra de Dreaming Of Elephants, el impresionante proyecto artístico de mi gran amiga Silvia Fernández de la Torre.

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