Nunca te dirá que es Salinger
Solo era locuaz en sus silencios. Cada vez que hablaba su timidez le terminaba enredando las ideas y las palabras. Recuerda lo mal que lo pasaba en el colegio. Sabía todas las respuestas, pero se bloqueaba cuando tenía que repetirlas en medio de la clase. Si quería nombrar a Newton terminaba citando a Galileo, a los turcos los podía llamar rusos y a los habitantes de Rusia japoneses. Los profesores pensaban que les estaba tomando el pelo y lo fueron dejando por imposible. No pasó del instituto. Entendía todo lo que explicaban, pero luego nunca era capaz de contarlo. Con los amores le ha ido todavía peor. A Julieta la llamaba Carlota y a Beatriz la podía terminar llamando Alejandra. Ellas tampoco le perdonaban esas confusiones. Prefirió callar para siempre, cambiar de país y no volver a hablar jamás delante de nadie. Con los años sí descubrió que podía escribir lo que ni siquiera había pensado. No había vuelto a coger papel y bolígrafo desde el colegio. En aquellos años, los nervios y la impotencia de no poder demostrar lo que sabía también terminaron confundiendo el trazo de las letras y de las formas. Dibujaba círculos en lugar de cuadrados y en Literatura no había verso que no acabara confundido en un interminable párrafo. Ahora, sin embargo, era capaz de escribir. Firmaba con seudónimo y había logrado un cierto éxito literario. No sabía por qué había elegido el nombre de Salinger. Había escrito aquel libro sin pensar en nada. No concedía nunca entrevistas ni daba conferencias en las universidades. Muchos dicen que ha muerto. Yo me lo imagino caminando siempre en silencio por cualquier parque. Veo sus ojos en cada uno de esos solitarios que a veces se te quedan mirando en las grandes ciudades. No creo que escriba nunca más. Ya no le hace falta.