Si los políticos leyeran a Galdós…

Supongo que habrá más de una persona que, al ver que este es un artículo con Galdós como elemento central, desistirá de leerlo porque es normal que piense que ya nada nuevo puede decirse sobre él. Eso mismo suelo pensar cuando veo escritos sobre Galdós, que afortunadamente ahora abundan con motivo del centenario de su muerte. Pero siempre acabo leyendo ese texto, porque, por mucho que uno lea sobre nuestro paisano, siempre hay un detalle que arroja luz sobre la obra de un gran escritor, pero sobre todo, nos da algún detalle que no conocíamos sobre los porqués del maltrato que, ya en vida, y durante muchas décadas después de muerto, sufrió una figura que es mucho más que un autor de novelas, obras teatrales, cuentos y artículos. La evidencia de que no es uno entre muchos importantes, es que, cien años después de su muerte física, su obra ha vencido todos los obstáculos, desprecios y silencios, que todavía hoy tienen predicadores rezagados que heredan la mezquindad. Hay que decir que con su contemporáneo y amigo Leopoldo Alas Clarín ha pasado lo mismo, hasta el punto de que el odio almacenado en la sociedad dirigente de la ciudad que tan bien retrató en “La Regenta” se hizo vendetta siciliana, y en la guerra civil fusilaron al rector de su universidad por el terrible delito de haber sido nombrado por el gobierno de La república y haber asistido a un mitin de Azaña. El motivo real fue que era hijo de Clarín, y como nada podían hacerle a un novelista que llevaba 35 años muerto, se vengaron en su descendencia. Así se las gasta el odio.

Muchas veces me he preguntado por qué tanta saña contra Galdós, venida casi siempre de los mismos que glorificaban a sus contemporáneos Zola, Giovanni Verga o Eça de Queirós, seguramente porque estos retrataron sociedades distintas y cualquier parecido con la nuestra podría achacársele a que aquellas tenían otras costumbres. Pero Galdós escribía en la lengua de Cervantes, y la clarividencia de su obra es un relámpago que deslumbra y puede que no deje ver qué hacen otros. Hay varias razones, que podríamos llamar envidia, odio, ignorancia, y sobre todo, un miedo terrible por si a alguien se le ocurría comparar. Hacerlo con Dickens, Balzac o Tolstoi no era peligroso, puesto que estos escribieron en inglés, francés o ruso, y siempre es más fácil echar la culpa a los traductores. También hubo razones políticas, puesto que Galdós, por sus implicaciones políticas, por las amistades cómplices con Pablo Iglesias y los regeneracionistas y por su postura crítica con las relaciones Iglesia-Estado, era muy incómodo para el sistema, y siguió siéndolo después de muerto, fuera con la Dictadura de Primo de Rivera o con el franquismo, y durante la II República no dieron opción a su obra, pues entonces sus máximos detractores eran los pontífices de la cultura.

Y ese es otro enigma que empieza a dejar de serlo. Los de la generación del 98 trataron de explicar las España que Galdós había plasmado con anticipación casi profética. Por ello, algunos de sus componentes optaron por desprestigiar al oráculo, y en ello hubo empeño especial en un escritor tan lúcido como Valle-Inclán, extraordinario novelista y autor teatral, cuyo talento literario no es discutible, pero sí sus actitudes con el viejo don Benito. Baroja, por su parte, fue el último superviviente  con Azorín de su generación, y después de la guerra civil, en medio del páramo de los años cuarenta, que paró en seco el florecimiento de una nueva edad de oro de nuestra literatura, era el gran santón, venerado por la nueva generación que surgió en la postguerra. A Galdós mejor no mentarlo, porque era, además, una memoria inconveniente para todos los poderes con patente de corso durante el franquismo. Y ese mal vicio de ignorarlo o despreciarlo atravesó décadas, en las que se le seguía leyendo casi a escondidas. Como ha afirmado Federico Utrera, no perdonaban a Galdós que fuese el gran “influencer” de su época y del futuro.

En todo este olvido y entre el discurso de adoración de cierto experimentalismo, dos figuras destacaron; una fue Juan Goytisolo, que siempre apreció y defendió el enorme patrimonio literario e histórico que era la obra de Galdós. La otra, en negativo, fue el insufrible Juan Benet, que hablaba casi con odio de Galdós, y que tuvo como aliado (solo en esto) a un escritor magnífico pero cegado por su admiración a Valle-Inclán; me refiero a Umbral, quien, a su manera, es paradójicamente el más galdosiano de los escritores de su generación. Por otra parte, los escritores del exilio valoraron en su justa medida a don Benito y muestras de ello son Max Aub y el gran poeta Luis Cernuda, quien invoca la España noble de Galdós (no podemos olvidar que Buñuel, tan vanguardista, fue un gran galdosiano). Ese es el gran mérito de quienes, como Alfonso de Armas Ayala, lucharon en su ciudad natal por colocar a Galdós donde le corresponde. Bien es cierto que, fuera de España, Hispanoamérica incluida, su nombre nunca dejó de estar junto al de los grandes novelistas del realismo europeo, aunque strictu sensu, Galdós es mucho más que realismo, y es un avanzado de lo que luego serían las vanguardias, sobre todo en sus obras teatrales. Abrió la puerta a nuevas formas, de las que se aprovecharían, entre otros y con mucho talento, el mismo Valle-Inclán que tanto lo denostaba. Quizás también por eso.

Las nuevas generaciones españolas, que no arrastraban las pendencias que se fueron heredando generación tras generación durante más de setenta años, rompieron con el antigaldosianismo, cuyos últimos capitanes con mando en plaza fueron Benet y Umbral. La lista de quienes se sienten admiradores (y deudores) de Galdós es larga, y basta nombrar a Andrés Trapiello, Antonio Muñoz Molina o Almudena Grandes. Galdós ha demostrado conocer España como nadie, hasta el punto de que mucho de lo que hoy vivimos ya fue contado por él hace más de un siglo. Una de las primeras tareas que encomendaría a quienes consigan actas para el Congreso y el Senado en las elecciones del próximo domingo sería la de que, antes de acometer cualquier empeño, leyeran Cánovas, el último de los Episodios Nacionales, para que vieran lo que arrastra el bloqueo político; así aprenderían algo útil y las consecuencias serían distintas. Ojalá nuestros políticos dejaran de escuchar cantos de sirena de directores de imagen y leyeran más a Galdós.

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