La espada afilada y la piel muy fina

La condena en la Audiencia Nacional a la joven Casandra Vera por unos tuits sobre Carrero Blanco materializa la hipócrita y contradictoria sociedad en que vivimos. Aparte de los histerismos políticos y la derechización de las leyes y los poderes públicos, todo va tomando una deriva inquietante, que tiene que ver con el uso del lenguaje y con la manera de conducirse en cualquier situación. Vemos sucesivamente la implantación y posterior caída en desuso por considerarse ofensivas de muchas palabras que definen asuntos humanos; un ejemplo claro es la forma de nombrar a las personas que están por debajo de la media en capacidades intelectuales. Antaño, era el tonto o el bobo del pueblo, lo cual es claramente ofensivo y discriminatorio. Para ser correctos, se les llamaba retrasados, pero esto también acabó sonando mal. Hace cincuenta años se determinó por decreto como término técnico la palabra subnormal, y eso era lo elegante, amable y correcto; poco a poco, esta palabra empezó a usarse como insulto, y se habló entonces de disminuidos, y por si acaso se usaron oficialmente expresiones más largas del tipo «que padece una deficiencia psíquica, intelectual, psicomotora o lo que fuere». Y ahora disminuido y deficiente empiezan a encontrar socialmente significados peyorativos y pronto equivaldrán a las denostadas subnormal o retrasado. Curiosamente, llamar tonto o bobo a alguien puede ser incluso calificado de cariñoso, la noria ha dado la vuelta. De manera que, cuando uno tiene que definir para que se le entienda a una persona así ya no sabe cómo nombrarla, porque de repente se toma por un insulto o una discriminación y acaba uno en los juzgados. Y así ocurre con todo.
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Desde que se implantó la costumbre de lo políticamente correcto, tenemos la sensación de que pisamos siempre terreno pantanoso y resbaladizo. Cierto es que venimos de un tiempo en el que se traspasaban los límites y se entraba en la ofensa continuamente, pero es que ahora se ha vuelto todo tan delicado, que hay que medir cada palabra, cada adjetivo; y si hablamos del humor, es que prácticamente no se puede hacer, porque seguro acabarán acusando de algo al humorista. Lo curioso es que se ha abierto la veda para atizar a cualquiera que se desvíe lo más mínimo de nuestra opinión sobre las cosas, atacando con espadas cada vez más afiladas, pero por el contrario, está la piel muy fina y cualquier persona o colectivo se siente atacado. Incluso se hace revisión histórica y se muestra con gran sorpresa que filósofos, matemáticos, escritores o científicos de muchos siglos atrás eran machistas, excluyentes en asuntos religiosos o con opiniones hoy discutibles sobre temas varios. Y todo eso es verdad, pero ya lo sabíamos, y no entiendo a qué viene hoy rasgarse las vestiduras porque Voltaire, tan avanzado y pionero, tenía palabras, actitudes y comportamientos que hoy consideramos machistas. Thomas Jefferson, tenido por padre de la modernidad política en su redacción de la Constitución de Virginia, tenía esclavos en sus plantaciones. Es decir, se usa un sable justiciero cuando se trata de atacar posiciones contrarias, pero se sienten heridos apenas algo no concuerde con su ideal, sea de palabra o de obra. Y ahí chocamos con lo que entendemos por libertad de expresión, que es un derecho básico, pero al que por otro lado se quiere limitar según conveniencias. Por si no ha quedado claro, aunque no soy precisamente un entusiasta del humor negro, la condena a Casandra Vera me parece un disparate, un contrasentido en una sociedad democrática, un paso atrás. Se alega grosería, cutrerío o mal gusto. Pero ¿qué es el mal gusto? ¿Lo que no me gusta a mí? Lo que he dicho, tenemos espadas afiladas y pieles muy finas.

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